¡Qué bello es morir!

Un concurso acaba de premiar los más bellos cementerios de España y las mejores historias albergadas en ellos. He aquí un repaso a las cinco finalistas de una categoría donde hay amor, leyenda, lucha y una aceptable dosis de humor

03 nov 2015 / 18:47 h - Actualizado: 03 nov 2015 / 19:00 h.
"Festividad de Todos los Santos"
  • Monumento funerario para un sepulcro en el cementerio de Granada, uno de los más bellos y singulares de España. / El Correo
    Monumento funerario para un sepulcro en el cementerio de Granada, uno de los más bellos y singulares de España. / El Correo
  • Vicente Ibáñez retrató en 1958 a Alfred Hitchcock durante su breve estancia en Polloe (San Sebastián).
    Vicente Ibáñez retrató en 1958 a Alfred Hitchcock durante su breve estancia en Polloe (San Sebastián).
  • Los motivos ornamentales de las sepulturas constituyen todo un catálogo de la alegoría mortuoria. / Pepo Herrera
    Los motivos ornamentales de las sepulturas constituyen todo un catálogo de la alegoría mortuoria. / Pepo Herrera

Contra lo que pueda parecer, vivir y morir era más fácil antes. Había poco que pensar: la vida era breve y la muerte segura, y la conjunción de ambas certezas reportaba a su poseedor un alegre afán de disfrutar del presente, un empeño en el que estaban metidos todos, desde el primero al último. Daba igual ser, por ejemplo, un cineasta de alturas estratosféricas recién llegado a San Sebastián para presentar, en su festival de 1958, la que con el tiempo sería considerada como la mejor película de todos los tiempos: Vértigo. Y del mismo modo se pensaba siendo un modesto periodista guipuzcoano llamado Enrique Herrero que, apenas rebasada la treintena, acudía al hotelazo María Cristina para entrevistar a Alfred Hitchcock en su pedazo de suite versallesca. Allí se encontraron. Y por respeto a esa premisa de intentar ser felices hoy porque mañana quién sabe, el reportero propuso al director de cine (por probar nada se perdía) irse juntos a hacer las fotos al cementerio de Polloe, y hete aquí que a este le pareció de maravilla y allá que se fueron cogidos del brazo, o comoquiera que caminen hacia una necrópolis, con ánimo de regresar ilesos, los dos miembros de una entrevista.

Esta historia es una de las cinco más votadas en el concurso de cementerios que la deliciosamente fúnebre revista denominada Adiós cultural (el nombre es colosal) ha convocado y fallado este año, en su segunda edición. En el certamen no solo se reconocen los camposantos más bellos y los monumentos más imponentes que en ellos se encuentran, sino también (y esta es la gracia del asunto) los sucesos y anécdotas más singulares que guardan relación con tales lugares donde el ser humano recibe su definitiva cura de reposo. Una de esas cinco historias fue esta en la que, antes de llegar a este intermedio, un cineasta afamadísimo y un periodista de provincias entraban juntos para hacer fotos en el cementerio de Polloe. Que no es uno cualquiera; pertenece a una especie de red de cementerios más impresionantes de Europa, donde solo hay 53 (el de Granada entre ellos, no así el de Sevilla): la Association of Significant Cemeteries in Europe, ASCE. Hitchcock, que en otras cosa tal vez sí pero como voyeur de la vida no tenía rival, paseó por aquellas callecitas bordeadas de arenisca, mármol y granito dejándose arrebatar por esos augustos mausoleos que, erigidos desde mediados del XIX, pugnan entre ellos por recoger la más poderosa alegoría del tránsito al más allá. Allí, en el generoso panorama visible desde este camposanto extendido sobre una loma que ofrece la vista de los montes circundantes como en una especie de tráiler de los hermosos paisajes vascos, Hitchcock hizo bueno el título de la novela en la que se basaba la película protagonizada por James Stewart y Kim Novak que había ido a presentar: De entre los muertos.

