Nada es lo que parece: El perfil vital de Alfred Hitchcock
Todos los genios necesitan que el mundo gire en una determinada dirección para que su vida sea extraordinaria. Alfred Hitchcock no fue una excepción. Llena de matices diabólicos y divinos, la personalidad del cineasta ha hecho que cientos de seudoestudios biográficos sobre su vida y obras pululen hoy por las bibliotecas y la red, buscando desentrañar las verdaderas razones que le llevaron a convertirse en un genio
Primera parte: De Londres a Hollywood (1899-1939)
Si Alfred Hitchcock (1899-1980) levantara la cabeza, diría que por fin se ha hecho justicia. Por primera vez en cincuenta años, «Ciudadano Kane» (1941) ha dejado de ostentar el cetro de la mejor película de la historia para cederle el puesto a «Vértigo» (1958), que rodó este director de origen inglés, obeso, acomplejado y obsesionado con las rubias, pero que fue capaz en esta película, de hacer una maravillosa y triste reflexión sobre el amor y sobre los velos que manipulan las pasiones sexuales.
Las películas de Hitchcock no envejecen, o al menos lo hace mucho mejor que sus inmediatas competidoras. Probablemente porque bajo la mirada caleidoscópica del suspense, el director escondía sus propias obsesiones, las que le acompañaron desde que era un niño de clase media del actual East End de Londres. La culpa, la manipulación, el sexo e incluso el sadomasoquismo estuvieron presentes en su mente y en su vida desde su más precoz infancia. Y esas obsesiones han sido una de las razones por las que su personalidad, casi tanto como su cine, sigue fascinando y atrayendo como una puerta cerrada tras la que intuimos se esconde un macabro secreto.
El autoritarismo y la rigidez moral presidieron la educación del joven Hitchcock. / El Correo
El imaginario colectivo se ha basado sobre todo en el sorprendente libro «El Cine según Hitchcock» (1966), en el que el cineasta francés François Truffaut recoge una profunda y larga entrevista donde Hitchcock descorre los velos de sus más ocultas pasiones y de las razones y sinrazones que le llevaron a construir su propia leyenda.
La capital inglesa despertó en el Alfred niño una atracción morbosa, como patria de personajes como Jack el Destripador o el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Sus padres, William y Ellen, ya tenían otros dos hijos y un negocio de alimentación cuando en 1899 nació Alfred. Un tradicional hogar inglés sin grandes lujos pero sin excesivos apuros económicos.
Mucho se ha escrito sobre el peso de los años infantiles y adolescentes en la definitiva eclosión de la personalidad enrevesada y obsesiva de Hitchcock. Entre otras cosas, porque él mismo se dedicó a forjar su fama a través de la narración de anécdotas sobre su vida, acrecentadas por su enfermiza imaginación. Nadie sabe a ciencia cierta hasta qué punto muchas de esas anécdotas son reales, pero lo cierto es que pocos personajes cuentan con un bagaje de fábulas, atribuciones y leyendas como Hitchcock.
En cualquier caso, existe cierta unanimidad entre sus biógrafos al afirmar que la figura de su padre, muerto cuando tenía 15 años, intervino de una forma muy especial en la formación del carácter y la personalidad del cineasta, al igual que su educación católica. Así, el autoritarismo y la rigidez moral presidieron la educación del joven Hitchcock, y de aquí pudo surgir el interés del director por el tema de la culpa, omnipresente en todos sus filmes y esquema común de la trama profunda de sus historias como una alegoría sobre el pecado y la redención.
Hitchcock en una imagen de juventud. / El Correo
En sus años adolescentes como estudiante del colegio jesuita de San Ignacio, donde siempre alcanzó excelentes calificaciones, se destapa uno de los elementos más acusados de su personalidad: su vertiente bromista y trasgresora. También esta vertiente, por un lado irónica e infractora de la ley y hasta gamberra, aparecería luego como uno de los rasgos típicos de su filmografía. Se trataba de una manera lúdica e indirecta de superar el complejo de culpa, siempre inconscientemente al acecho.
Con dieciséis años, Hitchcock era ya un joven con una incipiente obesidad –que le libró de participar en la Gran Guerra-, y un ávido interés por el cine. De momento, su obsesión por la cinematografía se limitaba a leer revistas y ver todas las películas que se estrenaban. El cine mudo le produjo una auténtica revelación. De hecho, como él mismo contaba, fueron las adaptaciones cinematográficas de la obra de Poe, uno de los creadores de la literatura de suspense, y poseedor de una personalidad tan complicada y obsesiva como la del propio Hitchcock, las que definitivamente le empujaron a dedicarse al cine.
En 1920 aquel joven amante del cine, leyó un anuncio en el que se decía que la famosa compañía cinematográfica estadounidense Players-Lasky iba a instalarse en Londres. Hitchcock se presentó en sus oficinas cargado con bocetos de decorados para películas que él mismo había diseñado, y lo contrataron inmediatamente. Comenzó así una carrera meteórica como chico para todo, donde su facilidad para el dibujo y la escritura le llevó de rotulista a escenógrafo, de guionista a ayudante de rodaje. En los estudios tuvo lugar uno de los encuentros cruciales para su vida y su carrera. Una joven excesivamente delgada y menuda llamada Alma Reville se convertiría, tres años después en su esposa y la madre de su única hija, formando con Hitchcock hasta su muerte un tándem artístico y humano lleno de luces y sombras. Alma se convirtió en el alter ego de su marido. Daba el aprobado final a los actores, a los guiones, asesoraba sobre escritores y finalizaba las películas en su casa, dándole vueltas a todas las posibilidades. Una relación de tormentosa calma, de clara dependencia y de intereses creados más que de amor, pero cuyo apoyo fue vital para que Hitchcock pudiera desplegar todo su genio artístico.
El cine mudo produjo en el realizador una auténtica revelación. / El Correo
Cuando en 1929 Hitchcock estrenó «Blackmail», su primera película sonora, era uno de los directores ingleses más reconocidos, con una intensa vida social y una incipiente fortuna. Era cuestión de tiempo que su enorme corpulencia se hiciera un sitio en el lugar donde se harían realidad en forma de fotogramas, sus pasiones ocultas.
En 1939, en vísperas de la II Guerra Mundial, Hitchcock desembarcaba en Nueva York junto a su mujer, su hija y su secretaria personal. Comenzaba una etapa de su vida –prolongada hasta su muerte-, marcada por ser, a partes iguales, el director mimado de Hollywood y el enfant terrible lleno de talento y de obsesiones; un manipulador de actrices escondido bajo una flema inglesa que nunca le abandonó.