Una caja de lápices Alpino

Un relato breve más que se suma a los que se han ido publicando en Aladar durante las últimas semanas.

24 may 2019 / 22:40 h - Actualizado: 24 may 2019 / 22:57 h.
"Literatura - Aladar"
  • Una caja de lápices Alpino

O me quieres o me mato, le dijo Isabel a Alfonso, poco antes de hacerle firmar el último papel de su proceso de divorcio-express. Alfonso prefería esta nueva modalidad porque era más cómoda y limpia que el resto. Al fin y al cabo, empezar una nueva relación que estaba ya de hecho en puertas no le resultaría difícil, si bien nunca pudo darse cuenta en serio como entonces de lo que suponía romper con su mujer de toda la vida.

Desde la muerte del hermano de Isabel, Alfonso la acompañaba a terapia. Al principio daba todo por verla hacer aquellas vasijas de artesanía. De algún modo, el tacto del barro y la velocidad del torno la reconciliaban con sus fantasmas y en concreto el de Jaime, su hermano, un auténtico caso de desgracia y mala suerte. Isabel recordaba cómo canciones de antaño que en otros provocaban euforia, a él le sumieron en la mayor de las depresiones, y así culminó todo.

La abogada de Isabel le tachaba además de frío y calculador. Alfonso lo achacaba todo a su pasado laboral que le fue muy fructífero en Alemania, cuando tras un duro paso por la Facultad de Ingeniería, se especializó en neumáticos de larga adherencia al asfalto. Y recordaba las palabras que pronunció en aquel vídeo familiar, similares a un anuncio que entonces ponían en la tele de BMW:

- Me gusta Isabel porque mide 1,70, ni demasiado alta ni demasiado baja, es rubia, pero no de bote, y cocina el pescado mejor que la carne, lo cual es beneficioso para la salud.

Isabel sentía lógicamente ser querida como una cosa más que como una persona, lo cual la enervaba, pero en aquellos días conservaba cierto sentido del humor, lo que le hizo grabarle una réplica en que borracha, se disfrazó de vendedora de lápices Alpino en caja de madera, sin que él le permitiese decir ni su nombre. Eran tiempos felices.

Luego vino el paro, esa realidad cercana que con la crisis económica se llevó tantas buenas intenciones. De ser un ama de casa más o menos despreocupada que iba al gimnasio por la mañana y se reunía con amigas por la tarde, Isabel tuvo que buscarse un mini-trabajo (eran demasiados años sin ejercer la limpieza por casas, pero no le salía nada de vendedora) en el que día a día se dejaba las rodillas en suelos no siempre relucientes, arreglaba armarios, hacía camas, lavaba, tendía... El problema es que con ese sueldo y ese trabajazo antes se vivía y ahora ni eso, pensaba.

La conciencia de Alfonso, por ello, estaba manchada por reproches y por más de una palabra malsonante que le taladraba el cerebro. Encontró no obstante y como decíamos a otra mujer, lo que hundió a Isabel en una profunda desesperación que le llevó a pronunciar las primeras palabras de este cuento. Fue entonces cuando a través de una película o novela, oyó aquella frase tan cargada de lugares comunes: la venganza es un plato que se sirve frío. No valía, como tantas veces le enseñó la vida actuar en caliente, así que con muchísimo esfuerzo y algo de cirugía, se convirtió en ella, Eva Lesmes, la otra. Sabía de al menos una carencia que la ejecutiva agresiva en cuestión, tenía. Era fiera, cerebral y poco dada a dejar rastro en otras personas sobre los múltiples escarceos amorosos que Alfonso, otro incauto más, no conocía. Trabajaba en una empresa financiera muy boyante en su día, una compañía que además se jactaba de utilizar tecnología punta relacionada con la realidad virtual y la robótica inteligente.

Fue entonces cuando Isabel echó el resto de su dulzura a la calle, y con un vestuario digno de Pippi Calzaslargas, se tiñó el pelo de rojo y se hizo dos coletas laterales, todo para entregarse a una empresa que leída hoy le resultaba fallida por más que la viviera en tiempos más o menos felices. Compró antes que nada la caja más cara de la tienda más exclusiva de lápices de color Alpino y como si fuese una estanquera que ofrecía habanos, desplegó sus encantos ante los hombres cuadriculados que por allí pasaban, repitiendo el mantra: VENDO LÁPICES, LÁPICES DE COLORES.

Nadie sabe si realmente Isabel pudo rehacer su vida, lo que está claro es que la Lesmes la miraba extrañamente celosa desde la ventana acristalada de la financiera, una ventana de oscura historia desde la que poco después y en esa misma undécima planta se tiró el director general por problemas que la policía decía, eran también conyugales.