DOCE SARDINAS

A su paso se dejó impresionar por esos ángeles funerarios recostados sobre los sepulcros en poses berninianas, y quizá pudo ver esos murciélagos que coronan las antorchas encendidas del panteón de Antón Luzuriaga, uno de los que recoge María Ordóñez en su repaso artístico a los méritos de este recinto donostiarra. Quién sabe si no pasó por delante de la parcela que muchos años después ocuparía para los restos la simpar Clara Campoamor, motivo más que sobrado por sí solo para visitar el paraje. Pero viera lo que viese, lo cierto es que al salir de allí se aferró a la reja de la entrada dándole un buen meneo, como para cerciorarse de que el mundo de los difuntos se había quedado a buen recaudo al otro lado y que él continuaba en el de la gente de a pie. «El miedo es como el tobogán de una verbena», le dijo al periodista, y acto seguido se endiñó doce sardinas asadas en un célebre restaurante de la ciudad para celebrar un día más el feliz hallazgo de seguir vivito y coleando. Días después, contaba Herrero, volvieron a coincidir en el hotel por gajes del Festival de Cine y se fueron juntos a una tienda de antigüedades, donde Hitchcock protagonizó otra festiva anécdota al posar detrás del escaparate como si fuese una porcelana china, diciendo: «Solo me falta el precio ahí abajo». Que me aspen si la vida no es reírse un poco, debió de pensar este genio. La historia se recogió en la Gaceta ilustrada y en el Paris-Match, y hoy continúa de actualidad por la dificultad que encuentra la especie humana para ser consciente del tremendo y breve regalo que es vivir. Una certidumbre que se intenta neutralizar metiéndole mucha rutina y no leyendo reportajes sobre cementerios.

Hoy, el nombre de Hitchcock recibe gloria en los altares del arte, y el de Enrique Herrero está lejos de ser el de un plumilla novato. Pero no muy lejos de aquel lugar, en la vecina Bilbao, otros nombres protagonizan otra de las historias finalistas en este concurso de cementerios: los de Florencio del Olmo, Víctor García, Manuel Castrillo, Elvira Torres, Rafa García, Eladio y Eduardo Santa Catalina, Engracia Moreno... y así hasta 44 niños de entre 5 y 14 años que murieron en la tragedia del Teatro Circo del Ensanche, un barracón de madera al que habían acudido el domingo 24 de noviembre de 1912 a un acto festivo escolar y donde estaban viendo la película ¿Quién robó el millón? cuando una falsa alarma de incendio provocó una avalancha humana mortal para estos chiquillos y dos de los adultos que con ellos iban. La consternación alcanzó niveles institucionales, y el Ayuntamiento de Bilbao sufragó un conmovedor mausoleo proyectado por Ricardo Bastida en el cementerio de Derio, donde una placa igual de emotiva rinde perpetuo homenaje a aquellos pobres infortunados que en la dolorosa tarde del XXIV de noviembre del año MXMXII, como reza la inscripción, la muerte arrebató cuando eran una promesa para sus padres y para la villa que los vio nacer.

Un caso triste, el anterior, incluso para un cementerio. Porque es curioso: hay quienes no los relacionan con la tragedia ni con la aflicción, sino que pasean por ellos como si fuesen parques, buscando inspiración para un poema, una reflexión o como simple relleno de horas muertas, que a qué mejor sitio pueden ir que a una necrópolis. Los hay, sin embargo, que casi viven allí, y no son visitantes sino trabajadores. Una de las cinco historias del concurso repara en la figura de otro bilbaíno, pero esta vez residente en la provincia de Zaragoza, en uno de cuyos cementerios ha trabajado la friolera de 56 años: Pedro Villasol, en el camposanto de Torrero. Que por cierto, fue el enterrador de los cuerpos del Yakolev. Hace poco contaba su caso el Heraldo de Aragón con motivo de un libro de Víctor Manuel Lucea en el que se recoge la curiosa peripecia de este hombre que comenzó de mandadero ciclista y acabó, tras muchos años y muchos menesteres intermedios, como jefe de la oficina. El gran mérito de ese señor, y lo que le ha valido su inclusión entre las historias más votadas de Adiós cultural, fue el haber logrado recuperar e identificar los cuerpos de un montón (literalmente, por desgracia) de represaliados del franquismo. Él sabía dónde estaban algunas de las zanjas donde fueron arrojados los cuerpos, y entre eso y la documentación que pudo reunir logró sacar a la luz del día el oprobio de aquellos crímenes. «Fue por el año 1979, cuando el alcalde Miguel Merino recibió la petición de unos 19 pueblos navarros para poder exhumar los restos de sus familiares que pertenecían a la Bandera de Sanjurjo», explicaba Villasol en una entrevista concedida al Heraldo. «No se sabía dónde estaban, pero yo conocía la existencia de las zanjas, aunque no el sitio exacto de estos. Se pidió una excavadora para trabajar y los distinguimos gracias a que sus restos salieron sin astillas de madera, al no estar enterrados en cajas. Un camión traía los cuerpos y los volcaba», para añadir luego: «Yo miraba en los libros del cementerio, donde cada día se inscribían los que fusilaban y metían a la zanja. En muchos ponían el nombre, pero en otros no, solo si era hombre o mujer, quizás la edad aproximada. Si eran jóvenes y procedían de judicial es que eran fusilados. Me fui a los juzgados con los procedentes permisos y pedí las actas de defunción por meses, cotejando las éstas con los enterrados sin nombre. En esas órdenes del juez de enterrar no venían nombres, aunque conseguí unos pocos. Sí que se registraban los ropajes que llevaban y algunos familiares venían después de la guerra para reconocerlos. Pude localizar a unos cuantos, pero todos no pude, lo que es una pena».

