Los costaleros: de apestados esportilleros a protagonistas de la Semana Santa
La trepidante historia de quienes cargan con los pasos es también la evolución de una figura marginada e invisible que pasó de gallegos asalariados en los muelles a figura esencial de unas cofradías que los consideran los pies de Cristo y su Madre
Álvaro Romero
Hasta que los costaleros se convirtieron en columna vertebral de las procesiones -los pies de Dios mismo y de su Madre- la penosa evolución de esta figura de las cofradías encierra una interesantísima historia de 500 años en la que han ido interviniendo -como privilegiados testigos- cronistas, novelistas, poetas y teólogos para concatenar las necesarias miradas que hicieron posible que aquellos desgraciados esportilleros de los muelles que cargaban el peso de las procesiones por un mísero salario se hayan convertido en el último medio siglo en unas figuras inexcusables del sentido de las cofradías. De hecho, del uso generalizado de la palabra “costalero” en sí se acaba de cumplir, en plena pandemia, solamente un siglo, pues fue en 1921 cuando el escritor sevillano José Muñoz San Román lo utiliza en su libro El encanto de Sevilla y el madrileño Alejandro Pérez Lugín, en Currito de la Cruz.
Entonces, como había ocurrido en las últimas cuatro centurias, el costalero era todavía un asalariado trabajador que nada tenía que ver con la estructura de las hermandades y cuya necesidad se remontaba a cuando, en pleno siglo XV, el cabildo de la Catedral necesitaba a una docena de hombres fornidos para mover lo que en aquella época se conocía como “la roca”, que era el escenario en el que se representaba teatralmente la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo en la festividad del Corpus Christi. Ninguno de los trabajadores que entonces participaba en tal representación era de Sevilla, sino “de fuera”, y “cobraban en maravedíes”, como relata José Sánchez-Arjona en su libro de 1898 Noticias referentes a los anales del teatro en Sevilla desde Lope de Rueda hasta fines del siglo XVII y recoge, a su vez, el sevillano Antonio Jesús Jiménez Benítez en Historia del mundo de abajo (editorial Anantes, 2016).
El peso del lujo
Fue el Concilio de Trento, que tanto luchó contra el Protestantismo de Lutero y que se desarrolló en veinticinco sesiones entre 1545 y 1563, el que le dio un impulso definitivo a las cofradías, pues contra la austeridad plástica de los protestantes, la Iglesia Católica decide dotar de una renovada importancia a las imágenes sagradas al tiempo que, en sínodo diocesano (1572-1575), se prohíben las representaciones teatrales en el interior de los templos. Las cofradías ponen entonces el Evangelio en la calle, al alcance del pueblo.
Aunque en un principio –como había pasado antes con los sacerdotes con la Custodia-, eran los propios miembros de cada hermandad quienes llevaban en pequeñas parihuelas sus imágenes, el impetuoso afán de los cofrades por exaltar con la mayor magnificencia posible sus propios misterios hizo que las andas, poco a poco, fueran creciendo en tamaño para albergar imágenes cada vez más grandes, y más pesadas. En 1590, la Hermandad del Silencio de Sevilla estrena unos respiraderos en plata de ley para su Virgen, lo que evidencia que ya tenía cargadores debajo de un paso. Solo nueve años después, la Hermandad de Montesión recoge en acta la contratación de hombres para portar las andas penitenciales ante la poca disposición o incapacidad de los propios hermanos para hacerlo. Estaba, en aquellos años de finales del siglo XVI, tan mal vista la tarea de cargar con pesadas cargas que quienes desempeñaban este bajo oficio eran casi siempre por extranjeros, gente de paso, o pobres cargadores del muelle de la ciudad más cosmopolita de Occidente, que era entonces Sevilla, en cuyo puerto se dirimía todo lo que llegaba de las Indias, tal y como refleja el mismísimo Cervantes, encarcelado aquí precisamente en aquel entonces, en su celebérrima novela picaresca Rinconete y Cortadillo, que también hacen de esportilleros por recomendación de un asturiano al que le preguntan...
