Gabriela Mistral, la primera escritora en español en recibir el Premio Nobel

Nacida como Lucila Godoy Alcayaga, la chilena que recibió el Nobel de Literatura en 1945 se catapultó a sí misma a la poesía con un libro tan heterogéneo como ella, Desolación, publicado hace ahora justamente un siglo

Gabriela Mistral, la primera escritora en español en recibir el Premio Nobel

Gabriela Mistral, la primera escritora en español en recibir el Premio Nobel / Álvaro Romero

Álvaro Romero

A Gabriela Mistral (1889-1957), la primera escritora en lengua española que recibió el Premio Nobel de Literatura –y en un año tan difícil para el mundo como 1945-, le habían puesto tan cuesta arriba toda su carrera, por ser mujer y pobre al mismo tiempo, que su principal objetivo en la vida no fue siquiera la poesía, sino la educación pública. Su “Oración de la maestra” se convirtió en un himno docente de quienes aspiraban a cambiar el mundo a través de esa revolución que no necesita balas, sino palabras. “¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra que Tú llevaste por la Tierra. (...) Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos”.

Aquella manera suya de enseñar y pedir perdón al mismo tiempo procedía de haber convalidado sus conocimientos ante la Escuela Normal de Santiago de Chile sin haber pasado por el Instituto Pedagógico. No estudió la carrera porque no tenía dinero. De hecho, con solo 15 años ya era profesora ayudante. Y con 21 tenía que soportar la envidia de sus compañeros, que le recordaban su origen. “Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana”, seguía diciendo ella en su oración, ajena a aquel runrún chismoso. “Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando!”. En rigor, su filosofía personal de la educación, influida por pensadores como el uruguayo Rodó o el bengalí Tagore que en aquella época había traducido por primera vez al español Zenobia Camprubí, tenía tanto de adelantado que el gobierno de México la nombró consejera de su propio revolución educativa. Mistral –sin que hubiera mediado una pandemia como la de ahora- creía en la enseñanza al aire libre, en la importancia de crear comunidad entre el alumnado y sus propios padres sin que existieran todavía las AMPAS y promovió las artes en el aula. De modo que cuando, en 1922, fue contratada por el gobierno mexicano para conformar su nuevo sistema educativo, todos los que la habían criticado por no haber estudiado para maestra en la Universidad tuvieron que guardar un espeso silencio.

Aunque llegó a México con la única misión de dar a conocer allí la literatura chilena, el ministro mexicano de Educación, José Vasconcelos, le tenía preparadas otras funciones, porque en el país azteca querían apostar vivamente por una radical alfabetización. De modo que Mistral preparó un libro de lectura para mujeres, se encargó de organizar trabajos de enseñanza rural e indígena, enseñó la importancia de leer silenciosamente en la biblioteca y en público en medio de las aldeas, hasta convertir cada encuentro lector en una especie de fiesta local a la altura de las religiosas.

Aquel mismo año, hace ahora justamente un siglo, se había publicado, no en su Chile natal, sino en Nueva York –editado por el Instituto de Las Españas que dirigía Federico de Onís- su primera obra maestra, Desolación, un libro en verso y prosa tan heterogéneo como ella misma, que ya para entonces había cambiado su nombre de pila por el nombre de uno de sus escritores más admirados, el italiano Gabriele D’Annuzio, y el apellido del occitano Frédéric Mistral.

Religiosidad profunda

Gabriela Mistral promovió siempre un concepto religioso de la educación como vía para acercarse a Dios sin misticismos. “Padre Nuestro que estás en los cielos, / ¡por qué te has olvidado de mí! / Te acordaste del fruto en febrero, / al llagarse su pulpa rubí. / ¡Llevo abierto también mi costado, / y no quieres mirar hacia mí!”, escribió en perfectos decasílabos en “Nocturno”, uno de los numerosos poemas existenciales que componen Desolación. En “Interrogaciones” parecía acordarse de Romelio Ureta, un funcionario de ferrocarriles con el que ella había mantenido una especie de idilio y que se suicidó no por ella, como apuntaron los chismes durante mucho tiempo, sino por otro asunto de administración mucho más prosaico: “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? / ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, / las lunas de los ojos albas y engrandecidas, / hacia un ancla invisible las manos orientadas? / ¿O Tú llegas después que los hombres se han ido, / y les bajas el párpado sobre el ojo cegado, / acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido / y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?”. Más allá del fondo, estaba también claro que el dominio del alejandrino que había catapultado Rubén Darío era en Mistral una forma natural de versificar, incluso en aquellos “Sonetos de la muerte” con que había recordado su antiguo amor: “Del nicho helado en que los hombres te pusieron, / te bajaré a la tierra humilde y soleada. / Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, / y que hemos de soñar sobre la misma almohada”.

Por aquellos últimos años chilenos, al margen de con Romelio Ureta, Mistral mantuvo una apasionada relación epistolar con el escritor Manuel Magallanes Moure, jurado en los Juegos Flores que impulsaron a la poeta, pero la pasión se enfrió cuando se vieron en persona, aunque ella misma tuvo siempre sus reservas porque él era un hombre casado. “Él pasó con otra; / yo le vi pasar. / Siempre dulce el viento / y el camino en paz. / ¡Y estos ojos míseros / le vieron pasar!”, escribió en el poema “Balada”, demostrando así su igual dominio del arte menor. “Él va amando a otra / por la tierra en flor. / Ha abierto el espino; pasa una canción. / ¡Y él va amando a otra / por la tierra en flor!”.

