Viaje al corazón de Altamira

¿Fueron las pinturas de Altamira obra de una mujer? ¿Cuál fue su propósito al realizarlas? ¿Cómo era la sociedad que las vio surgir hace 16.000 años? Mariano F. Urresti da su particular respuesta a estas preguntas en «La pintora de bisontes rojos» (Almuzara), novela que vuelve a poner de actualidad el gran tesoro de Cantabria

Mariano F. Urresti posa con su novela ante la cueva de Altamira / Antonio Puente Mayor

Antonio Puente Mayor

Corría el año 1868. En las cercanías de Santillana del Mar (Cantabria), un aparcero de origen asturiano llamado Modesto Cubillas Pérez descubrió la entrada de una cueva mientras trataba de liberar a su perro. El interior del vestíbulo se hallaba materialmente cubierto de escombros a causa de un hundimiento, por lo que debieron ser poquísimas las personas que se guarecieron en él en los años siguientes. Denominada inicialmente «de Juan Mortero», en el año 1875, Marcelino Sanz de Sautuola, abogado descendiente de hidalgos, decidió explorar por vez primera la cueva, rebautizándola como Altamira, por ser el nombre de la finca a la que pertenecía. Dicha incursión no arrojó ningún resultado, pero Sautuola, que ya tenía una amplia formación en Ciencias Naturales y en Historia, visitó la Exposición Universal de París, donde conoció de primera mano algunos objetos prehistóricos encontrados en cuevas del sur de Francia; algo que le movió a intensificar sus exploraciones y recuperar objetos de sílex, azagayas y restos de fauna. Finalmente, en 1879, mientras le acompañaba su hija de ocho años en una nueva incursión a la cueva de Altamira, la historia dio un vuelco espectacular. Tras penetrar con una bujía en la sala profunda que se abre detrás del vestíbulo, la niña exclamó: «¡Mira, papá, bueyes!». Marcelino no podía creerlo. Casi por casualidad, María había descubierto un conjunto de pinturas polícromas que cubrían casi toda la bóveda y que, principalmente, representaban bisontes.

¿Verdadero hallazgo o falsificación?

Tras quedar fascinado y llegar a la conclusión de que aquel descubrimiento podía reescribir por completo la Historia, Sautuola se dedicó a tomar apuntes e investigar por su cuenta, y al año siguiente publicó un breve opúsculo titulado Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos de la provincia de Santanderdonde sostenía que aquellas imágenes habían sido realizadas en el Paleolítico. Lamentablemente, un cierto número de estudiosos españoles y franceses no solo pensó que aquello no poseía tal antigüedad, sino que era obra de unos sencillos pastores —los planteamientos que se tenían hasta ese momento de la Prehistoria distaban mucho de los actuales—, no faltando incluso quien tachó a Sautuola de falsificador —especialmente duro fue Émile Cartailhac, arqueólogo francés que había formado parte de la dirección del pabellón de Antropología de la Exposición de París—. Otros, en cambio, defendieron la tesis del cántabro, sobresaliendo Juan Vilanova y Piera, catedrático de la Universidad Complutense. Con el tiempo, el hallazgo de nuevas cuevas terminaría por darle la razón a los defensores de Altamira —Font-de-Gaume (Francia) posee bisontes casi tan espectaculares como los de Santillana del Mar—, si bien ya era demasiado tarde para Marcelino Sanz de Sautuola. Abatido por el ninguneo científico, hubo de asistir al ostracismo de la cueva hasta su muerte en 1888. No obstante, en1902, la revista L'Anthropologie publicaba un artículo de Cartailhac donde este admitía su error y se refería a Sautuola como «distinguido español», culminando con la sentencia: «Es necesario inclinarse ante la realidad de un hecho, y, por lo que a mí concierne, tengo que hacer justicia a M. de Sautuola».

¿Obra de una mujer?

