En octubre de 2017, The New York Times sacaba a la luz un amplio reportaje sobre el poderoso productor de Hollywood Harvey Weinstein, donde se le mostraba como un depredador sexual sin escrúpulos. Dicho medio afirmaba que, en al menos ocho ocasiones —desde mediados de los noventa hasta 2015— dicho personaje había llegado a acuerdos extrajudiciales con sus víctimas (una secretaria, tres asistentes, actrices, modelos, etc.), algunas de las cuales mantuvieron su silencio a cambio de un buen puñado de dólares. Es el caso de Rose McGowan, intérprete conocida por películas como Scream o la serie de televisión Embrujadas, que recibió 100.000 en dólares en 1997, tras firmar un contrato de confidencialidad. Otras, en cambio, tuvieron la valentía de dar el paso; por ejemplo Ashley Judd (Heat, De-Lovely, Frida), quien revelóal diario neoyorquino cómo durante el rodaje de El coleccionista de amantes Weinstein la citó para una reunión de trabajo en un hotel de Beverly Hills y, entre charla y charla, le propuso darle un masaje en su habitación y observarle mientras se duchaba. En este caso, la intérprete consiguió escabullirse, pero otras no lo lograron. La última que le denunció en 2015 fue Ambra Battilana, modelo que fuese finalista de Miss Italia, y a partir de entonces el escándalo se extendió como la pólvora, llegando a su cénit dos años después, cuando dio lugar al movimiento #MeToo. Harvey Weinstein, quien en su faceta como productor alumbró éxitos como El paciente inglés, Shakespeare enamorado o El indomable Will Hunting, tras la impactante publicación del New York Times, remitió un comunicado en el que pedía perdón por su comportamiento y confesaba recibir terapia. Algo que no evitó que la Fiscalía investigase su caso a fondo —ya van más de 25 denuncias de mujeres—, y le enviase hasta el tribunal de Manhattan, donde se le juzga desde enero de este año.
Un proyecto de David Mamet
Con un material tan tremendo, no debería extrañarnos que las televisiones de medio mundo pronto comenzasen a emitir programas de debate, especiales sobre el productor e incluso documentales. Algo que no se le escapó a David Mamet, uno de los dramaturgos norteamericanos más influyentes de la actualidad. En medio del huracán Weinstein, el autor de Glengarry Glen Ross ideó un texto que recordaba la historia del productor sin necesidad de dar nombres y apellidos, y que, como es habitual en sus trabajos, movía a la reflexión. Así nació Bitter Wheat, obra que llegó a los escenarios del West End el pasado mes de junio, con John Malkovich a la cabeza. Un montaje que, todo hay que decirlo, no ha recibido críticas entusiastas en los tabloides londinenses, y mucho menos en los neoyorquinos. Y es que algunos acusan al guionista de haber hecho una farsa de la cultura del acoso sexual, aplicando poquísima sutileza. En este sentido, ni siquiera la estrella principal, Malkovich, escapa a las ‘puyas’ de medios como The Hollywood Reporter, que califican su trabajo de «tibio». De un modo u otro, este «Trigo amargo», estrenado hace seis meses en la capital del Támesis, no está resultando nada mal en taquilla, de ahí que la productora TALYCUAL, en coproducción con La Alegría, Pentación, La Claqueta y Kubelik se haya fijado en él para adaptarlo a nuestro idioma (el primero tras el inglés).
