El reportaje literario

20 años sin Vicente Núñez, el poeta que la llamaba «ramera»

Después de dos décadas sin el poeta de Aguilar de la Frontera, su amigo Juan Lamillar recuerda en El desorden del canto, por qué perdimos a un presocrático del siglo XX

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
21 ago 2022 / 10:53 h - Actualizado: 21 ago 2022 / 10:55 h.
"El reportaje literario"
  • 20 años sin Vicente Núñez, el poeta que la llamaba «ramera»

La poesía para mí ha sido un desastre personal, la interrupción de un proceso vital. Ha destrozado lo poco que yo tenía claro en la vida: la hermosura del mundo, la defensa de la cultura interior, de la sabiduría clásica...”. Lo dijo Vicente Núñez en una entrevista poco antes de morir donde había nacido, también en junio, pero de 1926: Aguilar de la Frontera. Esta ciudad de la campiña cordobesa es inseparable de este poeta tan raro como sabio, tan chispeante en su conversación como silencioso en sus publicaciones, pues no en vano durante los veinte años del ecuador de su vida no supo la imprenta nada de sus escritos.

El poeta de Aguilar, nombrado Hijo Predilecto de su pueblo en 1984 después de haber pasado también por el calvario de las habladurías y miradas miopes de sus paisanos por su condición homosexual, fue primero un joven insaciable de belleza en París y luego un hombre retirado del mundanal ruido en el bar El Tuta, donde escribió algunos de los versos mejor cincelados de amor y desamor, de soledad y desamparo de todo el siglo XX español y los publicó, de súbito, bajo el título de Ocaso en Poley. Ahora –pues veinte años no son nada-, su amigo Juan Lamillar acaba de publicar, en edición de la Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico –de la colección Clásicos Singulares-, un breve y delicioso libro para retratar a la persona y al personaje, para impulsar su obra y su trascendencia. El título, El desorden del canto, lleva implícitas dos características de la trayectoria de un poeta como Núñez, igualmente capacitado tanto para el pausado alejandrino de su propia música interior como para el dinámico silencio con el que fraguar un reguero infinito de aforismos con el que fue adornando los últimos años de su vida, aquellos en que por fin le fueron floreciendo los poemarios definitivos de su bibliografía fundamental: Cinco epístolas a los ipagrenses (1984), Teselas para un mosaico (1985), Himno a los árboles (1989), Sonetos como pueblos (1989) o La gorriata (1990).

Núñez fue al principio un niño bien de Aguilar que estudió su Bachillerato en Cabra, en Lucena y en el colegio de los Jesuitas del Palo de Málaga, ciudad en la que su padre abre un establecimiento de mercería porque los anteriores negocios del aceite no habían marchado del todo bien. Fue entonces cuando Vicente se matricula en Sevilla para terminar la carrera de Derecho que había comenzado en Granada y que no llega a terminar porque su vocación no era la de abrir ningún bufete. Con el tiempo, muchos privilegiados amigos suyos, tanto del grupo Cántico –Julio Aumente, Juan Bernier y Pablo García Baena- como de otras generaciones poéticas del mediodía español habrían de gozar del privilegio de que el poeta de Aguilar los atendiera, de palabra viva y de obra en directo, en su mesa de mármol de El Tuta, en la fresca salita de su propia casa o en la plaza octogonal en cuyo cielo era él capaz de encontrar astros desconocidos. Lo dijo Ricardo Molina: “Vicente Núñez posee en grado eminente otra virtud: la alquímica. Lo vulgar es transmutado a su contacto en quintaesencia aristocrática; lo tópico lo torna inusitado; lo prosaico se transfigura en pura poesía”. Así pudo constatarlo el propio Lamillar después de que Vicente se hubiera marchado (“No quiero despedirme, / soy la despedida / que tiembla en vuestros ojos / arrasados de lágrimas”): “Volver a entrar en la saleta es recuperar el tiempo de entonces. No está el actor protagonista pero el escenario sigue exactamente igual: sus cuadros y grabados, la talla del Niño Jesús, las miniaturas en la pared, junto al diván, la biblioteca ocupando todo un testero, con unos relojes de bolsillo que escoltan los libros, detenidos igual que las manecillas en las esferas...”. El tiempo... de aquel ambiente de pueblo que él mismo recrea en Los días terrestres (1957): “Yo subía a la iglesia los viernes con mi madre / bajo su chal de lana escardada y suavísima; / pero era invierno entonces y yo era casi un niño, / y la lluvia cantaba como una flauta triste, / la lluvia de las gárgolas y de los canalones. / El hojaldrero iba con su cesta de lata / pregonando y el frío se llenaba de aroma; / los portales tenían su farol encendido / durante aquellas noches de parroquia y de invierno. / Pero luego, de pronto, llegó la primavera / y en el parque se abrieron rojos ciclamores, / y el chorro de la fuente era como un hermoso / lirio verde de vidrio turbador que gemía”.

