La víspera de Todos los Santos de 1517 la capital del pequeño condado de Sajonia-Wittenberg, en la actual Alemania, asistía a un hecho que quedaría marcado en rojo en la historia de la humanidad. Dispuesto frente a la Schlosskirche, oiglesia del Palacio, un monje de treinta y cuatro años aguardaba el momento oportuno para exponer a la vista de todos un documento redactado en latín en el que atacaba las indulgencias eclesiásticas. Su nombre era Martín Lutero, y las llamadas «95 tesis de Wittenberg» esbozaban lo que sería su doctrina sobre la salvación solo por la fe que darían la vuelta al mundo. Años después de este episodio —para algunos legendario—, Lutero se negó a retractarse ante el emperador Carlos V, por entonces emblema de la ortodoxia católica, lo que supuso su proscripción política del Imperio. La oposición a Roma y sus símbolos se haría evidente en numerosos lugares entre 1521 y 1525, y pese a la negativa del religioso alemán, las revueltas comenzaron a sucederse. El punto de inflexión lo supuso la ruptura con los humanistas —Erasmo de Rotterdam a la cabeza— y el contagio de las ideas luteranas en otros pensadores como Ulrico Zwinglio, Martín Bucero, y muy especialmente Juan Calvino, quien se convirtió al protestantismo en la universidad de la Sorbona de París, con apenas veinte años. Los intentos por parte del emperador de llegar a un entendimiento en la Dieta de Augsburgo (1530) fracasaron estrepitosamente, dando lugar al enfrentamiento armado.
Lecturas prohibidas en Santiponce
Sin solución de continuidad, las ideas de Lutero calaron en numerosos rincones del paisaje europeo, y en el caso de España uno de sus focos principales estuvo en la ciudad de Sevilla, destacando el localizado en el municipio de Santiponce, antaño cuna de emperadores romanos, donde los duques de Medina Sidonia impulsaron la creación del monasterio de San Isidoro del Campo. Hasta allí arribaron los libros prohibidos de Lutero, así como los de Erasmo y Calvino, ocultos en el fondo de unos odres de vino y transportados por Julián Hernández, arriero vallisoletano al que apodaban Julianillo por su escasa estatura causada por una joroba —no hemos de olvidar que, junto a Sevilla, Valladolid fue el otro punto caliente del protestantismo español—. Este sorprendente hecho —todavía hoy cuesta imaginar a toda una comunidad de religiosos leyendo a escondidas las nuevas proclamas— llegó a oídos del Tribunal del Santo Oficio, cuyas figuras principales comenzaron su lento acecho a los herejes a partir de 1557. Y aunque un puñado de monjes tuvo el arrojo suficiente para escapar a Centroeuropa, otros no corrieron la misma suerte, siendo capturados por los alguaciles de la Cruz Verde e internados en el trianero castillo de San Jorge antes de ser juzgados y condenados a la hoguera.
Un brillante estudio documental
La periodista y escritora Eva Díaz Pérez, considerada una de las grandes voces del panorama literario actual, recoge estos inefables episodios en su novela Memoria de cenizas,publicadaoriginalmente por la Fundación Lara en 2005, y felizmente recuperada este año gracias a la editorial El Paseo. Un trabajo donde se da cuenta de acontecimientos prácticamente desconocidos por los españoles, a los que se suma una aproximación al contexto histórico, social y cultural en que se desarrollaron, la cual está sustentada en un brillante estudio documental que nos permite etiquetar la obra mas que como novela histórica como historia novelada, y donde la ficción se reduce a los colores aplicados por la autora a las crónicas en blanco y negro que a su vez beben de la realidad. Esto nos permite, por ejemplo, asistir a las reuniones clandestinas de los erasmistas, al proceso inquisitorial contra los condenados y su posterior ejecución en el quemadero, al tiempo que nos sumergimos en los usos y costumbres de la Sevilla del seiscientos, ejercicio donde Díaz Pérez despliega una prosa cuidada y cuasi musical que invita al recogimiento y la reflexión, pero también al asombro, y que se completa con una mirada antropológica en la que no faltan alusiones al comercio, la gastronomía o el folclore. Precisamente es en este punto donde el trabajo alcanza su punto álgido, pues, haciendo gala de un gran gusto por la pragmatografía y la eficción, la autora galardonada con el Premio Andalucía de la crítica da a luz escenas vívidas como la de la celebración del Corpus Christi, donde damas y señores conviven junto a artesanos o mujeres de mala vida en un espectáculo sensorial inigualable, pero también de la riada que asoló la ciudad en fechas posteriores, arrojando numerosas víctimas y evidenciando su fragilidad.
La Biblia del Oso
Este hecho sirve a su vez como proemio a los momentos más intensos de la obra; desde el interrogatorio a Francisco de Zafra, representante eclesiástico y miembro encubierto de la iglesia reformista, a las dudas de Garci Arias, prior de San Isidoro, pasando por el apresamiento del canónigo magistral Constantino Ponce de la Fuente. Todos ellos personajes poliédricos que sufrieron en sus propias carnes aquella espiral de violencia e intolerancia y que orbitan alrededor de los grandes protagonistas del relato. Estos son, por méritos propios, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, dos de los monjes jerónimos que lograron huir de las garras de la Inquisición y que, pasados los años y con no poco esfuerzo, se convirtieron en los primeros traductores de la Biblia al castellano. Un valioso volumen publicado en Basilea en 1569 y conocido popularmente como la «Biblia del Oso» —por la imagen que de este animal se incluía en su portada— que fue firmado por Reina y revisado, tres décadas después, por Valera. Por cierto que este 2020 se cumple el quinto centenario del nacimiento del primero. Esta es la hermosa meta de Memoria de cenizas, libro de regusto clásico y estilo depurado que remite a grandes nombres de nuestra literatura —resulta imposible no pensar en El hereje de Miguel Delibes—, pero también de las letras internacionales, como Umberto Eco o Philip Vanderberg, y que viene rematado con un completo glosario de personajes, una necesaria cronología histórica y una utilísima bibliografía, a los que se añade el prólogo del académico barcelonés Félix de Azúa, cuya lucidez se resume en la siguiente frase: «Esta novela debería leerla todo el mundo».