Un Gato Montés vistoso e inspirado
El popular título de Penella recaló en el Maestranza por tercera vez, en esta ocasión con una vistosa y muy acertada producción de la Ópera de Tenerife
Juan José Roldán
Todavía recordamos el impacto emocional que nos provocó esta ópera hace nueve años, cuando de la mano del director de escena José Carlos Plaza asistimos a una Sevilla mísera y tenebrosa. Antes, en 1992, Miguel Roa y Plácido Domingo nos la sirvieron calentita, el mismo año que grabaron el álbum de referencia tras la culminación de los trabajos de recuperación que llevó a cabo el entonces director del Teatro de la Zarzuela a instancias y con el impulso del tenor madrileño. Y es que aunque fue un éxito cuando se estrenó en Valencia en 1917, el escaso espíritu comercial que siempre nos ha caracterizado la llevó casi de inmediato al olvido y hoy apenas se representa en otros países que no sean el nuestro. Es una verdadera pena, pues al margen de su falta de originalidad y ruptura estético musical, se trata de un trabajo hecho con cariño y mucho esfuerzo, todo el que fue capaz de depositar Manuel Penella desde la humildad artística pero la ambición comercial de quien fuera también empresario. Hoy todavía somos capaces de apreciar las excelencias de una ópera que constituye un intento más de crear lírica seria española, entre ellas una apreciable fluidez dramática y narrativa y una composición musical exuberante y henchida de exquisitas melodías. De quitarle esa pátina rancia que le persigue desde antaño, motivada por su pintoresquismo y una galería de personajes a cual más tópico, ha de dedicarse una producción que sea a la vez solvente e inteligente, y la que nos ha llegado de Tenerife cumple esos requisitos.
Se trata de la segunda producción de la ópera canaria que nos llega de forma consecutiva esta temporada, tras el Capuletos y Montescos del pasado diciembre. Podríamos decir que renuncia a todo simbolismo, salvo por una prescindible cabeza gigante de toro que aparece al final del segundo acto, y parece querer quedarse en la superficie aunque dosificando los elementos hasta dejarlo en la justa expresión. Tiene un sentido del color y la elegancia destacable sin renunciar en absoluto a la espectacularidad, como pudo constarse en ese mismo acto con las espléndidas soluciones visuales que se utilizaron en la corrida, y que tuvo su punto culminante en el contraste entre una orquesta espléndida y una banda interna con alumnos del conservatorio que llegó a provocar una honda emoción. En el vestuario predominó el rojo, con tonos apasionados y otros más apagados, mientras la parte escénica se resolvió con un único decorado sometido a discretas modificaciones y un sentido del minimalismo bastante acertado. Buena fue además la dirección de actores y actrices, ágil y fluida, todo ello apoyado en una plataforma giratoria que dio tanto juego como expresividad al conjunto.
Un buen elenco y una orquesta formidable
En el apartado estrictamente musical celebramos la dirección de Óliver Díaz, quien con esta ya ha culminado todas las facetas posibles del Maestranza, la Sinfónica la pasada temporada, la zarzuela con La tabernera del puerto y Los diamantes de la corona, y el ballet con Giselle. Conocedor de las posibilidades de la orquesta, aprovechó al máximo su calidad y extrajo de ella un sonido voluptuoso y espectacular, aunque en el camino exageró en decibelios y llegó a eclipsar en más de una ocasión a las voces concertantes. De estas, las masculinas destacaron más que las de ellas, especialmente el bajo Simón Orfila, que hizo una reseña impecable de las hazañas del Macareno y se esmeró también en el resto de sus intervenciones, siempre con un canto seguro y potente, así como una perfecta dicción. El tenor alicantino Antonio Gandía exhibió temperamento y una voz cálida y potente, muy bien proyectada, con mucha confianza y buena disposición, mientras Juan Jesús Rodríguez demostró por qué triunfa en los mejores escenarios del mundo. Su Gato fue rotundo, hábil teatralmente y muy expresivo a nivel canoro, con facilidad para llegar a todos sus registros, sin fatiga ni apreciable esfuerzo. En el apartado de secundarios destacó el Hormigón del joven tinerfeño Fernando Campero, un barítono de expresión también fácil y fluidez canora, poseedor además de un hermoso timbre.
Todavía no acertamos a entender qué le pasó a Mariola Cantarero, que el año pasado por estas fechas nos encandiló en un recital junto a Ismael Jordi en el que también cantó la escena de presentación del célebre pasodoble Torero quiero ser. Esta vez notamos su tono apagado, su voz tremolante y una capacidad de proyección notablemente mermada. Esperamos que se trate solo de unos inconvenientes pasajeros que pronto sea capaz de corregir, quizás en la segunda y última función, que tendrá lugar mañana sábado. Aplaudimos la habilidad y el ingenio de Raúl Vázquez para evidenciar la tortura a la que es sometida Soleá, entre dos hombres que creen adorarla pero solo la machacan emocionalmente. Quizás haberla salvado en el último momento, una licencia que no sería la primera vez que se toma un director escénico, hubiera completado esta acertada y casi contemporánea visión de los acontecimientos. Ferrández, Rodríguez y Mencid, esta última como pastorcito desde las bambalinas, cantaron sus papeles con oficio y solvencia, y todos y todas emplearon con acierto en algún momento ese dejillo aflamencado que caracteriza la empresa. Estupenda también la coreografía de Alberto Ferrero, muy bien defendida por los seis profesionales convocados al efecto. Ni que decir tiene que las aportaciones de los niños y niñas de la Escolanía de Los Palacios, el alumnado del Conservatorio Manuel Castillo y el excelente Coro del Maestranza, de cuyas filas salieron cinco de los personajes secundarios, entre ellos el pastorcito aludido, contribuyeron de forma decisiva a la alta calidad de esta producción por la que sin embargo no parece haberse apostado mucho, dada la ridiculez del número de funciones programadas, y eso que el teatro estaba a rebosar.
La ficha
EL GATO MONTÉS ****
Ópera de Manuel Penella. Óliver Díaz, dirección musical. Raúl Vázquez, dirección escénica. Carlos Santos, escenografía. Massimo Carlotto, vestuario. Eduardo Bravo, iluminación. Alberto Ferrero, coreografía. Con Mariola Cantarero, Juan Jesús Rodríguez, Antonio Gandía, Simón Orfila, Fernando Campero, Sandra Ferrández, María Rodríguez, Sara López de Haro, Julio Ramírez, Andrés Merino, Fran Gordillo, Soraya Méncid y miembros de la Escolanía de Los Palacios. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Alumnos del Conservatorio Manuel Castillo. (Lara Diloy, dirección). Coro Teatro de la Maestranza. Íñigo Sampil, director. Producción de la Ópera de Tenerife. Teatro de la Maestranza, jueves 17 de febrero de 2022
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