Su compromiso con los obreros, con los pobres y con los niños fue siempre indudable, y la ternura de muchos de sus versos de Desolación adelantaba el libro siguiente que se tituló precisamente Ternura y que fue publicado en Madrid. “Piececitos de niño, / azulosos de frío, / ¡cómo os ven y no os cubren, / ¡Dios mío! / ¡Piececitos heridos / por los guijarros todos, / ultrajados de nieves / y lodos! / El hombre ciego ignora / que por donde pasáis / una flor de luz viva / dejáis; / que allí donde ponéis / la plantita sangrante, / el nardo nace más / fragante”.

Influencia mundial

Solo después de regresar de México, ya en 1925, Gabriela Mistral fue nombrada delegada chilena del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones. Su país empezó por fin a mirarla con otros ojos, y ella ya no cesó de viajar por el mundo como un personaje de influencia global. Visitó EEUU y muchos países europeos para estudiar sus métodos educativos, fue profesora invitada en las universidades de Barnard, Middlebury y Puerto Rico y el cónsul general de Chile en Suecia, Ambrosio Merino Carvallo, propuso ya a Mistral como candidata al Premio Nobel de Literatura en el año 1926. Lo obtendría 19 años después. Entretanto, trabajó como cónsul de su país en multitud de ciudades europeas y americanas, mientras su poesía era traducida a decenas de idiomas. El propio Pablo Neruda, paisano suyo y Premio Nobel tantos años después, hubo de reconocer no solo su influencia, sino también que Mistral le abriera el apetito por la literatura rusa, por ejemplo.

Como la tía Tula

Mistral fue soltera toda su vida, pero hasta su relación con su sobrino Juan Miguel Godoy, más conocido como Yin Yin, tuvo algo de literario al ejercer ella de madre sobre el pequeño como el famoso personaje unamuniano. Fue cruel la casualidad de que, en 1945, se enterara ella de que le habían concedido el Nobel en la ciudad brasileña de Petrópolis, adonde se había mudado su sobrino algunos años atrás y donde se había suicidado al cumplir los 18 años, tomando arsénico, por no soportar el acoso de sus compañeros. Un caso de bullying que a Mistral le costó una de las etapas más penumbrosas de su vida, a pesar del Nobel...

Estrella, estoy triste. / Tú dime si otra / como mi alma viste. / -Hay otra más triste. / -Estoy sola, estrella. / Di a mi alma si existe / otra como ella. / -Sí, dice la estrella. / -Contempla mi llanto. / Dime si otra lleva / de lágrimas manto. / -En otra hay más llanto. / -Di quién es la triste, / di quién es la sola, / si la conociste. / -Soy yo, la que encanto, / soy yo la que tengo / mi luz hecha llanto”, había escrito ella en “Balada de la estrella” tantos años atrás, otra de aquellas composiciones de Desolación dedicada a la naturaleza y en las que el título del libro comienza a comprenderse como un título vital.

Doris Dana, su último amor

La última etapa de Gabriela Mistral está marcada por su relación con la joven estadounidense Doris Dana, y aunque ambas negaron durante toda su vida que fueran realmente pareja, el debate de su lesbianismo no solo se abrió muchos años después, al ser recordadas, sino que incluso, para sorpresa de la fundación que lleva el nombre la autora, la propia presidenta chilena Michelle Bachelet usó sus versos cuando se promulgó, en 2015, el acuerdo de unión civil que permitió en Chile formalizar por primera vez en la historia parejas del mismo estado. “Nuestra Gabriela Mistral escribió a su querida Doris Dana: Hay que cuidar esto Doris, es una cosa delicada el amor. Y lo recuerdo hoy porque a través de esta ley lo que hacemos es reconocer desde el Estado el cuidado de las parejas y de las familias y dar un soporte material y jurídico a esta vinculación nacida en el amor”, dijo la presidenta chilena hace tan solo siete años, cuando iba ya para medio siglo de la muerte de una poeta que se eternizó en sus propios besos. No se pierdan su poema más famoso:

Hay besos que pronuncian por sí solos

la sentencia de amor condenatoria,

hay besos que se dan con la mirada

hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles

hay besos enigmáticos, sinceros

hay besos que se dan sólo las almas

hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,

hay besos que arrebatan los sentidos,

hay besos misteriosos que han dejado

mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran

una clave que nadie ha descifrado,

hay besos que engendran la tragedia

cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios

que palpitan en íntimos anhelos,

hay besos que en los labios dejan huellas

como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas

por sublimes, ingenuos y por puros,

hay besos traicioneros y cobardes,

hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa

en su rostro de Dios, la felonía,

mientras la Magdalena con sus besos

fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita

el amor, la traición y los dolores,

en las bodas humanas se parecen

a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos

de amorosa pasión ardiente y loca,

tú los conoces bien son besos míos

inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso

llevan los surcos de un amor vedado,

besos de tempestad, salvajes besos

que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero...? Indefinible;

cubrió tu faz de cárdenos sonrojos

y en los espasmos de emoción terrible,

llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso

te vi celoso imaginando agravios,

te suspendí en mis brazos... vibró un beso,

y qué viste después...? Sangre en mis labios.

Yo te enseñé a besar: los besos fríos

son de impasible corazón de roca,

yo te enseñé a besar con besos míos

inventados por mí, para tu boca.

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