Solo Douglas Sirk y el cielo lo sabían
El realizador alemán Douglas Sirk fue capaz de captar y de retratar con visión crítica las características de la burguesía norteamericana de los 50. Así lo hizo entre otras en «Solo el cielo lo sabe», una de sus grandes películas. Podemos apreciar su legado en obras contemporáneas como «Las Horas», «Lejos del cielo», «Revolutionary Road» o «Mad men» ya sea por la aproximación al tema de la frustrante situación del ama de casa en la postguerra o por el tratamiento estético
En «Sólo el cielo lo sabe» («All that heaven allows», 1955), una viuda de mediana edad de un barrio residencial norteamericano (Jane Wyman), se ve presionada para asumir una vida solitaria y convencional porque sus hijos y su entorno no toleran que se haya enamorado de un jardinero más joven que ella (Rock Hudson). Por su parte, él es afín a los postulados de Thoreau sobre la conveniencia de una existencia sencilla y en contacto con la naturaleza y trata de animarle a casarse con él y vivir lejos de la ciudad. La protagonista se debate angustiada entre las voluntades de unos y otros sin saber qué hacer, porque no le han educado para adoptar decisiones en las que pueda tener en cuenta sus propias necesidades.
Desde la distancia de su Alemania natal, el realizador Douglas Sirk admiraba profundamente los Estados Unidos. No obstante, cuando se vio obligado a emigrar a dicho país huyendo de la persecución nazi dada su condición de judío, acabó llegando a la conclusión de que el sueño americano, sin ser una quimera, se había ido parcialmente resquebrajando. Le resultó duro empezar a trabajar casi de cero en su país de acogida cuando ya era un conocido director en Europa. Pero aunque durante una década sufrió humillaciones y reveses, gracias a su tenacidad teutona, salió por fin adelante en el estudio Universal, donde en los 50 dirigió una serie de glamurosos melodramas de éxito, entre los que destacan, además del mencionado, «Escrito sobre el viento» (1956), «Ángeles sin brillo» (1957), «Tiempo de amar, tiempo de morir» (1958) o «Imitación a la vida» (1959).
Precisamente en el momento más álgido de su carrera, empezaron a pesar más en el ánimo de Sirk los factores que le desagradaban de EE.UU frente a los elementos que consideraba positivos y decidió retornar al viejo continente. No quiso volver a Alemania porque pensaba que su nación sentía rencor contra los que la habían dejado atrás por causa del nazismo y se refugió en Suiza. Tal vez entre cumbres nevadas, plácidos lagos y relojes de cuco fuera más fácil olvidar la decepción y el desarraigo.
Pese a que en su momento muchos calificaron sus melodramas de elegantes soap opera, una mirada atenta nos desvela las corrientes subterráneas que discurrían bajo las historias de amor y lujo. Así, las tramas ocultaban una sutil pero áspera crítica a la burguesía norteamericana de la época. Con notable perspicacia, Sirk sacaba a relucir una escala de valores en que primaban la posición económica y el éxito mundano y un conformismo que nublaba la capacidad de autocrítica. Puso especialmente el dedo en la llaga exponiendo las rígidas convenciones sociales con las que se oprimía a los individuos pretendiendo controlar lo más convulso que hay, la vida. Y nos transmitió, mediante fotogramas de un technicolor tan exuberante que a veces recuerdan a cuadros de Delacroix, que la angustia que nos genera la existencia no desaparece por el hecho de gozar de una situación cómoda y ordenada en la que cada uno se limite a cumplir lo que los demás esperan de él.
Pudo contar con buenos colaboradores, especialmente con un director de fotografía tan dotado como Russell Metty. Por otra parte, si bien en Universal no disponía de los mejores actores, una cierta limitación interpretativa no le supuso un problema porque en el melodrama es habitual que los acontecimientos arrastren a personajes bastante unidimensionales. Por ello, resulta casi irrelevante que las estrellas fetiche de Sirk no se caracterizaran por sus matices. Las sonrisas profidentales del acartonado Rock Hudson y el semblante doliente de la repeinada Jane Wyman encajaban en el mundo Sirkiano tanto como las arrebatadas melodías, los elegantes decorados y los colores primarios. No sabemos cómo, pero este hábil prestidigitador logró que bajo el barniz de lo obvio apareciera una realidad más compleja, hasta el punto de que la crítica francesa le calificó de gran irónico, por la discrepancia entre lo que parecía contarnos y el subtexto de sus relatos.
Así, en «Sólo el cielo lo sabe», más allá de la romántica historia de amor en la que la pareja se enfrenta a difíciles obstáculos, el autor pone en evidencia cómo la estrecha mentalidad de los habitantes del barrio residencial acomodado en el que vive Jane Wyman puede condenar a la misma a la infelicidad. Su desanimado rostro reflejado en las superficies de espejos y de la pantalla del televisor, único compañero que se le permite tener, representan la frustración del ama de casa de los 50. Tras un modoso envoltorio de faldas acampanadas, labios perfectamente delineados y peinados lacados se agita un malestar alimentado de inquietudes y anhelos sin respuesta.
Este tema ha sido recientemente abordado en películas como «Las horas» (2002), «Lejos del cielo» (2002) o «Revolutionary Road» (2008). También en la extraordinaria serie de televisión «Mad men» (2007-2015), que recuerda especialmente a Sirk tanto por su impecable estética como por la angustiosa claustrofobia existencial que padece la mujer del protagonista, Betty Draper. ¡Cómo hubiera disfrutado el realizador alemán si hubiera vivido para ver cómo otros artistas compartieron su percepción sobre esa realidad que con tanta sagacidad logró retratar!