Si había entonces una procesión fundamental en Sevilla era la del Corpus, cuya custodia pasó de ser portada por los clérigos a hacerse con un carro de cuatro ruedas. En 1587, sin embargo, se decide que de la custodia se encarguen miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Granada, instituida canónicamente en la capilla del mismo nombre situada en el patio de los naranjos de la Catedral hispalense y que unió al gremio de cargadores del muelle que trabajaban en la Gran Compañía del río, a quienes se les pagaban doce ducados. Es curioso reseñar que estos privilegiados miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Granada, que tenían hasta el derecho de ser enterrados en la capilla del Patio de los Naranjos, estuvieron cargando con la Custodia hasta bien entrado el siglo XX. En el republicano año de 1931, debido a la inestabilidad política para el clero y sobre todo a las ganas que este tenía ya de suprimir a los costaleros por su mal comportamiento, el cardenal Eustaquio Ilundain determinó aquel año ponerle ruedas al paso de Jesús Sacramentado. Un hito que interrumpía una tradición de más de tres siglos.
De los fachini a los gallegos
En 1982, el profesor sevillano Teodoro Falcón Márquez descubrió en los fondos documentales de la Catedral de Sevilla un dibujo de Lucas Valdés -el hijo del más famoso pintor Valdés Leal- en el que aparecen tres hombres ataviados con atuendos costaleros. La imagen tienen una curiosa inscripción italiano que, traducida, dice: “Portadores que llevan la Custodia con el Santísimo Sacramento en la procesión que se hace en Sevilla el día del corpus Christi”. El dibujo, fechado en 1686, es conocido como “los tres facchini” (facchini significa portadores) y es el más antiguo documento gráfico sobre costaleros del que se tiene conocimiento. Todavía hoy, en Sicilia, perviven estos personajes que cargan con grandes “candelores” en la ciudad siciliana de Catania por la festividad, en febrero, de santa Águeda.
En Sevilla, durante mucho tiempo, a estos facchini se les llamó “gallegos”, por ser de Galicia muchos de quienes se dedicaban al oficio generalizado de cargar, también pasos de Semana Santa. Por los años de la Guerra de Cuba, antes de 1898, el corresponsal norteamericano Stephen Bonsal escribe en una crónica: “La plataforma, o Paso, que porta a la imagen de Nuestra Señora de los Dolores se dibuja cada vez más cerca, flotando suavemente como una góndola sobre un mar estival. (...) Los cargadores son todos Gallegos importados que, en Sevilla, al igual que en cualquier otro lugar de la península, suelen ser los cortadores de leña y los aguadores”. Aquellos gallegos sacaban un paso detrás de otro durante la Semana para sacarse un mísero salario, y la estampa de aquellos hombres metidos entre cuatro paredes de tela tenía el sonido de un lenguaje vulgar, el del fluir del vino, amén de los malos olores de sus propios orines. En 1908, el escritor realista Vicente Blasco Ibáñez dedica, en su famosa novela Sangre y arena, un pasaje a la Semana Santa: “Eran los gallegos, los conductores forzudos, a los que se confundía, fuese cual fuese su origen, en esta denominación geográfica, como si los hijos del país no se creyesen aptos para ningún trabajo constante y fatigoso. Bebían ávidamente el agua, y si había próxima una taberna, se insubordinaban contra el director del paso reclamando vino. Obligados a permanecer en este encierro muchas horas, comían agachados y satisfacían otras necesidades. Muchas veces, al alejarse el santo paso tras una larga detención, la muchedumbre reía viendo lo que quedaba al descubierto sobre el limpio adoquinado, residuos que obligaban a correr con espuertas a los dependientes municipales...”.
