El reportaje literario

110 años de ‘Campos de Castilla’, el poemario abierto de Antonio Machado

En la obra cumbre del poeta sevillano, que nunca terminó de cerrarse, se conjuga su personal simbolismo con la visión esperanzada en un país abocado, sin embargo, a la guerra fratricida que terminó por expulsarlo a él definitivamente

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
28 ago 2022 / 11:33 h - Actualizado: 28 ago 2022 / 11:35 h.
"El reportaje literario"
  • 110 años de ‘Campos de Castilla’, el poemario abierto de Antonio Machado

Seguramente no hubo en la primera mitad del siglo XX un poeta español que comprendiera nuestro país como lo hizo el sevillano Antonio Machado (1875-1939). Y tampoco un poemario que resumiera las esencias de este suelo, a caballo entre el difuminado pasado glorioso y la miseria del porvenir, como el titulado en 1912 Campos de Castilla. Aquel libro iba a llamarse Tierras de España, un título mucho más literal, pero su autor, profesor de Francés desde hacía ya cinco años en Soria, prefirió a última hora una fórmula mucho más poética que tuviera consonancia con un movimiento con el que él mismo, tal vez sin pretenderlo, tenía ya más relación que cuando de joven se había vinculado, desde París, al Simbolismo y por consiguiente al Modernismo: la Generación del 98. Evidentemente, ni los Campos eran exactamente campos, sino paisajes y paisanajes, ni Castilla era estrictamente Castilla, sino aquella España que eran dos y sobre la que él llegó a advertir: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de la dos Españas / ha de helarte el corazón”.

A aquellas alturas de 1912, Antonio Machado había cambiado la bohemia parisina de sus primeros años de poeta y las galerías de su propia alma, que protagonizaron su libro Soledades, se habían ido llenando de realismo hasta el punto de que el primer poema elegido para el nuevo libro, nunca concluido del todo, fue el famoso “Retrato”, que remataba con una contundente declaración de intenciones: “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. / Y cuando llegue el día del último viaje, / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar”. Aquel poema que abría el libro se había publicado por primera vez el 1 de febrero de 1908 en El Liberal, cuando el poeta se había instalado definitivamente como docente en un instituto de Soria, después de haber aprobado sus oposiciones. Casi el resto del poemario en aquella primera edición de finales de abril de 1912 lo había ido componiendo en aquellos años sorianos en que había descubierto un nuevo paisaje que en nada se parecía a sus raíces sevillanas y tampoco a los años madrileños de juventud: la Castilla profunda del Moncayo azul tenía mucho más que ver con la España vaciada, adusta y pobre de la intrahistoria que habían ido reescribiendo sus compañeros prosistas de generación y, para él, con el descubrimiento del amor que representaba Leonor Izquierdo, aquella chica de apenas 14 años que él había conocido al hospedarse en la pensión a la que llegó como profesor en el otoño de 1907...

110 años de ‘Campos de Castilla’, el poemario abierto de Antonio Machado

Pero quiso el destino que la publicación de Campos de Castilla, en la primavera de 1912, coincidiera con la última etapa de la enfermedad –tuberculosis- de su joven esposa. Tanto fue así, que el libro apareció apenas tres meses antes de que Leonor muriera –con 18 años- y Machado empezó a añadir tantos poemas interesantes a partir de entonces que, hoy en día, la edición más definitiva del libro es la de 1917, que apareció con el nombre de Poesías completas, luego reeditada a su vez en 1928, en 1933 y en 1936, poco antes de que la guerra incivil, tal y como su amigo Unamuno la había bautizado y que él se había encargado sutilmente de profetizar, lo obligara a retirarse a Valencia y luego a un vergonzoso exilio francés que no le dio más que para llegar, tan ligero de equipaje como había adelantado en aquel “Retrato”, con su propia madre, Ana Ruiz, anciana y preguntándole si faltaba mucho para llegar a Sevilla... y con aquel último verso arrugado en el bolsillo: “Estos días azules y este sol de la infancia...”.

“Mi infancia son recuerdos...”