LA BELLA DURMIENTE

De todos los sucedidos posibles en la larga crónica mortuoria española, el ganador del concurso ha sido, curiosamente, lo que se conoce como un pastelito, a medias entre milhojas y palo de nata. Y por más señas, falsa de pe a pa. Es decir, que en materia necrológica, donde se ponga una buena leyenda que se quite la cutre realidad, tan llena de gusanos, enterradores y humos de crematorio. Se conoce el caso como el de la Bella Durmiente del cementerio de San José de Granada, y lo protagoniza una presunta moza (la presunción es porque quizá no lo fuese tanto) llamada en su tiempo Dolores Mirasol de Cámara y sobre cuyo sepulcro, en el que yace en estatua representada como una joven princesa de cuento de hadas, no faltan flores jamás. Y no porque la familia la quisiera mucho: por más amor que le echara, el que haya pasado siglo y medio desde su defunción desanima al más pintado de los parientes. No, no es eso: el arrebato floristero proviene de la propia ciudadanía granadina y, en concreto, de la casadera y en vísperas de contraer. Si en Sevilla la costumbre es llevar huevos a las clarisas, que tienen que tener las pobres los ojos amarillos, en la muy moruna Granada lo que se estila es acolchar con flores los brazos marmóreos de la figura de Dolores, ataviada de novia cual si fuese a casarse tan pronto como levantara de la siesta con un apuesto pisaverde con flequillo y corcel. El juego tiene un poquito de conjuro mágico, de invocación a la buena fortuna; es una especie de peaje que se paga a la malograda novia para que la convivencia de los nuevos matrimonios sea larga, fructífera y feliz. Pero conseguirían lo mismo si colocaran el ramillete bajo uno de los leones de la Alhambra o del borriquillo de bronce del aguador de la Plaza de la Romanilla. Porque ni Dolores estaba a punto de casarse ni probablemente tenía novio siquiera, sino que su hermano Pedro, senador, catedrático de Derecho Civil y abogado prestigioso, quiso regalarle a la memoria de la pobre muchacha ese recuerdo para la posteridad.

