120 años de Cernuda: la maldición de ser poeta

El sevillano Luis Cernuda tuvo la lucidez suficiente para saber, incluso desde mucho antes de exiliarse para siempre, que el destino le había negado dedicarse a otro oficio que no fuera el de radiografiar dolorosamente la realidad desde el prisma del deseo

120 años de Cernuda: la maldición de ser poeta

120 años de Cernuda: la maldición de ser poeta / Álvaro Romero

Álvaro Romero

Luis Cernuda, que nació en Sevilla el 21 de septiembre de 1902, no supo nunca si su oficio se lo había impuesto Dios o el Demonio, pero tuvo conciencia desde muy joven, y hasta el último de sus días -un 5 de noviembre de 1963 en México-, de que no había tenido otra opción que la de ser poeta, un ser maldito, marginado, más solo que nadie y condenado a atisbar la doliente realidad a través del prisma del deseo que le confería su condición de farero. “Cómo llenarte, soledad, / Sino contigo misma”, escribió en aquel soliloquio de su libro de 1935 con el que empezó definitivamente su madurez: Invocaciones a las gracias del mundo. “Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona / Que yo fui, / Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones”...

Para entonces, aquel hijo de un severo militar que se había retirado con el grado de coronel de ingenieros, no solo era ya huérfano de padre y de madre y hasta de patria, sino también de una realidad que detestaba “como detesto todo lo que a ella pertenece, mis amigos, mi familia, mi país”, según escribió para la Antología que Gerardo Diego, uno de los fundadores del 27, publicara en 1932. Sí, con 30 años recién cumplidos, Luis Cernuda ya había conocido la traición en todos los lances de la vida: en la familia, en los amigos, en el amor. Y decidió refugiarse en la única compañera que no solo no lo abandonó jamás, sino que le inspiró siempre los versos a los que se agarró para seguir viviendo: “Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos, / Limpios de otro deseo, / El sol, mi dios, la noche rumorosa, / La lluvia, intimidad de siempre, / El bosque y su alentar pagano, / El mar, el mar como su nombre hermoso; Y sobre todos ellos, / Cuerpo oscuro y esbelto, / Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía...”.

Pedro Salinas, que había sido su profesor en la Universidad de Sevilla –luego compañero de Generación-, lo definió muchos años después con precisión poética: “La afición suya, el aliño de su persona, el traje de buen corte, el pelo bien planchado, esos nudos de corbata perfectos, no es más que deseo de ocultarse, muralla del tímido, burladero del toro malo de la atención pública. Por dentro, cristal. Porque es el más Licenciado Vidriera de todos, el que más aparta a la gente de sí, por temor a que le rompan algo, el más extraño”. Lo cierto era que en el atuendo también le influyó sobremanera el recién descubierto cine. En todo caso, varias décadas después que Salinas, el poeta mexicano José Emilio Pacheco coincidió: “Vivió en una arisca soledad, cercada de rencor por todas partes: legítima defensa de un ser vulnerable en extremo, de un caído en el infierno que acepta el mal y, al expresarlo, lo conjura”.

Sin salir en la foto

Cernuda era tan tímido, tan suyo, que no salió en la famosa foto de la Generación del 27 a pesar de que andaba por allí. Precisamente el año que dio nombre al famoso grupo de poetas del que formó parte publicó él su primer poemario, Perfil del aire, pero el aluvión de malas críticas fue tan grande, que solo le faltó que al año siguiente muriese su madre para marcharse a Madrid y a continuación a Toulouse (Francia) gracias a un lectorado de español en aquella Universidad que consigue por mediación de Salinas. Atrás quedaban sus relaciones familiares, las tertulias sevillanas con Joaquín Romero Murube e Higinio Capote, los versos primerizos que había publicado en Revista de Occidente tras conocer a Juan Ramón Jiménez... pero no la profunda huella que el clasicismo en grado sumo le habían sembrado sus profundas lecturas. No en vano, su segundo libro, Égloga, elegía, oda supone un exquisito homenaje a su propio maestro, Salinas, pero más aún a maestros anteriores a quienes no había conocido sino a través de sus versos: el también sevillano Bécquer y ese padre de la poesía culta castellana que fue Garcilaso de la Vega.

