Pocos días después de reconstruir su recuerdo con estas frases, Antonio Machado moría en la soledad del exilio, en Francia, conservando después de sesenta años el fulgor de esos siete patios con palmeras que marcaron su niñez. No hay sevillano que no sepa que el poeta se crió en unas dependencias de Dueñas que en aquella época se arrendaban a diferentes familias. No hay visitante que no se haya detenido ante el edificio, en la verja, para atisbar ese paraíso de verdor y de albero escondido en el barrio de la Encarnación.

Encerrada entre sus muros, Cayetana de Alba, epítome de la centenaria grandeza de España, recibía unas primaveras que se filtraban a través del esparto de las persianas. Se murmuró que ya no salía, con resabios de augurio, como si en algún momento se hubiera creído en su eterna vitalidad. Permaneció encerrada en las cámaras atestadas de tesoros.

Contados lienzos han salido de allí para ser mostrados en dos únicas exposiciones -la del Museo de Bellas Artes de la capital hispalense en 2009 y la del Centro Cibeles de Madrid de 2013- pero adquieren mayor significado colgadas en las salas del edificio palaciego. Algunas son de difícil traslado, como el espectacular retablo del siglo XV con una Virgen de Neri Bricci que preside el altar mayor de la capilla privada. Otras no salen nunca porque son el aderezo de una residencia privada, y no están vinculadas a la fundación que ampara las colecciones que la Casa de Alba alberga en Madrid y en Salamanca, en los palacios de Liria y de Monterrey.

Los privilegiados visitantes que han tenido la oportunidad de visitar los aposentos hablan del comedor, donde pueden cenar hasta treinta y dos personas contemplado los retratos ecuestres enfrentados de la duquesa Cayetana, por Ignacio Zuloaga; y el de Eugenia de Montijo por Éduard Odier, vestida a la andaluza, con el caballo enjaezado y la montura adornada con madroños. Mencionan el salón rojo con el cuadro en el que Joaquín Sorolla pintó al duque Jacobo vestido de etiqueta, en un fino retrato psicológico de espíritu velazqueño en la que podría ser una de las mejores pinturas de la casa. Hablan de las copias del taller de Winterhalter que representan a Luis Napoleón III y su hijo Eugenio, el príncipe imperial; o del salón del piano, con la duquesa de Santoña sosteniendo una garrocha en la nebulosa iridiscente del óleo de Álvarez de Sotomayor. Del XVII duque, en fin, pintado por Ramón Casas o la marquesa de Ariza y su hijo Carlos Miguel, viajero, mecenas y coleccionista, pintados por Antonio Carnicero.

Todos forman parte de los 1.425 bienes inscritos en el Catálogo General del Patrimonio por la Junta de Andalucía y cuya salida de Las Dueñas es imposible sin autorización de la Administración: Lucas Jordán, que iluminó los techos de la basílica de El Escorial y del Casón del Buen Retiro; Sofonisba Anguissola, la primera mujer pintora del Renacimiento; Annibale Carracci, considerado el rival de Caravaggio. La lista se hace interminable. «Los caldereros» de Jacopo Bassano, denominado en ocasiones «La fragua de Vulcano»; «La creación de Eva» de Francesco Furini; «Cristo coronado de espinas» de José de Rivera, envuelto en el escorzo de una llama escarlata.

Durante los siglos XIX y XX la familia continúa acumulando las obras maestras, retratos en su mayor parte, como los de las tres mujeres que canta la copla: Paca que aportó catorce títulos a la casa ducal, Eugenia emperatriz de los franceses, y la madre de ambas María Manuela, condesa de Montijo y de Teba, en la que se inspiró Prosper Meérimée para su novela «Carmen». Hay algunos modernistas como «La meditación» o la «Joven tocada con velo» de Julio Romero de Torres, o costumbristas como «La bailaora Josefa Vargas» por Antonio María Esquivel. Varios muestran a personajes anónimos vinculados a la ciudad, como los «Majos», de Bejarano, bailando ante la Giralda y la Torre del Oro.

Algunas personas rememoran el primer matrimonio de Cayetana en 1947, como la última gran boda feudal en España, con cuyo motivo se tendieron en las paredes los treinta tapices que se habían llevado desde el palacio de Liria y que resplandecían iluminados por dos mil velas de cera de abeja, entre ellos los doce reposteros de Cristóbal Colón, herencia de la Casa de Veragua y el soberbio tapiz gótico de la guerra de Troya que data de 1482 y que había pertenecido a san Luis, rey de Francia. Un conjunto iconográfico de un esplendor único, que rivalizaba no obstante con la colección de la planta alta de Dueñas sobre la «Historia de Faetón» –el héroe mítico que, por capricho, pidió a su padre Apolo el carro del Sol que el dios conducía cada día iluminando la Tierra- Un grupo de paños tejidos probablemente en Florencia en el siglo XVIII en lana, seda y oro con gran riqueza. Hay más textiles, los conocidos como «Los nueve la fama», o la serie sobre caza del salón de baile, inspirados en composiciones de Rubens y Tempesta.

Todo en una mansión que, según el maledicente Manuel Vicent, «eran salones, lienzos del siglo XVII, jarrones, escaleras, artesonados, capillas, cuadras, vanos gráciles con un fondo de cipreses, limoneros, rosales, buganvillas, cuadros de Panini, criados que se ponían en pié con una reverencia sólida cuando pasaba el duque...»

Los vecinos de la calle Dueñas recordarán el momento mágico del oír cantar, en el silencio de la noche, la saeta de Antonio Machado al Cristo de los Gitanos.