Tejiendo celuloide

El Hilo Invisible es posiblemente lo mejor que el cine norteamericano ha generado en 2017 y se lo ha puesto francamente difícil a cualquier otra película que llegue a nuestras pantallas en 2018. Con una dirección cuidadísima y un trabajo actoral de los que dejan huella se convierte en aquello a lo que cualquier gran proyecto cinematográfico aspira, una experiencia única y un clásico instantáneo.

24 feb 2018 / 08:47 h - Actualizado: 22 feb 2018 / 09:46 h.
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  • La sencillez de la escritura se eleva en esta película hasta cotas memorables a través de la puesta en escena. / El Correo
    La sencillez de la escritura se eleva en esta película hasta cotas memorables a través de la puesta en escena. / El Correo
  • Cartel de ‘El hilo invisible’. / El Correo
    Cartel de ‘El hilo invisible’. / El Correo

La oferta cinematográfica actual es tan amplia que es difícil no encontrar cada año una buena cosecha de películas. 2017 no fue una excepción con interesantes producciones norteamericanas como Jackie o sorprendentes films europeos como Crudo, incluso el cine más descaradamente comercial nos ha dejado productos mucho más que dignos (Logan, Déjame salir...). Lo que quizás uno no esperaba es que el año iba a cerrarse con un film como El Hilo Invisible, estrenado recientemente en nuestras pantallas, una cinta que se impone desde su primer visionado como contundente obra maestra, cine para la historia.

O quizás sí que podíamos esperarlo dado que tras ella esta Paul Thomas Anderson, quien ya había dejado petrificado a quien suscribe con su monumental Pozos de Ambición, una cinta con la que esta última comparte una puesta en escena y una mirada tras la cámara deslumbrante aunque de distinto propósito, resultando una película más íntima, hermosa visualmente y sutil en todos los estados de ánimo en que nos sumerge. También comparten ambas cintas actor protagonista, un Daniel Day Lewis (de quien se dice que es el mejor actor de su generación, pero que bien podría serlo de otras muchas) con un trabajo actoral comedido, pero de ecos profundos y que hace perturbadoramente cautivador un personaje nada agradable. Lo acompaña Vicky Krieps, una desconocida actriz capaz de aguantarle ritmo y replica de forma asombrosa para construir una de esas parejas inolvidables. La cantidad de matices que ambos consiguen desarrollar sin apenas palabras resuenan por toda la pantalla cada vez que comparten escena.

El Hilo Invisible, nominada a cinco Óscar de la Academia, parte de un guion sencillo del propio Anderson que narra la relación, con sus puntos altos y bajos, entre Reynolds Woodcock, un genio de la alta costura dedicado a vestir a grandes personalidades y con particularísimos y medidos hábitos personales, que se refugia en su profesión bajo la alargada sombra de una madre fallecida y junto a la constante vigilancia de Cyril (Lesley Manville), la hermana que prácticamente sustituye la presencia materna hasta la aparición de Alma, una joven camarera vital y avispada que se transformara en su modelo, su amante y cuidadora, invadiendo su particular mundo y transformándolo a medida que su relación camina por territorios emocionalmente violentos y perversos, aunque aparentemente necesarios para ambos. Si esta historia puede llegar a subyugarnos bajo la piel de sus enormes actores, es la mirada de Anderson la que consigue sumergirnos, con fascinación y conmoción a partes iguales, en el mundo de la peculiar pareja, a través de escenas de interior en las que el fastuoso escenario de la clásica alta costura ejerce toda su magia sobre el espectador como marco en el que las emociones se desarrollan, siempre suspendidas en una mueca, una mirada o una comedida palabra, entre muebles de diseño y elegantes trajes y vestidos que solo revisten de gala inquietantes mundos interiores.

Efectivamente la sencillez de la escritura se eleva en esta película hasta cotas memorables a través de la puesta en escena, de una precisión milimétrica y capaz de dotar de enormes resonancias emocionales cualquier instante (desde el íntimo momento del artista en su taller a una simple cena de espárragos), con un tempo y textura visual hipnóticos que se extiende a los más pequeños detalles (la colocación de un alfiler en primerísimo plano o el suave raspado de unos champiñones), para traspasar la pantalla con fuerza inaudita. Estamos sin duda ante una película de director, cosida por el propio Anderson con cuidada precisión en todas sus cualidades interpretativas, plásticas y también acústicas, con un sonido ambiente reforzado en instantes de especial tensión, amén de la elegante y omnipresente banda sonora de Jonny Greenwood, compañero de faena de Andersón desde la ya mencionada Pozos de Ambición, quien se aleja de las disonancias perturbadoras de aquella cinta para recrearse aquí en elegantes piezas de carácter impresionista.

Es de esta forma como un romance de época se transfigura en un film perturbador e impredecible, con multitud de capas, un relato sobre la creatividad y los diferentes estados en el que el artista se sumerge, sobre perfeccionismo, soledad y dependencia mutua, enormemente cambiante a medida que se desarrolla con suspense, en un pausado aunque constante crescendo, para transitar perversos espacios de amor enfermizo que nunca sabemos del todo hacia donde nos terminarán llevando.

En un mundo justo El hilo invisible debería llevarse cada estatuilla a la que opta, su maestría cinematográfica apabulla desde el instante primero, manteniéndose todo el metraje y ofreciendo una historia que esconde bajo aparente sencillez capas de profundidad poco habituales en el cine, para dejar claro, por si alguien no lo sabía, que Anderson es el mejor director norteamericano en lo que llevamos de siglo.