Vicente escribió mucho al principio, y publicó bastantes poemas en la revista malagueña Caracola. De aquellos años 50 destaca su dedicación a la crítica literaria, y hasta el ensayo, como demuestra con aquellos dedicados a Luis Cernuda, con quien se cartea entre 1956 y 1961 y quien le llega a confesar: “Me han interesado y sorprendido más que nada de lo que sobre mí se ha escrito. En verdad no esperaba ya que alguien me comprendiese tan bien y viese en mi trabajo lo que yo creía haber puesto en él”. También se escribe mucho con otro exiliado del 27: Emilio Prados.

Desde el verano de 1959, el año en que los poetas de la Generación del medio siglo homenajearon a Machado en su tumba de Colliure, Vicente Núñez anduvo por Madrid, almorzando en casa de Concha Lagos y en torno a la revista Cuadernos de Ágora, cuyos consejeros eran nada menos que Gerardo Diego, José García Nieto y José Hierro. Por allí, mientras disfruta de su pasión cinematográfica, visita a su tocayo Vicente Aleixandre y reanuda su vieja amistad de los años rondeños con Antonio Gala. Pero Madrid, en cualquier caso, lo defrauda por “su falta de raíces profundas, su larvario concepto del diálogo, lo desvaído y blancuzco de su discurso vital, lo estúpido de su conexión interpersonal, su mala literatura, en definitiva”, dirá. “Yo estaba cargado de lecturas filosóficas, de tentativas quizá exageradas, de buscar vida que me sonara a Hölderlin, Rilke, Rimbaud... Pero Madrid era un pueblo entregado a tintorros que no producían sino aburrimiento y dolor de cabeza”.

20 años sin Vicente Núñez, el poeta que la llamaba «ramera»

La vuelta a su patria

Imagínate lo que ocurre en mi vida cuando en el 58 muere mi madre en Málaga”, cuenta Núñez y lo reproduce Lamillar. “Yo era muy joven, mi padre levanta la casa y se viene a Aguilar y yo me voy a Madrid, a eso que se llama la Literatura. No pude ni con la Literatura con mayúscula ni con los gijones que en el mundo han sido, ni con la vulgarísima francachela poética, ni con la vulgaridad de aquel Madrid. Me puse malo y me vine a Aguilar a reponerme, y ya no me moví. Y la muerte de mi madre supuso un trauma que no solo me separó de la literatura sino de mí mismo, de todo. Tuvieron que surgir otros traumas posteriores para que surgieran otras resurrecciones. ¿Cuáles? La densidad del abandono y del exilio cristalizó en voz otra vez, cuando yo la tenía por perdida”. Desde luego, nadie mejor que él mismo hubiera podido explicar aquel regreso a esa patria chica, íntima, definitiva que fue siempre Aguilar, adonde volvió el día de la lotería de 1959 para instalarse en la vivienda familiar con su padre (que moriría una década después), su hermana y su marido y sus sobrinos.

Todavía desde allí hace un viaje a París y a Ginebra, invitado por su amigo Sebastián Kerr, y conoce –aunque no lo apunta en su diario- a la pareja filosófica de moda: Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Pero la vida se le remansa ya como bibliotecario de su pueblo, mientras iba construyendo, por destilación y sigilosamente, el personaje que iba a deslumbrar a partir de los ochenta.

Aforismos de un sabio

Fue siendo cada vez más consciente de que poesía y filosofía iban de la mano y así fueron apareciéndole en los labios y en el papel sus primeros aforismos y sofismas, aquellos que, pasado el tiempo, iba a publicar en el diario Córdoba y luego, cuando el periodista Antonio Ramos Espejo se traslada a Sevilla, en El Correo de Andalucía: “El alma solo aspira a ser encarnada. Para errar”, por ejemplo. O “Sin amor no se sabe leer”, “La cortesía máxima es la ausencia”, “Qué horrendas son las ciudades bellas cuando hay que ir a ellas necesariamente”, “Lo que no se oculta se hace indeseable”, “Más que hablando, el embustero miente oyendo”, “Cuando escribo es porque ya he aniquilado todas mis posibilidades de expresión”, “Todas las esperanzas tienen anhelos de pasado”, “Sé sobrio en el exceso y excesivo en la sobriedad”, “Amar es hallar en cada momento una hora que los demás no encuentran”, “¡Qué sabe del viento una veleta si nunca ha sido árbol”, “Cuando se tiene más de lo que se es, se es menos de lo que se tiene”, “Una arruga nunca es sospechosa por sí misma, sino por lo que no termina de dibujar del todo”...

