El inexplicable influjo de la luna
El conjunto de origen granadino creado por el compositor valenciano Miguel Gálvez-Taroncher, ofreció su particular visión del Pierrot Lunaire de Schoenberg
El inexplicable influjo de la luna / Juan José Roldán
Juan José Roldán
Parece mentira, pero esta Tres veces siete poemas de Pierrot Lunaire de Albert Giraud (Dreimal sieben Gedichte aus Albert Giraud’s Pierrot Lunaire) sigue resultando a día de hoy tan enigmática como indescriptible, tanto en su vertiente poética como estrictamente musical. Cada nueva interpretación en concierto se convierte automáticamente en un acontecimiento, a pesar de que inexplicablemente nuestro oído y sensibilidad sigue sin acostumbrarse a estos parámetros musicales tan alejados de la melodía y la tonalidad, lo que no fue obstáculo para que esta cita del imprescindible festival Encuentros sonoros contara con una asistencia aun siendo tímida, mayor que otras propuestas del mismo. Después de elevar el expresionismo musical a lo más extremo, llevando las experiencias de Wagner y Debussy a sus últimas consecuencias, Schoenberg revolucionó definitivamente la composición musical, aportando el atonalismo, con este Pierrot Lunaire estrenado en 1912 en Berlín y que ayer pudimos volver a disfrutar en Sevilla después de no sé cuántos años sin hacerlo.
Para la ocasión se contó con el conjunto granadino Gohai Ensemble, cuyo nombre hace referencia a las puertas del sueño, construidas de cuerno y de marfil (Gates of Horn and Ivory). Su creador, el valenciano afincado en la ciudad de la Alhambra Miguel Gálvez-Taroncher, aprovechó la ocasión para estrenar un díptico propio en torno a poemas de juventud de Lorca, que funcionaron como interludios entre las tres partes en que se divide la pieza de Schoenberg. Sin embargo sobre el escenario pudimos ver entre los ocho músicos convocados, instrumentistas, director y voz solista, a varios de los más reputados intérpretes que ejercen su trabajo en Sevilla, como Juan Ronda a la flauta, Antonio Salguero al clarinete, Israel Fausto Martínez al violonchelo, y al violín Mariarosaria D’Aprile, que esta mañana además repite escenario con Tommaso Cogato y una estética completamente diferente, las sonatas de Brahms, en un saludable alarde de puro eclecticismo. Vaya por delante nuestro aplauso a los ocho integrantes del proyecto por poner sobre el escenario tan emblemática pieza, y particularmente a conjuntos como el liderado por Gálvez-Taroncher por seguir apostando por la música del último siglo y acercarla al público. En este sentido aplaudimos también la gestión de un espacio público como el Turina por promover estas estéticas sin hacer caso al concepto rentabilidad, al menos no la económica, que sí la cultural y educativa.
Sin embargo lamentamos reconocer que en esta apuesta por Schoenberg y su paradigmática pieza las cosas no funcionaron como debían. La mezzosoprano asturiana Martha Knorr, célebre por su compromiso con la música contemporánea en grabaciones y conciertos, se adhirió al proyecto con su voz pequeña e insuficientemente proyectada, que aunque de timbre precioso y articulación ágil y flexible, quedó eclipsada por el resto del conjunto, que el joven director Rafael de Torres, muy involucrado también en la escena musical y universitaria de Granada, dirigió con demasiado brío y afición por la estridencia. Se juntaron hambre con necesidad y resultó un Pierrot Lunaire confuso y desvirtuado, y es que precisamente su estilo Sprechstimme, entre hablado y cantado, se resintió de una voz que quedó frecuentemente en un segundo plano. Además Knorr, muy libre de hacer su propia interpretación de la partitura, optó, siempre dentro de los ritmos y alturas especificadas en la partitura, por una estética dulce y aterciopelada lejos de la agresividad e ironía, entre grotesca y sardónica, que caracteriza el diálogo que entabla el patético arlequín con la influyente luna, desapareciendo de paso cualquier reminiscencia del cabaret vienés que presenta la obra.
Pierrot Lunaire es drama además de pieza de concierto, pero su discurso sobre el amor, el sexo, la religión, el crimen, el regreso al hogar y el acecho del pasado, quedó velado por esta interpretación algo fuera de estilo y destemplada, sin suficiente imaginación o creatividad. Faltó quizás un mayor número de ensayos por parte de los atribulados y siempre excelentes a nivel técnico integrantes del conjunto. Pero si alguien se pasó por alto los pertinentes ensayos fue el personal encargado de proyectar los subtítulos, hasta el punto de que malogró definitivamente la propuesta dramática y narrativa de la función. Entradas a destiempo, adelanto de acontecimientos, idas y venidas de rótulos, hacia adelante y hacia atrás, pérdida continua del hilo narrativo... continuos desajustes que hicieron aun más inexplicables los mensajes contenidos en los poemas de Giraud convenientemente traducidos en su día por Otto Erich Hertleben. Un inconveniente que se repitió también en los dos interludios musicales que estrenó Gávez-Taroncher en torno al poemario lorquiano de juventud, resueltos con un lenguaje musical harto convencional dentro del sello vanguardia. Piano, en el #2 tocado desde la cuerda, y voz declamada y cantada con efectos ritardandi, buscaron su sitio entre los tres bloques que componen la pieza de Schoenberg, añadiendo un efecto más disfuncional que práctico a la propuesta.
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