«Aida» o cómo la ópera barniza, con amabilidad, la realidad
Se inicia la temporada operística en el Teatro Real de Madrid con una obra de Giuseppe Verdi escrita en plena madurez artística del compositor. Una agradable forma de empezar el ciclo que promete grandes cosas
Gabriel Ramírez
Nos está quedando un mundo más bien extraño. El verano nunca acaba, la guerra nunca acaba, las crisis económicas nunca acaban, la pandemia nunca acaba y se suman enfermedades desconocidas y que creíamos casi erradicadas o endémicas en puntos mucho más al sur. Todo es extraño, todo es incómodo y todo es inquietante. Pero siempre nos quedará la ópera, siempre nos quedará Verdi.
Dentro del Teatro Real de Madrid suena ese murmullo que adelanta lo bello, lo inmutable. Hay que ser muy bruto, hay que hacer un esfuerzo descomunal, para que la óperas de Verdi se conviertan en una tortura o en algo desagradable. Y con la partitura en la mano, ni verano eterno, ni guerra, ni nada conocido sirve para que lo que escribió el compositor italiano se convierta en una rareza más de nuestra realidad. Por ejemplo, «Aida» siempre será «Aida».
«Aida» es una ópera compuesta por Giuseppe Verdi. El libreto lo firmó Antonio Ghislandozi y, para lo que eran los argumentos operísticos de la época, no está nada mal. La producción que presenta el Real ya la pudimos disfrutar el año 1998 en este mismo escenario. «Aida» es una ópera que gusta mucho a los aficionados y a los que se acercan por primera vez. Contiene, por ejemplo, una ‘Marcha Triunfal’ famosísima para la que Verdi creo unos instrumentos a la medida. Si es bueno ir al teatro habiendo escuchado la ópera anteriormente, resulta muy atractivo para los más novatos escuchar algo que reconozcan. Ya sé que esto que digo forma parte de la periferia de la música, pero hay que ser realista y saber cómo funcionan las cosas en la platea porque a veces se nos olvida que en el teatro deberíamos disfrutar mucho más de lo que lo hacemos.
Hugo de Ana, el director de escena, llena de bailarines, de figurantes y de cantantes la caja escénica. Y los hace moverse de un lado a otro sin parar. Resulta algo incómodo -todo hay que decirlo- porque, además, de Ana presupone que el espectador perdonará una danza descoordinada y practicada por aficionados dada la gran simbología que, a cambio, encierra su idea. Y no. El espectador no suele hacer ejercicios intelectuales que vayan más allá del disfrute personal y esa simbología no es para tanto. Por ejemplo, el juego que trata de hacer Hugo de Ana con las cintas de colores (esas cintas, según su color, representan la unión con los ancestros y las momias, o la pasión femenina, o las cadenas que unen o apresan siendo las mismas, entre otras cosas) hay que descifrarlo y no creo yo que nadie vaya a la ópera con ganas de ponerse exquisito y dejan inéditas las intenciones de los profesionales. Por cierto, Hugo de Ana confunde lo grande con lo grandioso y eso hace que lo pretencioso se asome por el escenario.
Sin embargo, la función es divertida y agradable. Salvo esas cosas que, en realidad, pasan desapercibidas para casi todos, el resto convierte la tarde noche en una delicia. Por su parte, Nicola Luisotti, saca a relucir buena parte de lo que la Orquesta Titular del Teatro Real es capaz de ofrecer. Y no es poco. Sensible, cuidadoso con los cantantes, impetuoso si la trama lo requiere. Francamente, bien. El Coro Intermezzo, que es el Titular, está a la magnífica altura de siempre aunque esta vez la disposición en el escenario hace que las diferencias entre las voces femeninas y masculinas sea notable. Mejor ellas. Ellos en las alturas hacen lo que pueden. Aunque muy bien.
Anna Netrebko (Aida) anda sobrada de técnica y domina por completo todo el registro que exige la obra. Nada nuevo aunque he de decir que esperaba algo más de ella. Sin poder señalar problemas aquí o allí, el conjunto queda algo frío. Yusif Euvazov (Radamés) luce más que discreto. Siempre está un paso por detrás de lo que se espera, abre la voz con frecuencia para defenderse y eso afea mucho lo que hace. Jongmin Park (Ramfis) muy bien. Y fantástica la mezzo Ketevan Kemoklidze (Amneris). Precioso el timbre, soberbia la técnica, deliciosos los tránsitos de extremo a extremo y un arco dramático al encarnar su personaje sobresaliente.
«Aida» no falla nunca. A pesar de todo, nunca lo hace. Y merece la pena acudir a la cita con Verdi porque el mundo se rinde a sus pies y nosotros disfrutamos de parte de la realidad olvidando, por un momento, las miserias que nos acompañan hace tanto tiempo.
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