En 1916, Eugenio Noel refleja en Semana Santa en Sevilla el paradójico lenguaje soez de estos hombres que cargaban con imágenes sagradas: “¡Quietitos, niños, quedarse parao...! Me cago en Dio, ¡a la izquierda...! Pasito menúo... (...) A una tóos... ¿estamos? Mardita zea la mare puta que m’a parío... ¡que ze va a cae...! Ar frente, leche, un poquito de aguante... ¡Ole los tíos con...! Er pasito por igual, niños”.
“Los pobrecitos cargadores”
Si hay un autor que dignifica por primera vez la labor de aquellos gallegos –aunque no fueran de Galicia, ni mucho menos- es el canónigo de la Catedral Juan Francisco Muñoz y Pabón. En su obra Cruz y claveles, de 1920, hay ya unas consideraciones absolutamente distintas del trabajo costalero que lo encauzan hacia su integración cofrade: “¡Pobrecitos cargadores de pasos, que como aquellos mártires que morían en montón, sin preguntárseles el nombre ni vérseles el rostro, discurrís por nuestras calles tras el anónimo de las caídas de un paso! ¡Por Dios no desperdiciéis el mérito de vuestra cruz! Unidla con la de ese Cristo que paseáis en triunfo por nuestras calles!... (...) Los que más se parecen a Jesucristo en la Semana Santa sois vosotros...”. Pocos años después, cuando la Exposición de 1929, la mirada de la francesa Marie-Thérèse Gadala en Andalucía Sentimental es distinta aún: “Un descanso. Por debajo del paso, levantando las pesadas colgaduras que les amurallan, unos hombres negros escapan... ¿Y por qué no han de ir también a beber ellos, estos gallegos (así llamados en recuerdo de los musculosos gallegos de otro tiempo), los únicos entre los que van en la procesión que no son más que obreros, pobres seres sudorosos, jadeantes, que, más galeotes bajo este carro que los forzados de antaño en las galeras del Rey, son el vivo motor de las Santas Imágenes?”.
Costaleros a la huelga
Desde el Concilio de Trento y hasta bien entrado el siglo XX, la relación de las hermandades con los gallegos era exclusivamente laboral: un capataz buscaba a estos hombres para trabajar en las cofradías y, a cambio, recibían un salario, aunque el asunto encerraba su confrontación: además del mal comportamiento de los gallegos, para las hermandades era un problema creciente encontrar dinero para pagarles. En la Semana de Pasión de 1901 se produce la primera huelga de costaleros de la historia: solicitaban un mínimo de cinco pesetas por las cuatro primeras horas de trabajo en la procesión, más algunos incrementos en función de las distintas peculiaridades de cada procesión. Aquel Sábado de Pasión todavía no se sabía si iban a contar con costaleros, que se retiraron al Sindicato de Albañiles para esperar la respuesta. Aunque las cofradías salieron finalmente porque otros trabajadores se ofrecieron a sacar los pasos, la huelga tuvo sus frutos, ya que los costaleros consiguieron pasar de 12 reales a 20 como mínimo, más un cuartillo de vino.
Por aquellos años, el capataz Rafael Franco Luque empieza a revolucionar la forma de trabajar las cofradías, con una lista previa de la cuadrilla y con el invento de la técnica de la igualá, que como la palabra indica (igualada, de igual) consistía en distribuir a todos sus hombres bajo el paso de modo que todos cargasen con igual peso. En 1908 se hace cargo Franco Luque de su primera cofradía, La Mortaja, que entonces era conocida como Piedad de Santa Marina. Rafael empezó a vestirse con traje y corbata negros, sus voces empezaron a ser cortas y sin alardes y su cuadrilla fue la primera que se disciplinó de una manera notable, más silenciosa y siempre bajo los faldones. Al año siguiente, Franco Luque fue nombrado capataz del Gran Poder y al siguiente, de La Amargura. Tanta demanda llegó a tener Rafael que había días en los que se hacía cargo de dos cofradías, y por eso surge la figura de un segundo capataz con galones de primero, que en aquel momento tiene nombre propio: su tocayo Rafael Ariza Aguirre, el fundador de una dinastía del mundo de abajo que aún perdura.