El famosísimo poema que abre el libro, de tan serenos alejandrinos, es el único que trata sobre el origen del poeta, sobre sus raíces sevillanas en aquella casa de vecinos que había sido el Palacio de las Dueñas. “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero; / mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; / mi historia, algunos casos que recordar no quiero”. El poeta ya se autodefine aquí como un escritor de fondo que no estaba llamado a continuar la estética rimbombante sino la profundidad filosófica de quien a evolucionar en la síntesis que había heredado de su propio padre, el folklorista Demófilo que había rescatado tantas coplas del pueblo... “Desdeño la romanza de los tenores huecos / y el coro de grillos que cantan a la luna. / A distinguir me paro las voces de los ecos, / y escucho solamente, entre las voces, una”.

El resto del libro, al margen del extenso romance narrativo que se llama “La tierra de Alvargonzález”, se centra mucho más líricamente en “el corazón de Iberia y de Castilla” que cruza el Duero, en los “campos de Soria” y en el Guadarrama... aunque, como el libro en sí no se reconoce hasta los valiosos añadidos que el poeta escribe ya de vuelta a Andalucía, Campos de Castilla no sería lo que es hoy sin los poemas escritos ya en Baeza... Y es que Machado, nada más enviudar, pide su traslado desde Soria a Andalucía para tratar de olvidar, de cicatrizar su herida, aunque se trajera a esa ciudad jiennense toda la fuerza castellana que iba a seguir representándole, por extensión, la potencia de España, un país al que amaba y criticaba tanto. En Baeza va a permanecer Machado desde 1912 hasta 1919... Y ahí va a escribir lo mejor de toda su producción, que se incluye en aquel libro que solo una vez se tituló Campos de Castilla pero que para la legión inagotable de sus lectores sigue llamándose así 110 años después...

110 años de ‘Campos de Castilla’, el poemario abierto de Antonio Machado

“Castilla miserable, ayer dominadora”

El libro, aunque no cancelara definitivamente la esencia simbolista que tanto caracteriza a su autor, tiene ya claramente una visión noventayochista, una mirada crítica sobre la España decadente de principios del siglo XX en contraposición con la grandeza de un imperio al que el poeta –como sus compañeros del 98- no es que quisiera volver por ansias imperialistas, sino por un afán regeneracionista que tanto tenía que ver con la política de Joaquín Costa y con la visión educativa de su maestro Francisco Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza en cuya Residencia iba a formarse la Generación del 27... “Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora. / ¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada / recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada? / Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; / cambian la mar y el monte y el ojo que los mira. / ¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra / de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra”. El recuerdo de la grandeza pasada va agrietando, por contraste, la miseria del presente, imbuida por la postración de una población sin ambiciones en el espejo del anticlericalismo del autor: “La madre en otro tiempo fecunda en capitanes / madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes. / Castilla no es aquella tan generosa un día, / cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, / ufano e su nueva fortuna y su opulencia, / a regalar a Alfonso los huertos de Valencia; / o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, / pedía la conquista de los inmensos ríos / indianos a la corte, la madre de soldados, / guerreros y adalides que han de tornar, cargados / de plata y oro, a España, en regios galeones, / para la presa cuervos, para la lid leones. / Filósofos nutridos de sopa de convento / contemplan impasibles el amplio firmamento...”

A aquella visión crítica del español de entonces contribuyen, ya desde Baeza, los grandes poemas del libro, no solo aquel titulado “Del pasado efímero” en el que retrata a “este hombre del casino provinciano / que vio a Carancha recibir un día”, el que “tres veces heredó; tres veces ha perdido / al monte su caudal: dos ha enviudado” y “solo se anima ante el azar prohibido, / sobre el verde tapete reclinado, / o al evocar la tarde de un torero, / la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta / la hazaña de un gallardo bandolero, / o la proeza de un matón, sangrienta”, sino aquel otro que lleva por título “El mañana efímero” y que comienza tan célebremente: “La España de charanga y pandereta, / cerrado y sacristía, / devota de Frascuelo y de María, / de espíritu burlón y de alma quieta, / ha de tener su mármol y su día, / su infalible mañana y su poeta”.

Un poeta esperanzado

Incluso este último poema, que retrata tan ácidamente la España panderetera, termina con una característica muy machadiana a pesar de toda su melancolía de tardes polvorientas y eternas fuentes simbolizando el inexorable paso del tiempo: la esperanza. “Mas otra España nace, / la España del cincel y de la maza, / con esa eterna juventud que se hace / del pasado macizo de la raza. / Una España implacable y redentora, / España que alborea / con un hacha en la mano vengadora, / España de la rabia y de la idea”.