Pero si de verdad se quisiera honrar la historia de los cementerios y de los trances que en ellos se acogen, tampoco habría sido mala opción dar el premio a la historia que falta por contar, de las cinco seleccionadas en el concurso. La aporta el librero anticuario Rafael Solaz, el hombre que mejor la conoce y que más sabe del cementerio de Valencia, en el que se localizan los hechos. En el libro Páginas del pasado se recogen las memorias del actor y director teatral valenciano Vicente García Valero (1855–1927). En él hay un capítulo titulado El nicho 1501, donde se recoge que, cuando tenía veinte años, andaba en amores con una muchacha bastante aparente de apenas dieciocho primaveras llamada Emilia Vidal Esteve, a la que conoció de niño. Tenía aquel romance, que iba para tres años, la fuerza y el fragor de los primeros amores. Pero resultó que estando Vicente en Madrid en los inicios de su carrera teatral, la pobre Emilia cogió fiebres tifoideas y se murió, con el agravante, añadido al de su desoladora juventud, de que por falta de posibles los restos mortales fueron a una fosa común. El joven novio reunió como pudo algún dinero con el que lograr un lugar de reposo más digno para el amor de su vida. «Él no contaba con dinero», cuenta Solaz, «pero prometió a los padres de su amada que si le daban permiso se encargaría de la traslación del cadáver, adquiriendo un nicho a perpetuidad. Hubo ciertos inconvenientes sanitarios y legales pero Vicente perseveró y, tras una trabajada autorización, el 24 de diciembre de 1876 tuvo lugar la exhumación. Al desenterrar y abrir el féretro el actor cuenta que parecía como dormida». Y así la recordó. El dolor a perpetuidad por este mordisco dado a su corazón no impidió que Vicente siguiera adelante con su vida; de hecho, se casó con la hermana de Emilia, Ángela, pero esta también murió joven y no encontró otra solución para su caso que ir al altar con otra de las hermanas. Pero pese a todo, «Vicente estuviese donde estuviese siempre hacía girar el dinero suficiente para que en el día de Todos los Santos se adornara el nicho con todas las flores posibles. En el transcurso de los años pagó por tres veces el cambio de lápida. Tan presente tenía a su Emilia que la primera hija que tuvo le puso el mismo nombre, niña que murió a los cuatro años y medio de edad, unos momentos angustiosos que Vicente contó en sus memorias con amplio detalle. La tragedia le perseguía y el nicho 1501 fue para él una continua obsesión».

Sin embargo, el oficio de actor no se lleva muy bien con la bonanza económica, y de este modo sucedió que llegado el mes noviembre de 1911, Vicente García Valero, que ya estaba mayorcito, no tuvo dinero para la ofrenda floral y se vino abajo el hombre, viéndose incapaz de cumplir con su gesto de amor infinito. «Al año siguiente, viviendo en Madrid, pasó por una administración de lotería y vio el número 1501 en el escaparate. A requerimiento de su esposa adquirió un décimo para el sorteo del 10 de octubre de 1912. El número salió premiado con seiscientas pesetas». Más dinero habría sido algo impropio de un artista.

Hay miles de historias más que carecen del dudoso mérito de un premio. Cada cual conoce las suyas y les rinde honores en estos días, ya sea yendo a poner flores a una lápida, leyendo reportajes como este, ahuecando calabazas por Halloween o endiñándose una docena de sardinas en cálido homenaje al mago del suspense, la mejor opción posible. Sí, porque una vez muerto el comensal se pelan ya con más dificultad.

EL ‘TURISMO EMOCIONAL’

La revista Adiós Cultural entregó este miércoles pasado los premios de este singular concurso (que alcanza su segunda edición y promete ser muy popular), así como el reconocimiento a los segundos y terceros clasificados en cada una de las cinco categorías. El evento se incluyó en la jornada Cementerios, el turismo emocional, que Funespaña organiza cada año en torno a las festividades de Difuntos con el objeto de reflexionar e informar sobre el sector funerario. La revista, que tiene como redactora jefe a la popular periodista funeraria Nieves Concostrina, lleva 18 años de edición continuaday es la única en su género que reflexiona e informa sobre la muerte en España desde la óptica de la cultura.

HASTA 3.000 EUROS DE PREMIO

El cementerio de Montánchez (Cáceres), el panteón neogótico de la familia Ventosinos en el camposanto lucense de San Froilán, el ángel sobre el enterramiento de la marquesa de San Juan de Nieva en el recinto de la Carriona, en Avilés (Asturias); la historia de La Bella durmiente del cementerio de Granada y el Cementiri Parc Roques Blanques (Barcelona) han sido los ganadores de esta edición. Los premios han sido de 3.000 euros al mejor cementerio en su conjunto (Montánchez), 2.000 euros a la mejor iniciativa medioambiental (Roques Blanques) y 1.000 euros para cada una de las tres siguientes categorías: mejor monumento arquitectónico (Lugo), mejor escultura (Avilés) y mejor historia documentada registrada en el recinto (Granada).