Al volver a Madrid, en 1929, Cernuda ya es otro porque ha descubierto el veneno del Surrealismo, se atreve a participar en las tertulias a las que solían ir Federico García Lorca y Vicente Aleixandre, tan amigos suyos, e incluso se enamora de un joven actor gallego, Serafín Fernández Ferro, que terminará provocándole el primer gran dolor amoroso por ser solamente correspondido al antojo del dinero. “Quizá mis lentos ojos no verán más el sur / De ligeros paisajes dormidos en el aire, / Con cuerpos a la sombra de ramas como flores / O huyendo en un galope de caballos furiosos”, escribirá en Un río, un amor. Al año siguiente, en Los placeres prohibidos, termina de encontrar su propia voz: “Si el hombre pudiera decir lo que ama, / Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo / Como una nube en la luz; / Si como muros que se derrumban, / Para saludar la verdad erguida en medio, / Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando solo la verdad de su amor...”, escribirá en ese célebre poema que termina en potentísima declaración inolvidable: “Tú justificas mi existencia; / Si no te conozco, no he vivido; / Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”.

La realidad y el deseo

Ese fue el título que finalmente usó para compilar toda su obra hasta 1936, antes de que estallara la Guerra Civil. La realidad y el deseo terminó siendo, luego en el exilio y hasta después de su muerte, el título que todos sus editores han continuado utilizando para integrar toda la obra cernudiana, como una unidad de sentido al margen de los poemarios que fueron conformándola a lo largo de su vida.

Unos cuerpos son como flores, / Otros como puñales, / Otros como cintas de agua; / Pero todos, temprano o tarde, / Serán como quemaduras que en otro cuerpo se agranden, / Convirtiendo por virtud del fuego a una piedra en un hombre”, escribió Cernuda en aquel libro de placeres presuntamente prohibidos que usaba el surrealismo a conveniencia. Su propia homosexualidad se había convertido en un acicate poético extremo. “Te quiero”, titulará otro de aquellos poemas, para repetir versos en conjunción con la naturaleza: “Te lo he dicho con el viento, / Jugueteando como animalillo en la arena / O iracundo como órgano tempestuoso; (...) Pero así no me basta; / Más allá de la vida, / Quiero decírtelo con la muerte; / Más allá del amor, / Quiero decírtelo con el olvido”.

Donde habite el olvido

El título del quinto libro de Cernuda fue tomado de un verso de Bécquer. Y todo el poemario respondía ya al dolor inexpresable del desamor con que lo habían dañado. “Donde habite el olvido, / En los vastos jardines sin aurora; / Donde yo solo sea / Memoria de una piedra sepultada entre ortigas / Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios”, comienza el poemario. “Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista. / En esa región donde el amor, ángel terrible, / No esconda como acero / En mi pecho su ala, / Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento”.

Luis, volcado ya en las Misiones Pedagógicas de la II República que llevaron bibliotecas y museos ambulantes por pueblos perdidos de toda España, se refugia entonces en el verso escrito, pero también en el verso dicho y en el verso publicado, en el verso para rendir homenaje: a Valle-Inclán porque muere el día de la Cabalgata de Reyes de 1936; a García Lorca porque lo asesinan al mes de haber comenzado la guerra. “Así como en la roca nunca vemos / La clara flor abrirse, / Entre un pueblo hosco y duro / No brilla hermosamente / El fresco y alto ornato de la vida”, escribirá pensando en Federico. “Por eso te mataron, porque eras / Verdor en nuestra tierra árida / Y azul en nuestro oscuro aire”. Y quizás también por eso, y por más cosas, se terminó exiliando él para no volver jamás, consciente siempre de la suerte de no haber sucumbido también en un país en llamas.