El buen capillita
El gran periodista Manuel Chaves Nogales publicaría en 1935, en el diario Ahora, una serie de artículos que luego se ha publicado en libro bajo el título Semana Santa en Sevilla: “La Semana Santa sevillana no es obra, ni de los curas ni de los gobernantes, sino de los cofrades. Los dos enemigos natos de la Semana Santa son el cardenal y el gobernador, el representante de la Iglesia y del Estado. El buen capillita se pasa la vida hablando mal de ellos y protestando contra sus decisiones”, escribirá el escritor sevillano tan adelantado a su propia época, que escribe en otro artículo: “La gente que no sabe nada, los turistas ingleses, los viajantes catalanes, los catetos de los pueblos de Sevilla, ven que los pasos se mueven sencillamente de un lado para otro y no aciertan a comprender el mérito extraordinario que esto tiene. Porque llevar un paso de aquí para allá debe de ser bastante fácil, pero el quid de la cosa consiste en acumular dificultades solo por el gusto de vencerlas. Por ejemplo: En la parte más estrecha de la calle Águilas había, hace años, un farol de gas, cuyo brazo de hierro se enganchaba en los varales del palio de la Virgen de San Bernardo y no la dejaba pasar. Todos los años, cuando el paso llegaba a ese sitio, el capataz arengaba a sus hombres como un general a sus tropas ante la batalla y se lanzaba a la heroica conquista del farol. Dócil a su voz de mando, el paso avanzaba milímetro a milímetro. Cuando parecía que el primer varal del palio iba a tropezar con el farol, el capataz, con una inspiración genial, ordenaba una brusca desviación de la delantera del palio, y un segundo después, ante el pasmo de los espectadores, el varal había sorteado el terrible escollo. Este recorte torero había que hacerlo tantas veces como varales tenía el palio. En cualquiera de ellas se corría el riesgo de que se enganchase y derribase todo el artificio: una verdadera catástrofe. Pero el capataz salía siempre victorioso de la prueba. ¡Qué ovación se ganaba entonces!”.
Hasta un republicano comprometido como Antonio Núñez de Herrera es capaz de comprender la profundidad de estos ritos en Semana Santa, Teoría y Realidad, donde da un paso más allá de las dos Españas y sus visiones simplistas y estereotipadas y busca penetrar en la hondura contradictoria de Sevilla, donde se puede llegar a ser anarquista y cofrade, o comunista y cofrade.
Si hay un libro en el que se perfila definitivamente el trabajo costalero es de Manuel Sánchez del Arco titulado Cruz de Guía, de 1943, subtitulado sabiamente “Exégesis profana de la Semana Santa de Sevilla”. “¿Habéis reparado en que la procesión es un perfecto modelo de ordenado trabajo muscular?”, dirá este autor. “Sin los costaleros que llevan los pasos, ¿tendrían ese aire humano, vivas imágenes del dolor caminante, el Señor del Gran Poder y el Señor de la Pasión, bajo el peso de la Cruz? ¿Irían las Dolorosas a algún sitio? Andar con buen paso es el signo elemental de la vida. Lo que anda está vivo. Esa vida que advertimos en las imágenes procesionales de Sevilla se debe al trabajo de los costaleros. El pie que calza humilde alpargata proletaria es la base”. Y más adelante: “En otros lugares, los que portan las andas gustan exhibir su trabajo y alardean de su fuerza a cara descubierta. En Sevilla no; la suprema elegancia racial de la ciudad heredera de tantas cosas que ni ella misma sospecha se revela en este pudor de su estado popular trabajador. Velar la fealdad maldita de todo trabajo –el Génesis no engaña, y el trabajo es un castigo, consistiendo la virtud en cumplirlo y superarlo con buen ánimo- es una de esas virtudes sevillanas. A los que dicen que en Sevilla no se trabaja, el autor de este libro les invita a llevar el paso del Sagrado Decreto, desde la Trinidad a la Catedral...”.
