El culto a las reliquias proviene de los primeros tiempos del cristianismo, con los primeros mártires, cuyos cuerpos fueron enterrados en catacumbas. Al principio, debido a la costumbre occidental de respetar la inviolabilidad de la sepultura y a la consideración de que tocar el cuerpo de los santos difuntos era un sacrilegio, las primeras fueron las reliquias de contacto (brandea), obtenidas mediante la colocación de paños sobre sus tumbas; pero progresivamente, se fue imponiendo la práctica oriental de trasladar y dividir los cuerpos santos con el fin de utilizarlos para consagrar los templos. Asimismo, se fue haciendo cada vez más habitual el empleo de estos restos y objetos sagrados para uso personal, así como su exposición en relicarios y cortejos procesionales. (*)

Dentro de las reliquias cristianas son especialmente importantes las relativas a la Pasión. Las más relevantes y veneradas son la Sábana Santa de Turín (la más conocida de todas), la Santa Faz o Velo de la Verónica (de la que se consideran auténticas la de la basílica de San Pedro en Roma, la de la catedral de Jaén, la de la iglesia del Sagrado Corazón de París y la del Monasterio de la Santa Faz de Alicante); el Santo Sudario o Pañolón de Oviedo; la Lanza Sagrada o Lanza de Longinos, conservada en la catedral de Nuremberg –con dudas acerca de su autenticidad, debido a un estudio que la data en el s.IV, a excepción del clavo, que está datado en la época de la crucifixión-; el Cáliz o Santo Grial, que tanto Génova, como Valencia y León afirman custodiar; la corona de espinas (actualmente custodiada en Notre-Dame -sin espinas, ya que estas han sido distribuidas por toda la cristiandad-), los clavos de la cruz, la esponja, y, por supuesto, la Santa (o Vera) Cruz. Más concretamente, los fragmentos que se creen pertenecientes a ella. De aquellos considerados auténticos, un tercio está en Italia (Roma, principalmente), pero también en España se conserva un buen número, destacando, por su tamaño (el mayor del mundo), el de Santo Toribio de Liébana.

La leyenda de la Vera Cruz (con este mismo nombre recogió Piero de la Francesca la historia en su obra más famosa) se inicia mucho antes de la llegada de Cristo, cuando Adán, enfermo, envía a su hijo Set a recoger el óleo milagroso que se le había prometido. Sin embargo, este no le fue entregado por el arcángel Miguel, que, en cambio, le entregó una semilla (otras versiones hablan de una ramita), para que la plantara en la boca de su padre. Del árbol nacido quiso construir Salomón las columnas de su Templo, pero, sin embargo, las maderas no tenían el tamaño adecuado, por lo que acabaron convertidas en un puente, sobre el que debía cruzar la reina de Saba cuando fue a visitar al monarca. La reina, al llegar a la altura del mismo, se postró, pues tuvo una visión: ese madero sería el culpable de la desaparición del reino de los judíos. Salomón intentó ocultar el madero, pero fue descubierto y se empleó para la construcción de la Cruz con la que se crucificó a Cristo. Trescientos años después Constantino tuvo un sueño en el que se le aparecía una cruz con la que obtendría una importante victoria, por lo que lo convirtió en su símbolo. Efectivamente, con el signo de la cruz consiguió vencer en la batalla contra los bárbaros y expulsarlos de la frontera del Imperio. El emperador decidió convertirse al cristianismo y su madre, santa Elena, inició la búsqueda de la cruz en Palestina, preguntando entre los judíos y llegando a torturar a Judas, que conocía el emplazamiento. Tras las revelaciones, se destruyó el templo y aparecieron tres cruces. Para saber cuál era la de Cristo, Macario, entonces Obispo de Jerusalén, hizo colocar el cadáver de un hombre sobre cada una de las tres cruces, resucitando el muerto al contacto con la tercera, que fue dividida en tres trozos, para su salvaguarda y adoración. Tras numerosas vicisitudes, los fragmentos fueron encontrando su lugar definitivo, en donde hoy se veneran.

(*) Fuente: I. Cofiño, «La devoción a los santos y sus reliquias en la iglesia postridentina: el traslado de la reliquia de San Julián a Burgos».

Algunos de los Lignum Crucis en España

Lignum Crucis de Santo Toribio de Liébana

El mayor fragmento de la cruz de Jesucristo que se conserva en el mundo. Su llegada al monasterio se atribuye a Santo Toribio, que era guardián de las reliquias en Jerusalén. En 1958 se analizó la madera, y se concluyó que se trataba de un ciprés «sempervivens L», abundante en Palestina, con una edad que puede ser superior a los dos mil años. El monasterio tiene concedido por este motivo el jubileo a perpetuidad, honor que comparte con Jerusalén, Roma, Santiago, Caravaca de la Cruz, Urda y Valencia, los siete lugares santos de la cristiandad.

Cruz de Caravaca

Según la leyenda, fue milagrosamente llevada al castillo (hoy santuario) de Caravaca por dos ángeles en 1232, para que el sacerdote Ginés Pérez pudiera oficiar misa, obrando la conversión de Abu-Ceyt al cristianismo.

Vera Cruz de Caspe

Uno de los fragmentos más grandes del mundo, sólo por detrás de los de París y Santo Toribio.

‘Lignum Crucis’ de Constantino

La catedral de Sevilla alberga varios Lignum Crucis, siendo el más importante el así conocido por tratarse, según cuenta la historia, del que regaló a Constantino su madre, y que llevó colgado al cuello. También en Sevilla, en Semana Santa saldrá en procesión La Hermandad de la Vera-Cruz (que posee dos), portando la preciada reliquia.