En rigor, esa esperanza machadiana se hace extensiva, a pesar de tantos pesares, a su propia vida personal, pues la regeneración del propio libro Campos de Castilla, a partir de aquella primera edición de 1912, comienza por los poemas conocidos como del “ciclo de Leonor”, desde la esperanza en la recuperación de su esposa hasta la esperanza en que la muerte no sea definitiva. En este sentido, el primer poema de ese ciclo aglutina algunos de las características más esenciales de la propia obra y de toda la poética machadiana. El poema dedicado al olmo seco enfrenta al hombre triste al ser vivo moribundo que es también el árbol, se recrea en el paisaje castellano, dilucida sobre el futuro del árbol caído y se esperanza gracias al milagro de “la rama verdecida”. “Mi corazón espera, / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera”.

110 años de ‘Campos de Castilla’, el poemario abierto de Antonio Machado

En ese ciclo de poemas que terminará con Machado viudo, la esperanza sigue latiendo cuando se acuerda de su difunta esposa, aunque tantas veces se tambalee por la contemplación de sí mismo: “¿No ves, Leonor, los álamos del río / con sus ramajes yertos? / Mira el Moncayo azul y blanco; dame / tu mano y paseemos. / Por estos campos de la tierra mía, / bordados de olivares polvorientos, voy caminando solo, / triste, cansado, pensativo y viejo”. Otras veces, sin embargo, el mismo sueño es vehículo de esperanza cierta: “Soñé que tú me llevabas / por una blanca vereda, / en medio del campo verde, / hacia el azul de las sierras, / hacia los montes azules, / una mañana serena. / Sentí tu mano en la mía, / tu mano de compañera, / tu voz de niña en mi oído / como una campana nueva, / como una campana virgen / de un alba de primavera. ¡Eran tu voz y tu mano, / en sueños, tan verdaderas!...”.

La esperanza machadiana transita hasta lo religioso, pues el Cristo en el que él quiere creer no se parece al de la tradición de su propia tierra –“el Cristo de los gitanos, / siempre con sangre en las manos, / siempre por desenclavar”-, sino al absolutamente vivo que anduvo en el mar: “¡Oh, no eres tú mi cantar! / ¡No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero, / sino al que anduvo en el mar!”.

Se hace camino al andar

El poeta previo al filosófico Juan de Mairena decide desde el principio incluir, crecientemente, “proverbios y cantares” en su Campos de Castilla. Ese carácter esperanzado que es un valor transversal en toda su poesía se hace más patente en algunas de estas composiciones, que lo convierten en poeta universal: “Caminante, son tus huellas / el camino, y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar. / Al andar se hace camino, / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar. / Caminante, no hay camino, / sino estelas en la mar”.

En esa línea sentenciosa que ya no abandonará jamás y que explotará en Nuevas canciones (1924), los proverbios lo revisten de sabiduría: “El que espera desespera, / dice la voz popular. / ¡Qué verdad tan verdadera! / La verdad es la que es, / y sigue siendo verdad / aunque se piense al revés”. El gusto por la síntesis lírica y la profundidad filosófica se irá abriendo camino sin cesar: “Anoche soñé que oía / a Dios, gritándome: ¡Alerta! / Luego era Dios quien dormía, / y yo gritaba: ¡Despierta!”. El poeta de estos proverbios es también el autor de las

parábolas en las que se desenvolvía como nadie por lo que contenían de lirismo, de narración, de fábula, de profundidad bíblica, de metáfora vital y hasta española, de canto a la esperanza que nunca ha de perderse, ni siquiera 110 años después: “Era un niño que soñaba / un caballo de cartón. / Abrió los ojos el niño / y el caballito no vio. / Con un caballito blanco / el niño volvió a soñar; / y por la crin lo cogía... ¡Ahora no te escaparás! / Apenas lo hubo cogido, / el niño se despertó. / Tenía el puño cerrado. / ¡El caballito voló! / Quedóse el niño muy serio / pensando que no es verdad / un caballito soñado. / Y ya no volvió a soñar. / Pero el niño se hizo mozo / y el mozo tuvo un amor, / y a su amada le decía: / ¿Tú eres de verdad o no? / Cuando el mozo se hizo viejo / pensaba: todo es soñar, / el caballito soñado / y el caballo de verdad. / Y cuando vino la muerte, / el viejo a su corazón / preguntaba: ¿Tú eres sueño? / ¡Quién sabe si despertó!”. Pues eso: quién sabe.