«Una boda sangrienta»: Ni una cosa ni la otra
Existen películas que, instaladas en el universo del terror, han sabido convertirse en una comedia maravillosa. No es fácil conjugar ambas cosas y el peligro es evidente, pero si se hacen bien los deberes el resultado gusta. ‘Una boda sangrienta’ no es un buen ejemplo
Peter Wellington intentó en «Una boda sangrienta» («Cottage Country», 2013) construir un producto que oscilase entre la carcajada y el terror. Pero Wellington consiguió una película que no oscilaba, ni se quedaba claramente en un lado o en el otro. Y una película en medio de ninguna parte es lo peor que pueda pasar. Nada lleva peor el espectador que no saber qué le cuentan, no entender nada de la propuesta.
Falla el guion y eso es fundamental. Salvo un par de escenas, absolutamente todo resulta anodino, forzado y algo estúpido. Un tipo, Todd, que parece locamente enamorado de su prometida, Cammie, quiere pasar un fin de semana en casa de sus padres. Está situada en un lugar idílico. Al llegar coinciden con el hermano de Todd que es alocado e impertinente. A partir de ese momento todo se descontrola y se enreda. Asesinatos, droga, más asesinatos y un desenlace previsible a más no poder.
El realizador introduce gore, todo tipo de guiños al cine de género que no funcionan, diálogos que quieren aparentar ironía siendo patochadas y situaciones imposibles que no sabemos a qué vienen.
Tyler Labine (Todd) encarna su papel con facilidad aunque el problema es que el personaje es superficial y simplón. A Malin Akerman (Cammie) le sucede exactamente lo mismo.
Se puede decir poco más de una película que no logra objetivos. Es verdad que una tarde de domingo la puedes ver sin que genere daños cerebrales irreversibles, pero más allá de un rato entretenido (a veces, algo pastoso) no se puede esperar mucho más de «Una boda sangrienta». Ni miedo, ni risas, ni nada.