Soy una de las pocas escritoras que conozco (tampoco es que haya escrito mucho, una novela, nada más, pero me gusta llamarme escritora, aunque sólo sea para darme ánimos) que son incapaces de recordar citas. Absolutamente incapaz. Si vas a una conferencia de un escritor lo escucharás citando a diversos autores: que si fulanito dijo esto y citranito lo otro... Personalmente soy incapaz de recordar lo que dije el día antes, como para recordar lo que dijo otra persona hace más o menos tiempo... Sin embargo hay dos citas muy diferentes que siempre tengo en mente. La primera de ellas la leí en un libro de Neus Arqués titulado «Marketing para escritores» (a mí me encantaría que la gente me conozca y vender libros, ya ves) y es de John Steinbeck. El escritor estadounidense decía que «los escritores están en un nivel ligeramente inferior al de los payasos y ligeramente superior al de las focas amaestradas».

La otra cita que me acompaña es de una pintora: Maruja Mallo. La leí en Las Sinsombrero, este libro de Tania Balló, habla sobre varias mujeres artistas de la generación del veintisiete: Concha Méndez, Ernestina de Champourcin, Maruja Mallo... La frase de marras se la ofrece a Tania el sobrino de Maruja Mallo, Antonio Gómez Mallo, y dice «Todos los días de mi vida han tenido un pedazo de felicidad». En esta lucha constante que nos marcamos en busca de la felicidad y que resulta, a veces, tan ardua, saber distinguir un fragmento en los días por los que transitamos, me parece un ejemplo de inteligencia (emocional) impresionante. Detenernos y preguntarnos ¿qué cosas buenas nos han pasado?, porque seguro que algo ha habido. Esa capacidad de buscar la auténtica felicidad no debería ser ajena a nadie. Puede disminuir (o desaparecer) en un momento determinado: cuando perdemos a alguien, sufrimos una depresión u otra enfermedad..., pero debería retornar cuando regresamos a lo ordinario (dicho sea en el mejor sentido).

Partiendo de esta frase os daréis cuenta de que Maruja era una mujer optimista, pero no sólo eso, sino que ha sido una de las pintoras más importantes del siglo XX, una personalidad fuerte, interesante y surrealista.

Maruja, que en realidad se llamaba Ana María, era una de las hijas mayores de don Justo Gómez Mallo (eran 14 en total), un agente de aduanas de tendencia liberal que trató de educar a sus vástagos en un régimen lo más igualitario posible. En el año 1922 recalaron en Madrid, para que sus dos hijos mayores: Cristino (se dedicará a la escultura) y Ana María pudieran matricularse en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Los dos superaron la prueba, Maruja fue la única mujer que lo consiguió ese año. En la Escuela de arte no había muchas mujeres, pero las que estaban hicieron buenas migas: Francis Bartolozzi, Delhy Tejero, Remedios Varo... Es allí donde conoce a Salvador Dalí y traban amistad. Él la pone contacto con algunos miembros de la Residencia de Estudiantes: Federico García Lorca, Buñuel, Rafael Alberti, entre otros.

Con Alberti viviría una relación amorosa con muchos altibajos desde 1925 hasta 1930. En el libro de Balló se habla de la relación que existe entre la obra de ambos durante esos años. Cuando rompieron de forma definitiva, porque Rafael había conocido a María Teresa de León, ambos se vetaron en sus vidas. Ni Rafael volvió a mencionar a Maruja y para la familia de ella el gaditano era un tabú al que no se podía hacer referencia. De hecho, menciona Tania Belló, que en la primera edición de la autobiografía de Rafael Alberti no hace ninguna mención a Maruja, como si nunca hubiera existido. No es sino hasta que escribe un artículo titulado «Las hojas que faltan», en 1985, cuando la menciona y reconoce su encanto y su talento.

Y es que Maruja tenía encanto y unas ganas de vivir de las que son dignas de admiración. Con toda la troupe de amigos, sus hermanos y la escritora Concha Méndez, se dedicaban a recorrer la noche madrileña, todos sus barrios y a divertirse de la mejor forma posible. Resultado de esas correrías son obras como «Verbena» un cuadro colorido plagado de figuras y hermoso que contagia frescura y vitalidad y que podéis visitar en el Museo Reina Sofía.

En el año 1928, Maruja realizó su primera exposición individual en las salas de la Revista de Occidente invitada por Ortega y Gasset, su éxito fue fulminante y posiblemente fue de las pocas pintoras que fueron reconocidas de igual a igual con los varones de la época. Entre sus admiradores Federico García Lorca y Ramón Gómez de la Serna. En 1930, Maruja viajó a París con una beca para estudiar escenografía. Allí logró organizar una exposición individual que tuvo muchísimo éxito. Regresa a España y adopta una imagen que llama la atención de todo el que la rodea.

A mediados de los treinta abandona el surrealismo y pasa a pintar elementos en los que predominan los paisajes y habitantes del campo. Se la relaciona entonces con la Escuela de Vallecas. Durante la República imparte clases como profesora de dibujo en el instituto de Arévalo, donde pasó un par de años dando bastante que hablar, para regresar nuevamente a Madrid.

Inicia entonces una relación sentimental y de colaboración artística con Miguel Hernández. Con él viajó por España y según ella misma relataba, fueron los precursores del autostop. El poeta le dedicó una de sus obras más conocidas, El rayo que no cesa. Su relación amorosa terminó sin sobresaltos.

El compromiso social de Maruja va en aumento y cuando estalla la guerra civil está unida a un conocido sindicalista. Huye a Vigo donde se esconde varios meses. Desde allí cuenta para La Vanguardia, los fusilamientos y horrores que está viviendo la población. Finalmente recibe una invitación urgente para viajar a Argentina, hacía donde llegó a través de Portugal, protegida por Gabriela Mistral que le consigue la documentación necesaria para que embarque hacía Argentina. Allí vivirá varios años, también en Montevideo y Nueva York.

En 1965 regresa a España. Nadie se acordaba de ella. El peso del franquismo durante veinticinco años había sido más que suficiente para eliminarla de la memoria del público y críticos. Sin amigos, sólo su familia le ofrecía un refugio sentimental. No es sino hasta la democracia cuando se retoma su obra y artistas, como Almodóvar o Madonna, la reivindican y adquieren obras suyas. Maruja se maquilla en exceso, se convierte en una anciana extravagante, lo que tampoco es de extrañar, pues su imagen había sido siempre muy potente.

Reconozco que hay una cosa que me fastidia cuando veo cantidad de chicas con una camiseta de Frida Khalo a modo de reivindicación del feminismo y es que da la sensación de que no tienen ni idea de quien fue Maruja Mallo que desde mi punto de vista fue una persona mucho más vitalista, feminista y arrobada, que la pintora mexicana. Si tengo que buscarme una camiseta lo tengo claro, prefiero cien veces a Maruja Mallo en cualquiera de sus versiones.