El hombre se detiene a una distancia prudente. Gracias, agente; no era necesaria la invitación. No me llame agente; no estoy de servicio y mi nombre es Jacinta. El hombre se encuentra rodeado por un aroma intenso que recuerda a las iglesias, al incienso, aunque no es un olor tan empalagoso. El galán huele raro, piensa Jacinta. La policía trata de disimular las ganas que tiene de ligar con el hombre de la chaqueta azul. Un desconocido en un pueblo como el suyo es una pieza muy valiosa. Todo el mundo estará enterado de la hazaña la mañana siguiente y el olfato le dice que en una semana todas teñidas de rubia. Me llamo Álex; encantado. Alarga el brazo para que Jacinta vea su mano abierta, ese trocito de piel que si toca le volverá completamente loca. Siempre ocurre y en este pueblo mugriento es cosa segura, piensa. Estrechan las manos y él, con un movimiento tranquilo, elegante y varonil, se acerca para besar en la mejilla a Jacinta. Ella sabe que está a punto de tener la aventura de su vida; él sabe que puede ser divertido dormir con una paleta y perdonarle la vida sin que lo sepa. Tras el segundo beso, justo antes de retirarse, Álex dice que está realmente encantado. Confiesa que es la primera vez que pisa el pueblo y que le vendría de maravilla conocer algún lugar en el que se pueda tomar una copa tranquilamente. Jacinta no se piensa la contestación. Vivo a cinco minutos de aquí. Tengo que tomar un baño y en una hora seré todo tuya, Álex. Además, tengo un par de botellas de vino que seguro que te gustan. ¿Me acompañas? El hombre asiente y hace un gesto que indica a la policía que puede empezar a caminar y que él le seguirá. Piensa en si la casa de esa paleta tendrá corral y si el baño estará allí. Jacinta piensa en el olor a casi incienso. Le recuerda a algo y no termina de saber a qué.
Día uno de dos. 20.00 horas.
No han pasado ni quince minutos desde que se han conocido y Jacinta se ha liado la manta a la cabeza; así se refiere la mujer a echar una cana al aire sin pensarlo dos veces. Ya es suya y como es rubia todo está bien. No le desagrada. Apenas han hablado y eso es de agradecer. En la cama se entrega aunque nada de numeritos ni de innovaciones. Mucha chaqueta azul, mucha tontería con los besitos y los murmullos y luego resulta que es más de lo mismo. Pero es forastero y yo rubia, piensa.
La decoración de la casa es tan paleta como el pueblo y los pueblerinos que van de un sitio a otro arrastrando olor a ajo y remolacha. Tiene la sensación de estar entre un ejército de muertos de hambre que quieren ganarle unos céntimos más al kilo de judías verdes y poco más. Ella ya está en el baño. Aprovecha para fijarse en el puzzle que está colgado sobre la cómoda que se encuentra a los pies de la cama. Es la reproducción de una Virgen vestida con un manto imposible que llora lágrimas que son perlas. Alguien tuvo la feliz idea de cortar la fotografía en cuatro o cinco mil trocitos y Jacinta debió dedicar un buen número de horas a colocar cada una en su sitio. La Virgen le mira fijamente. Por un instante cree que le sonríe. Se levanta y da cuatro pasos hasta la puerta del baño. Da unos golpes con los nudillos. ¿Puedo pasar? Jacinta abre la puerta. No intenta cubrirse con la toalla. Al contrario, la deja caer. Él, por primera vez, se fija en ella. Espalda ancha, pechos abundantes, caderas proporcionadas y una mancha entre las piernas que delata a Jacinta. En cualquier otra ocasión hubiera retrocedido y se hubiera marchado de allí. No comprende por qué razón vuelve a besar a la policía. Me encantan las rubias, dice. Jacinta se deja llevar y piensa en el olor a casi incienso y en el gusto por las rubias del galán. Huele a muerte, un poco a muerte ya lo creo que huele. Rubias. Muerte. Pero se abandona a las caricias porque le parece un disparate cualquier teoría que pueda crecer gracias a semejante reflexión. Prefiere dejar las obsesiones para mejor momento.