142 años después de que María Sanz de Sautuola y Escalante pronunciase la mítica frase que antecedió al simpar descubrimiento —nada menos que la Capilla Sixtina del arte rupestre paleolítico—, un historiador cántabro residente en Santillana del Mar nos ofrece la posibilidad de viajar al corazón de Altamira a través de una original novela. Su nombre es Mariano Fernández Urresti y su obra, publicada por la editorial Almuzara, se titula La pintora de bisontes rojos. No hace falta desvelar que dicho título ya es de por sí una declaración de intenciones, pues, de inicio, el autor de El enigma Dickens (Premio Jaén de Novela 2018) recoge una teoría difundida en 2012 que plantea la posibilidad de que los polícromos de Altamira fuesen obra de una mujer. Dicha tesis fue planteada por Dean Snow, de la Universidad del Estado de Pensilvania (EE UU), quien tras analizar las huellas de manos encontradas en ocho cuevas de Francia y España determinó que el 75% de las mismas eran femeninas. Partiendo de este y otros muchos estudios, y rellenando los huecos históricos a través de la ficción, Mariano F. Urresti construye una obra fascinante que, en determinados momentos, parece más una ventana al pasado que un trabajo literario.

Dividida en dos partes, y con más de quinientas páginas, su trama arranca en la región de Altamira, hace 16.000 años. Una zona que por entonces se hallaba poblada por hombres «con el rostro y el cuerpo cuidadosamente pintados», que habitaban en cuevas, y cuya alimentación se basaba en la caza y la pesca. Entre ellos destaca Dagda, el líder espiritual de la Cueva de la Gran Cierva, cuya nieta, Aia, acaba de romper uno de los Tabúes más sagrados para la comunidad: participar en una cacería, algo reservado exclusivamente a los hombres. Mientras muchos piden un castigo para la niña, otros tratan de justificarla remitiéndose a su edad y al hecho de ser huérfana de madre. La decisión no es sencilla, y el Hombre que Habla con los Espíritus —es decir, su abuelo— se halla en el ojo del huracán.

Miles de años después, en Lisboa, una joven estudiante de Bellas Artes participa con su pastor blanco suizo en una exposición canina internacional. Además de pintar, soñar y vestir de manera ‘poco ortodoxa’, Miren Yrazabal posee un espíritu indomable que la ha impulsado a rebelarse contra su padre y buscar refugio en casa de su tía. Cuando un arqueólogo es hallado muerto en el interior de El Linar —cueva situada en el municipio cántabro de La Busta—, los acontecimientos comienzan a precipitarse. Y es que, además de encontrar el cadáver mutilado del investigador, sus responsables descubren con horror que las pinturas rupestres han sido totalmente destruidas, lo que se repetirá en otras cuevas y con otros protagonistas. A partir de ese momento, la vida de Miren no volverá a ser la misma, pues amén de verse envuelta en una peligrosa trama criminal, deberá afrontar uno de los retos más importantes de su vida: participar en el proyecto de la Neocueva, réplica de la cueva de Altamira inaugurada en julio de 2001 a poca distancia de la original.

Creacionistas vs evolucionistas

De un modo mágico e inefable, Aia y Miren se verán unidas en su particular odisea a través de las pinturas rupestres, dando como resultado una historia inolvidable que traspasa épocas y fronteras y que vuelve a poner de actualidad uno de los tesoros más maravillosos de Cantabria, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. No en vano, Pilar Fatás, directora del Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira —espacio donde Mariano F. Urresti presentó su novela el pasado 18 de junio— se ha referido a los capítulos dedicados a la Altamira paleolíticas en los siguientes términos: «son tan fidedignos que perfectamente podrían ser reales». Una sentencia con la que no podemos estar más de acuerdo, pues si por algo brilla la obra es precisamente por la recreación del contexto en el que vieron la luz las pinturas rupestres.

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Más allá de sus logradas estampas prehistóricas —para quienes hemos leído la novela, resulta imposible volver a mirar los polícromos de Altamira sin acordarnos de Aia—, La pintora de bisontes rojos es un interesante recorrido por los acontecimientos que se sucedieron a la muerte de Sautuola, especialmente el debate surgido entre creacionistas —defensores del Génesis bíblico como origen del ser humano— y evolucionistas —seguidores de la teoría de Darwin—, así como una poderosa reflexión sobre el papel de la mujer a lo largo de la historia. Salpicada de descripciones naturales que nos permiten visualizar el entorno montañés y sentirnos partícipes de su esplendor, Urresti demuestra poseer una sensibilidad especial al tratar temas como la violencia o el sexo, y confirma que, además de ser su novela más personal, la mezcla de géneros le va como anillo al dedo.

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