Un verano con Mónica: Encanto y repulsión

Un verano con Mónica es la película que dibujó la frontera de la madurez cinematográfica de Bergman. Sexo y violencia sin filtros, diálogos económicos e interpretaciones de un gran nivel, es lo que nos encontramos en esta cinta inolvidable.

13 ene 2016 / 13:36 h - Actualizado: 15 ene 2016 / 08:45 h.
"Cine - Aladar","Ingmar Bergman"
  • Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
    Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
  • Lars Ekborg y Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
    Lars Ekborg y Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
  • Lars Ekborg y Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
    Lars Ekborg y Harriet Andersson en una imagen de la película. / El Correo
  • Cartel de la película. / El Correo
    Cartel de la película. / El Correo

El cine nació instalado en una zona mágica. Y allí sigue. Un territorio que el espectador encuentra antes o después. Los caminos para cruzarse con el buen cine no son muchos. Y llegar a ese encuentro es lo mismo que encontrar su magia. Bergman es uno de esos caminos. Seguro aunque largo y costoso, lleno de dificultades. Ahora bien, a cambio de andarlo, cualquiera recibe la grandeza y una belleza profunda que marca para siempre; además de un criterio sólido propio.

Un verano con Mónica es una película magnífica. Marcó la entrada en la madurez creativa de Ingmar Bergman como cineasta. Más tarde llegaría su genialidad demoledora. Marcó un antes y un después en el cine del director sueco y en todo el cine europeo de vanguardia. Aún hoy, son muchos los directores que confiesan la veneración por este cine y su inclinación al homenaje o al guiño destinados a Bergman.

Un verano con Mónica es el brillo de la naturaleza, es el encanto de una mujer, la bondad de la juventud, la libertad absoluta ante la vida, un amor sin barreras (el amor no puede tenerlas); un camino que debe ser recorrido sin pensar en por qué hay que hacerlo, sin tener en cuenta dónde está el final. Pero, también, es la presión de una ciudad encerrada sobre sí misma y sus gentes, es el egoísmo; las cadenas que nos sujetan a todo lo que no deseamos, pero con lo que convivimos de principio a fin; la desintegración del amor (siempre frágil y al alcance de fantasmas, miserias o dolor); un camino corto y lleno de baches.

Después de ver la película, no sabemos si amamos u odiamos a Mónica; si nos agrada lo que nos han contado o lo detestamos. Mónica representa todo y a todos los jóvenes que han tenido que vivir experiencias no deseadas, a los jóvenes que fuimos.

Mónica es Harriet Andersson. Nunca estuvo tan bien delante de las cámaras. Bergman (que mantenía una relación con la actriz en el momento de rodar la película) hace esfuerzos para que veamos a la señora Andersson en plenitud. No sólo dirige su trabajo de forma magistral; busca con la cámara a la actriz para que, mientras se lava en un charco de agua marina, veamos a la diosa Venus; o mueve la cámara desde su rostro hasta los reflejos que deja el sol en el mar. Mónica, su personaje, se nos presenta creíble. Es tosca, encantadora, mal educada, insolente, cariñosa. Y crece en cada escena, en cada plano. Según va relacionándose con otros personajes evoluciona. Porque todo en esta cinta está diseñado para que ella brille. Incluido el personaje principal, Harry Lund (encarnado por un espléndido Lars Ekborg). Harry lo descubre con el tiempo y se resigna; el director y los espectadores lo saben desde el primer minuto. Harry se deja llevar, todos lo hacemos.

Sexo y violencia. Eso es lo que destaca durante todo el metraje. Sin filtros, sin buscar acomodos en el que el espectador se sienta a salvo. El amor, el sexo, la juventud, la violencia. Todo lo que acompaña la prisa de la juventud. Uno de los asuntos recurrentes en el cine de Bergman es el universo del matrimonio y la infidelidad. En la película toma relevancia a medida que avanza la trama. Para tratar estos asuntos se sirve de otro personaje (Lelle, interpretado por John Harrison) que representa esas dudas en las parejas, el peligro que acecha a cualquier matrimonio y que será vencido o despistado o vencedor.

La zona central de la película relata ese verano al que hace referencia el título. Aquí es donde Bergman deja que su fotógrafo dé una lección con un blanco y negro que es belleza inusitada o la posibilidad de un terror ante la realidad de los personajes, de angustia. La naturaleza pasa de ser recurso dramático a ser parte de la propia acción, funciona como un personaje más.

El guión de Bergman (adaptación de la novela de Per-Anders Fogelström que escribe el guión junto al director) es sencillo. Pero incluye diálogos breves, económicos y muy bien resueltos. Nada falta, nada sobra. Diálogos que dibujan con precisión a los personajes, que los diferencia entre sí con claridad y acierto.

Un verano con Mónica es una obra maestra. En el cine de Bergman todo funciona con solvencia, todo es magia, y todo es buen cine. Esta película se rodó en 1953 adelantándose a todos los que querían hacer buen cine, a todos los que decidieron recorrer un camino en el que importa el propio recorrido y no la línea de salida o de llegada. Esas líneas no son los objetivos, son los límites de algo mucho más importante. Tal y como les ocurre a Harry y Mónica. Tal y como se encuentra la magia del cine.