Poley

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Así llamaron los árabes a la localidad ibero-romana de Ipagrum que, siglos después, iba a ser Aguilar de la Frontera. Ocaso en Poley, que supone su resurrección definitiva a la poesía, es un rotundo poemario de amor, desde la plenitud al patetismo. Antes aún de aquel poemario publicado en 1982, Núñez había publicado Poemas ancestrales, que ya anticipa la recuperación de esa voz que él creía perdida, cargada de matices increíbles hasta el punto de crear trípticos amorosos como el que revelan estos versos: “Cuando ayer me pediste que escribiera unos versos / de amor, para regalo de quien tú tanto amas, / sentí que no debía negarme a tu deseo, / pues con él me brindabas la ocasión, tal vez única, / de revelarte todo el que por ti yo escondo. / Y así, cuando en el pecho de tu dulce criatura / mis palabras estallen como encendidas rosas, / yo no estaré del todo ausente a ese perfume. / Yo vibraré un instante tan cerca de vosotros / como de ti lo está, mientras viva, mi alma”.

La temática del amor también cristaliza hacia su propio pueblo, Poley, Aguilar, en forma de magistral soneto: “Poley de mi pasión, espliego, altura, / de la memoria anclada en torres mías; / bien sabes tú que aquellas fueron frías / llagas de amor, de ocaso y mordedura. / Todo lo fui enredando a ti, cintura / de la inasible rosa de mis días. / Qué adversamente tú me lo advertías: / esta es Castilla altiva, suave y dura. / Como en atril de soledad, declama / mi voz la historia de mi excelso vuelo, / cuerpo a cuerpo tu empeño contra el mío. / Quiera la suerte que esta endeble llama / nunca se apague lejos de tu suelo. / Porque sin él me extraño y me extravío”.

El libro obtiene el Premio Nacional de la Crítica de 1982. Y a partir de entonces no cesaron los reconocimientos. Dos años después, lo nombran Hijo Predilecto de Aguilar. En 1990, el año en que publica sus cuatro sonetos de La gorriata, recibe la Medalla de Plata de las Letras Andaluzas. En el titulado “A lo divino” lamenta, un tanto barrocamente, la pérdida del amor... “Dejar de serlo tras de haberlo sido. / Dejar de amar después de haber amado. / Dejarlo todo y no haber dejado / nada que no estuviera ya perdido. / Haber tenido el corazón rendido / como quien se sabía derrotado. / Haberlo puesto todo en el costado / de una llaga sin daga y sin sentido. / Haberle dicho un día y otro día / que era como la flor de la alfaguara. / Haber caído en tan adversa suerte, / yo que lo quise tanto y se reía. / Tener la gloria entre las manos para / abandonarla en brazos de la muerte”.

20 años sin Vicente Núñez, el poeta que la llamaba «ramera»

Cuando en mayo de 2002 le concede el Ateneo de Córdoba el Premio Andalucía Luis de Góngora y Argote de las Letras, la poesía de Vicente Núñez había alcanzado la madurez que nadie, salvo él, había fomentado en sus largos años de soledad sin haber sido nunca un solitario: “Sentí que mi vida era / una impostura exquisita / y sucumbí a la infinita / rosa de la primavera. / Obseso de la armonía, / vendí mi cuerpo cantando. / Con el alma estoy pagando / la rosa que no era mía”.

Vicente Núñez no concibió jamás la poesía como un don, sino como un mandato o “designio fatal”. Escribía, decía, por su incapacidad para vivir –en esa tradición becqueriana tan andaluza, por otra parte-, aunque escribiendo ensanchara tantísimo la vida, la suya y la de quienes lo oían en ese torrente de genialidad verbal en el que convertía tantas veces su discurso. Por eso cuando le preguntaban por su relación con ella, con la Poesía, él llamaba, tan en confianza, “ramera”, que podía disfrazarse de “perra”, “perrata” o “perrángana”, según el día. Veinte años después de haberse marchado solo su cuerpo, su eterna voz dejó su testamento en endecasílabos: “De rosas nunca vestiré mi cuerpo, / ni el dulce mosto volverá a mis labios. / Si granjearme supe vuestras dádivas, / llorad conmigo, pues Lavinio ha muerto”.