La experiencia social inútil...

Los olvidados dramas sociales sufridos por parte de la clase obrera sevillana por causa de la desvertebración familiar provocada por los cambios de residencias

30 sep 2017 / 23:13 h - Actualizado: 30 sep 2017 / 23:13 h.
"Andalucía eterna"
  • Vista aérea de la barriada de Pío XII de Sevilla capital. / El Correo
    Vista aérea de la barriada de Pío XII de Sevilla capital. / El Correo
  • La experiencia social inútil...

En Sevilla se produjo una revolución silenciosa como consecuencia de la tragedia provocada por el arroyo Tamarguillo, en 1961, cuyas consecuencias nunca fueron valoradas. El desprecio al pasado, la necesidad de vivir a tope el presente y la falta de inquietudes respecto al futuro, tuvo en el refugio de La Corchuela una simbología muy amplia y compleja que pasó desapercibida. Fueron experiencias urbanas y demográficas inútiles que coincidieron con cambios radicales en las relaciones familiares.

Los cambios provocados por las modernas barriadas afectaron fundamentalmente a las nuevas generaciones nacidas a finales de los años cincuenta y siguientes, más aún si, además de proceder de los corrales de vecinos en ruina, habían sido obligadas a pasar por los suburbios y refugios durante parte de su infancia y juventud.

Todo este gigantesco esfuerzo inmobiliario no pudo evitar, todavía en 1973, doce años después de la tragedia del arroyo Tamarguillo, que Sevilla fuese la única Ciudad de los Refugios de España.

En 1973 fueron erradicados los refugios instalados en el antiguo cuartel de la Policía Armada, en la Alameda de Hércules, y el de Los Merinales, cercano a Bellavista. Antes habían sido clausurados otros veinte refugios, entre 1962 y 1972. Pero todavía quedaban tres grandes núcleos de viviendas provisionales, en los que las formas de vida habían sido mejoradas en relación con los primeros refugios. Estos tres núcleos eran los dos mil alojamientos del Polígono de San Pablo, conocidos popularmente por «casitas bajas», que serían derribadas a finales de 1974; los pabellones construidos en Charco Redondo, que fueron utilizados hasta finales de 1975, y La Corchuela, que estuvo abierta hasta el verano de 1977 y que fue el símbolo máximo de la ciudad de los refugios, conocida también como El Purgatorio que tenían que superar los aspirantes a viviendas sociales.

En paralelo, subsistían numerosos suburbios y asentamientos de chabolas y chozas. Entre 1962 y 1972, fueron destruidos 35. En 1973, se erradicaron otros dos. No obstante, el drama de los suburbios infrahumanos se mantuvo hasta 1978, cuando se derribaron los albergues de Nuestra Señora de la Paz, que entonces eran los últimos. Entre 1974 y 1978, existieron dieciséis suburbios y núcleos de chabolas y chozas.

La familia Pérez González, casi tres lustros después de abandonar el corral de la Parra y residir en la barriada de Pío XII, era indicativa de las profundas modificaciones sociales que registraron las familias obreras que cambiaron de hábitat residencial con hijos muy jóvenes. Las ilusiones del matrimonio de 1959 y primeros años sesenta, habían sido sustituidas por la nostalgia provocada por la dispersión de los hijos. La mayoría de edad de sus descendientes trajo a José Manuel y Esperanza preocupaciones familiares para ellos impensables mientras aquellos fueron niños y durante la primera juventud.

José Manuel, 54 años, y Esperanza, 50 años, vivían solos en el piso de la barriada de Pío XII. En el verano de 1973, sentados por las noches en la terraza, solían hablar de sus hijos en largas conversaciones que terminaban en suspiros. El matrimonio, todavía en la primera madurez, había tenido que enfrentarse a unas situaciones familiares para ellos difíciles de comprender.

El hijo varón mayor, José Manuel, se marchó a Barcelona en 1968 y poco a poco se fue distanciando de sus padres y hermanos. José Manuel y Esperanza, sobre todo el padre, nunca comprendieron los afanes migratorios de su hijo, el abandono del hogar y de la ciudad, de la familia y los amigos. La formación de José Manuel, primero en los Escolapios y después en la Escuela de Comercio, había sido el principal objetivo de vida del matrimonio durante muchos años, hasta que lo vieron con el título de profesor mercantil. Estaban orgullosos del hijo estudioso y trabajador, que les había entregado el sueldo obtenido en su primer empleo en el Banco Hispano Americano, como un trofeo. Para que él pudiera estudiar, José Manuel y Esperanza trabajaron de sol a sol, domingos incluidos. Había valido la pena. Durante los primeros años de empleo, desde la salida de la Escuela de Comercio hasta 1968, los padres gozaron de la presencia del hijo en el hogar. La madre se desvivía para que tuviera a punto su ropa y su comida. El padre estaba siempre pendiente de su cara, de sus palabras, considerando su mejor formación, valorando sus opiniones como superiores a las suyas. Ahora, cinco años después de la marcha de José Manuel a Barcelona, los padres esperaban sus cartas y alguna vez, su llamada telefónica, como un regalo del cielo. Pero las alegrías eran cada vez más espaciadas y circunscritas a las festividades navideñas y onomásticas. Las cartas, al principio largas y detallistas, explicando a los padres los pormenores de su trabajo en el Banco y las relaciones amistosas, fueron haciéndose cada vez más breves, más protocolarias.

En las Navidades de 1972, José Manuel, 28 años, comunicó a sus padres que había decidido vincularse a una orden religiosa para formarse como misionero civil y poder trasladarse después a un país del Tercer Mundo.

«No comprendo la decisión de José Manuel», decía el padre a su mujer en el silencio de la noche veraniega de 1973–. «Misionero. Entonces, ¿para qué tantos años estudiando en la Escuela de Comercio? Misionero en el Tercer Mundo... ¿y por qué no aquí, en Sevilla, en Andalucía, donde tanta miseria hay? ¿Y nosotros, acaso nosotros no merecemos que nuestro hijo nos ayude, nos acompañe y atienda en nuestra vejez, después de haberle dedicado la parte más importante de nuestra vida? ¿Son más importantes los negros del Tercer Mundo que nosotros, sus padres y hermanos?»

Esperanza escuchaba en silencio y asentía con la cabeza, con mirada triste. El marido, prosiguió: «Nunca hubiera pensado que las alegrías de ver a nuestro hijo bien preparado para enfrentarse a la vida, nos iban a durar tan poco tiempo. Luego nos cae encima la desgracia de Esperancita. Solo tiene 30 años y parece mucho mayor. Su matrimonio fracasó por culpa de la falta de trabajo y de vivienda. Desde 1967 la hemos perdido. Primero se fue al suburbio de la carretera de Brenes, a malvivir en una chabola de la Vereda de San Cayetano, como una gitana, solo para tener intimidad con su marido y hacer méritos para que le adjudiquen un piso. De allí tuvo que irse en 1968, cuando derribaron las chabolas, y fue a parar al refugio de Torreblanca. Y desde 1971 vive en La Corchuela, que está en la gran china... Apenas si viene a vernos y encima está liada con un hombre casado, con un vecino suyo».