Costalero y mártir
Muchos años después, en 1964 y desde México (la censura lo impedía aquí), el escritor Alfonso Grosso profetizaría en su novela El capirote una de las posibles desgracias de los que van debajo. El libro contaba la historia de un jornalero que es encarcelado injustamente por el robo de una medalla de la Virgen del Rocío. Cuando aparece, es liberado y él se integra en una cuadrilla de costaleros para ganar algo de dinero. Al final, enfermo de tuberculosis, muere bajo el paso de un Crucificado. La novela no se publicó aquí hasta 1974, en la editorial Seix Barral, aunque luego, incluso en democracia, fue fotocopiada en fragmentos descontextualizados y corrió de mano en mano por las hermandades, cuyos cofrades nunca terminaron de comprender el fondo de una obra que denunciaba las pésimas condiciones de los trabajadores.
El Miércoles Santo de 1986 se hacía realidad la ficción de Grosso con la muerte, por corazón reventado y bajo el paso del Cristo de la Salud de San Bernardo, del costalero José Portal Navarro. En 1999, el costalero Juan Carlos Montes también encontró la muerte bajo los faldones del Cristo de las Aguas al cruzar el Arco del Postigo.
En cualquier caso, había sido el padre jesuita mexicano Ramón Cué quien impulsara el cambio definitivo en la consideración del costalero. En su libro Cómo llora Sevilla, de 1947, están todas claves del cambio. “Costalero, orfebre anónimo de la Semana Santa de Sevilla, deja que quite de tu cabeza ese costal recio y áspero y que te coloque en su lugar una corona de laurel”, escribirá. “Costalero, tu cabeza es la cariátide que sostiene todo el peso de gloria y ritmo de las procesiones sevillanas. Costalero, el día que tú faltes, dejará de ser la Semana Santa de Sevilla. (...) ¡Costaleros anónimos! Arriba todo el lujo de la procesión: los claveles, los cirios, las jarras de plata, la filigrana de los varales, la pedrería sobre el pecho de la Virgen, y abajo vosotros, polvorientos, sudorosos, en tinieblas, llevando sobre vuestra cerviz, inclinada el peso de la gloria sevillana”.
Hermanos costaleros
Tuvo que ser en Triana donde fructificase un patronazgo para los costaleros, ya en el camino de su dignificación. En la iglesia de Santa Ana, el párroco José María Arroyo intentaba allá por 1954 reorganizar una antigua Hermandad que daba culto a la Virgen bajo la advocación de Madre de Dios del Rosario. Y la idea la convertiría en decreto el arzobispo Bueno Monreal en 1957.
Un día como hoy de 1973, hace exactamente 49 años, Martes Santo, salió por primera vez un paso en la Semana Santa sevillana si costaleros asalariados. No fue casualidad que fuese el Cristo de la Buena Muerte de los Estudiantes, pues en la cofradía universitaria se daba la coyuntura apropiada de los cambios sociales de la época. Aquel gesto no tuvo vuelta atrás: en 1975 ya fueron ocho pasos los que salieron con costaleros por devoción. Y en 1979, 68 pasos, es decir, el 62% de los pasos de aquel año de la Transición, que fue, por cierto, el mismo año en que el Pali sacase sus famosas coplas: “Madre, no me riñas más / por salir de costalero; / costalero fue mi padre / y costalero mi abuelo. / Madre, no me riñas más, / a ver si alegras tu cara / porque el Domingo de Ramos / llevaré sobre mis hombres / a mi Estrella de Triana”.
Desde entonces, todos los pasos –excepto el de Santa Marta- han evolucionado en el fervor de sus costaleros y en la altísima consideración que la sociedad tiene de ellos. También en el protagonismo exacerbado que buscan muchos de ellos, pero esa es ya otra historia que daría para otro reportaje menos literario quizá.
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