Profesor y peregrino

Aunque Cernuda pasó dos meses en París con su amiga Concha de Albornoz como agregado de la Embajada Española, a finales del 36 vuelve a Madrid y se alista en el Batallón Alpino. En 1937 se traslada a Valencia para participar, como tantos otros poetas –desde el maestro Antonio Machado hasta el entonces tan guerrillero Miguel Hernández-, en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas. Precisamente allí habría de conocer a Octavio Paz y a su mujer, con quienes volvería a coincidir después en México. En 1938 parte hacia el Reino Unido para dar una serie de conferencias en las universidades de Glasgow y Cambridge, donde trabaja asimismo como lector de español. Aquel paisaje escocés lo deprimiría tanto, que escribió Ocnos, ese gran libro de prosa poética sobre la Sevilla de su infancia a la que no necesita mencionar. Pero también abunda en el verso con Las nubes, un libro en el que España aparece ya como madrastra de sus hijos. “Dime, háblame / Tú, esencia misteriosa / De nuestra raza / Tras de tantos siglos, / Hálito creador / De los hombres hoy vivos, / A quienes veo por el odio impulsados / Hasta ofrecer sus almas / A la muerte, la patria más profunda”.

En el libro siguiente, Como quien espera el alba, el exilio se hace más profundo, porque su amiga Concha de Albornoz le consigue un puesto de profesor en un colegio de Massachusetts (EEUU) y él pone rumbo a América para agrandarse una herida que habrá de supurarle en forma de nostalgia... Hablando de su propio país, irreversiblemente lejano, escribirá: “Es la luz misma, la que abrió mis ojos / Toda ligera y tibia como un sueño, / Sosegada en colores delicados / Sobre las formas puras de las cosas. / El encanto de aquella tierra llana, / Extendida como una mano abierta, / Adonde el limonero encima de la fuente / Suspendía su fruto entre el ramaje...”. Y terminará preguntándose, a sí mismo y a su tierra, vencido por el amor ineluctable a sus orígenes: “Raíz del tronco verde, ¿quién la arranca? / Aquel rumor primero, ¿quién lo vence? / Tu sueño y tu recuerdo, ¿quién lo olvida, Tierra nativa, más mía cuanto más lejana?”.

Vuelva el que tenga

Desde EEUU, la única patria que ansió Cernuda fue la del idioma. Fue en 1952 cuando consiguió establecerse en la Universidad Nacional Autónoma de México como profesor e investigador. Quien le había tirado del corazón, en rigor, había sido un joven culturista del que se enamora perdidamente. El muchacho se llamaba Salvador Alighieri y a él le dedicó los famosos Poemas para un cuerpo.

Desde México, rodeado además de amigas como María Zambrano, Rosa Chacel o Concha Méndez, en cuya casa había de morir, su nombre es reivindicado por los jóvenes cordobeses del Grupo Cántico, se prepara la tercera edición, evidentemente ampliada, de La realidad y el deseo y le llueven las demandas para que imparta cursos sobre literatura española en California. Falleció el 5 de noviembre de 1963 y fue enterrado en la sección española del Panteón Jardín. Su testamento lo había redactado en versos algunos años antes: “¿Volver? Vuelva el que tenga, / Tras largos años, tras un largo viaje / Cansancio del camino y la codicia / De su tierra, su casa, sus amigos, / Del amor que al regreso fiel le espere”, dirá. “Mas, ¿tú? ¿volver? Regresar no piensas, / Sino seguir libre adelante, / Disponible por siempre, mozo o viejo, Sin hijo que te busque, como a Ulises, / Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope”.

Todavía ahora, cuando se van a cumplir 120 años de su nacimiento –algunos menos después de su renacimiento, al que tanto han contribuido las últimas generaciones poéticas españolas- resuena su despedida en Desolación de la quimera, como la profecía de un poeta como él que, a pesar de los dolores, fue capaz de catar su propia eternidad: “Adiós, adiós, compañeros imposibles. / Que ya tan solo aprendo / A morir, deseando / Veros de nuevo, hermosos igualmente / En alguna otra vida”.