De Londres a Madrid
Bitter Wheat, aquí traducido como Trigo sucio, nos presentaal jefe (gordo) de un estudio cinematográfico que dedica su tiempo a seducir a artistas guapas, comprar a la prensa y hacer películas de nulo interés cultural. Para él tan solo importa el sexo, el poder y el dinero. Hasta que una joven aspirante a actriz se resiste a ponerle precio a su carrera, lo que precipitará la caída del magnate hasta lo más hondo del escalafón social... Y hasta aquí podemos leer. Resumiendo, la obra va de un productor (gordo) sin escrúpulos que hace lo que le viene en gana, hasta que da en hueso con una chica y se precipita al abismo. ¿Las diferencias con el original? Que el prota (gordo) no se llama Harvey sino Barney; que no se apellida Weinstein sino Fein; y que no vive en Hollywood sino en Nueva York. Por lo demás, hasta la caracterización de Nancho Novo, el actor que le da vida en esta versión tan yanqui y a la vez tan nuestra, nos hace recordar al tipo (gordo) a quien se juzga en Manhattan. Un pez gordo, insisto, muy muy gordo, en el amplio sentido de la palabra. Es decir, la trama no se esfuerza en huir ni de las comparaciones ni de los estereotipos, ya desde la propia premisa. Entonces, ¿qué tiene de especial este espectáculo? Y, sobre todo, ¿qué puede aportarnos más allá de ofrecer un retrato vivo de un hombre mediáticamente muerto? Pues su capacidad de hacernos reír mientras sumamos dos más dos. Esa es quizás la principal virtud que puede distanciarlo del caso real, un drama de los que hacen época, y que, en el caso de España, se consigue doblemente. ¿Y quiénes son los ‘culpables’ de este logro? Fundamentalmente el autor de la adaptación, Bernabé Rico —que ha sabido tomarle el pulso de manera acertada al texto de Mamet— y el director Juan Carlos Rubio, alguien que viene sabiendo lo que se hace desde hace mucho tiempo. Una pareja que ya trabajó codo con codo en La culpa, otro texto de Mamet traído con éxito a nuestro país, y que tiene la capacidad de entregar lo que se pide exactamente desde la platea. Esto es, dinamismo, frescura, personajes con los que empatizar o a los que odiar, una trama envolvente y un mensaje sencillo y directo. Y si el cóctel va acompañado de humor, mejor que mejor. En resumidas cuentas, lo que el espectador medio lleva exigiendo desde los tiempos de Aristófanes.
Cuatro piezas de ajedrez
Dicho esto, no podemos sino elogiar el trabajo de los cuatro actores, piezas fenomenalmente dispuestas en el tablero de ajedrez de Curt Allen Wilmer —segunda semana consecutiva que apreciamos su trabajo en el Lope de Vega—, cuya escenografía es tan maravillosamente clásica que casi se diría que no es suya. Por este lado, Juan Carlos Rubio lo tenía fácil a la hora de recrear lugares comunes y atrapar a los espectadores. Ya desde la exposición de carteles cinematográficos —que en sí mismos son una descacharrante parodia—, el juego se vuelve sugerente y promete minutos de diversión. Y lo cierto es que las expectativas se ven ampliamente superadas gracias a las buenas artes del director y todo su equipo. Nancho Novo, pese al barrigón postizo y la máscara bufonesca, es más Nancho Novo que nunca, lo que permite acercarse, para bien, a su inefable ‘monstruo’, con una mirada deliciosamente sarcástica (la dramática ya se vive en los juzgados de Nueva York). También está sensacional Eva Isanta como su leal secretaria, demostrando que el éxito televisivo no es óbice para pisar con seguridad las tablas de un escenario. De hecho, y pese a que la mayoría no lo sabe, la carrera de la ceutí lleva años cimentándose sobre textos de Shaffer, Harling, Zorrilla o Gala, llegando a coincidir con Novo el pasado año en el montaje Ben-Hur.El papel de Irina, la actriz-víctima-acusadora-rusa, le va como un guante a la madrileña Norma Ruiz, de ahí que aproveche su físico y sus sorprendentes registros para hacerlo creíble —la escena en la que se encuentra completamente a merced de Fein es de lo mejor del espectáculo—. Y para cerrar el cuadro, Fernando Ramallo, quien fuese descubierto por David Trueba en la cinta La buena vida (hace ya veinticuatro años), cumple con nota en su rol del guionista novato, que asiste, muy a su pesar, a un esperpento de proporciones bíblicas. Y decimos bien, «esperpento», porque solo de esta manera puede definirse este tinglado creado por Mamet, sin la necesaria perspectiva que otorga el tiempo, pero cuya resolución ‘cañí’ alcanza un sorprendente notable.