En agosto de 2017 veía la luz Eso no estaba en mi libro de Historia del Arte, obra del profesor Manuel Jesús Roldán donde se desgranan anécdotas y curiosidades tanto de artistas conocidos por el gran público como de los que han sido silenciados con el paso de los siglos. Publicada por la editorial Almuzara, el objetivo de este trabajo era conectar con aquellos que se acercan por primera vez al arte, e incluso con los estudiantes de Bachillerato, comenzando por sus propios alumnos —Roldán es profesor de secundaria en el IES Albero de Alcalá de Guadaíra—. Y lo cierto es que la jugada le salió redonda, pues tres años después de su puesta de largo, el libro se sigue vendiendo como el primer día y ya alcanza varias ediciones.

Uno de sus apartados más interesantes es el referido a las mujeres artistas que han sido injustamente marginadas durante siglos, desde Sofonisba Anguissola, que fuese discípula del gran Miguel Ángel Buonarroti a Camille Claudel, amante de Auguste Rodin y autora de muchas de las esculturas atribuidas a este. Lista que ahora se amplía con un monográfico titulado Historia del arte con nombre de mujercon el que la editorial El Paseo ha apostado a lo grande por el divulgador sevillano. Y es que a sus 342 páginas cosidas y encuadernadas con gran mimo, hemos de sumar la calidad de su papel y la colección de ilustraciones a todo color que salpican el texto. Todo ello servido en un formato manejable con el que el lector tendrá la oportunidad de viajar hasta la Prehistoria para conocer las primeras creaciones artísticas de la humanidad, recorrer la Edad Media a través de los códices iluminados, sumergirse en la suntuosidad del Barroco o visitar los mejores museos del mundo, siempre desde la perspectiva de las creadoras.

De la Prehistoria al siglo XX

Ya desde la propia introducción, el libro, que acaba de llegar a las librerías de toda España, deja a las claras que la presencia de la mujer en la génesis del arte es notoria desde el Paleolítico. No en vano, el arqueólogo estadounidense Dan Snow señala la presencia de manos femeninas en numerosas pinturas rupestres de España y Francia. Lo mismo ocurre en la Edad Antigua, donde el cronista latino Plinio el Viejo cita en su Historia Natural a Timarete, la considerada pintora griega más antigua de nombre conocido; o en el Medievo, donde Hildegarda de Bingen se eleva como uno de los grandes referentes de la erudición en una época en la que las monjas se autorretrataban en los evangeliarios. Precisamente en esos tiempos, mal llamados oscuros, surge Ende, la primera pintora española de la que tenemos noticia, la cual participó en la ilustración del Beato de Gerona (finales del siglo X) sentada en el scriptorium de un convento zamorano. Siglos después, otra religiosa de Alsacia, de nombre Herrada de Landsberg, se convertiría en una de las artífices del Hortus Deliciarum, compendio ilustrado de todas las ciencias de la época, que puede considerarse una evolución de las Etimologías de San Isidoro, pero repleta de imágenes y destinada a las monjas. Según Roldán, una de sus ilustraciones, dedicada al infierno, era de tal impacto que pudo inspirar a Dante Alighieri para La Divina Comedia.

El original trabajo, que aspira a convertirse en un manual para conocer a las principales artistas femeninas de la historia —ciento veinticinco en total—, también se detiene en la Inglaterra del XVI, donde el lector conocerá a Levina Teerlinc, retratista nacida en Brujas cuyas miniaturas cautivaron al mismísimo Enrique VIII; y por supuesto en la España de Felipe II, donde la mencionada Anguissola se convirtió en maestra de pintura de la reina Isabel de Valois. Años más tarde, otra belga, Clara Peeters, se convertiría en una de las maestras indiscutibles del bodegón, siendo durante años la única mujer artista colgada en las paredes del Museo del Prado. Su obra, exquisita, no debió causar tanta impresión como la de Michaelina Woutiers, quien se atrevió a realizar desnudos masculinos en pleno siglo XVII, pero la superó en fama durante algunas centurias. Aunque, para olvido, el que hubieron de sufrir las creadoras orientales y africanas, sobresaliendo la japonesa Kiyohara Yukinobu, quien, como señala el autor de La Historia de Sevilla en 80 objetos, destacó «en tiempos de Bernini, de Velázquez y de Luisa Roldán». De esta figura el libro rescata Vuelo celeste, interesante pintura expuesta en el Minneápolis Institute of Art.

Ni razas, ni lenguas, ni apellidos

Como es de suponer, la mayor parte del volumen está dedicado a los siglos XIX y XX, aunque no falta el correspondiente capítulo sobre las virtuosas del setecientos. De Anna Dorothea Therbusch, nacida en Prusia en 1721, se llegó a decir que «era demasiado buena para ser mujer», y lo que es peor, actualmente el 85% de sus creaciones están ocultas en almacenes de Berlín, Stuttgart o Múnich. Igualmente es injusto el trato dispensado a las académicas suecas, como Ulrika Fredrica Pasch —la mayor parte de su obra puede disfrutarse en Finlandia—, y también a las francesas, entre las que destaca Labille-Guiard, pintora oficial de las tías solteras de Luis XVI (¡menudo título!). Y es que en el país vecino ni siquiera se acuerdan de Marie-Guillemine Benoist, y eso que recibió encargos del mismísimo Napoleón.

Tristemente, el ostracismo al que fueron sometidas las creadoras no entiende de razas ni de lenguas, y en el caso de España, tampoco de apellidos. Exceptuando a Luisa Roldán, hija del insigne escultor barroco, no hay una sola descendiente de artista de prestigio que haya sobrevivido al tiempo. Sirva como ejemplo Elena Sorolla, quien pese a nacer en el hogar del genio valenciano, recibir clases de escultura de Mariano Benlliure y exponer tanto en España como en el extranjero, hoy nadie la recuerda. Como tampoco se cita a Remedios Varo, alumna de Romero de Torres cuyo surrealismo bebía de El Bosco o Brueghel, y que llegaría a codearse con Federico García Lorca y Salvador Dalí en la Residencia de Estudiantes. El caso de Weiss Zorrilla, alumna de Goya, es especialmente doloroso. Ni siquiera su ingreso en la Real Academia de San Fernando en 1821, el haber enseñado a dibujar a la futura Isabel II, o sus memorables retratos de ilustres románticos como Larra o Espronceda, evitó que fuese arrinconada por sus coetáneos masculinos.

Fuera de nuestras fronteras, Mary Cassatt jamás es citada junto a los grandes impresionistas, Beaury-Saurel no es conocida ni tan siquiera por su activismo, y Marie Spartali Stillman, aunque cercana al movimiento Prerrafaelita, se haya eclipsada por los Rossetti, Millais y Hunt (mundialmente conocidos). Menos mal que a Louise Bourgeois (1911-2010) le dio por alumbrar su araña gigante para el Guggenheim; de este modo su nombre figura con letras de oro en la historia del museo bilbaíno... y en el corazón de quienes lo visitamos.