La arboleda perdida de Alberti: las raíces de un escritor
Ahora que están a punto de cumplirse los 120 años del nacimiento de Rafael Alberti, volver sobre aquellas memorias suyas escritas en el exilio argentino es bucear en las fantásticas carambolas por las que se olvidó de los pinceles para convertirse en poeta
Álvaro Romero
Pocos escritores del siglo XX han dejado, al margen de su magna obra, otra paralela en la que expliquen, a modo de memorias, las causas confesables e inconfesables, los contextos y la vida real que envolvió toda la literatura propia y ajena de los años que les tocara vivir. Uno de estos escritores es Rafael Alberti Merello (1902-1999), que, con La arboleda perdida, aprovecha además para demostrar hasta qué punto era tan buen prosista como poeta, y eso que empezó siendo solo pintor. Aquel libro de memorias que empezó en su primer exilio, el francés tras la guerra civil, lo terminó en Argentina muchos años después, en el verano de 1959, y fue escrito a salta de mata, pero hoy, cuando están a punto de cumplirse los 120 años del nacimiento del genial poeta de El Puerto de Santa María (Cádiz), sus memorias constituyen un delicioso documento sobre el misterioso, mágico y rocambolesco proceso por el que el hijo mimado de una familia bien de la Baja Andalucía, dedicada al negocio de los vinos aunque ya venida a menos, termina convertido en un destacado poeta de la recalcitrante izquierda surgida con el advenimiento de la II República española, pues el libro solo aborda lo ocurrido entre el año de su nacimiento, 1902 –“año de gran agitación entre las masas campesinas de toda Andalucía, año preparatorio de posteriores levantamientos revolucionarios”- y el año en el que la tricolor empezó a ondear en este país, en la primavera de 1931.
Esos 29 años, sin embargo, bastan para perfilar la figura de un escritor que empieza siendo solamente un niño travieso, que se convierte luego en un adolescente difícil, mal estudiante, pero que se va transformando luego, por carambolas de sus circunstancias vitales, en un repentino poeta neopopular, en un entusiasta instigador de la Generación del 27, en un experimentador del surrealismo y en un comprometido jaleador de la lucha por las libertades contra aquel malévolo caldo de cultivo que fue el naciente fascismo europeo en los años 30...
La arboleda perdida se lee como una novela escrita en primera persona, pero con la sabrosa convicción de que, de entre todo lo que se cuenta, pueden espigarse divertidos, suculentos y también dramáticos episodios que no solo afectan al autor de Marinero en tierra, sino a lo más granado de la literatura española de la primera mitad del siglo XX.
Su drama con los jesuitas
De su accidentado paso por el colegio San Luis Gonzaga de El Puerto, de donde fue expulsado por algún chivatazo de sus propios tíos, que les escribieron una carta a los curas informándoles de que Rafaelito se aplicaba más a sus amoríos por las azoteas que al latín, guardará siempre Alberti un ácido recuerdo mal digerido, pero las anécdotas que es capaz de reconstruir en su libro de memorias son de un sabor incalculable. El retrato que hace de su madre, catolicísima, es digno de reproducción: “Lo bueno y lo bello de la fe religiosa de mi madre era la parte inocente, popular, de que estaba contaminada. Por eso hoy, en el recuerdo, no me hiere ni ofende, como sí la fea, rígida, sucia y desagradable beatería de otros miembros de mi familia. Como andaluza criada entre patios de cal y jardines, mi madre cultivaba las flores, sabía del injerto y la poda de los rosales, conocía las leyendas mil veces reinventadas de los narcisos, las pasionarias, las anémonas, las siemprevivas..., recordaba por centenares los nombres de las florecillas silvestres, que ella me enseñaba en la práctica cuando los domingos salíamos al campo”. De su padre, en cambio, puede recordar mucho menos durante su niñez porque casi siempre andaba en viajes de negocios, como representante de casas bodegueras que era, por el Norte de España... Sería, sin embargo, la muerte de su padre el acicate que a él lo convierte repentinamente en poeta, con la mala conciencia de haber falsificado sus notas suspensas del bachillerato inconcluso para no darle un último disgusto en su agonía...
Hasta llegar a aquel año de 1920 -con Alberti ya en Madrid- en el que morirían no solo su padre, sino el gran escritor del Realismo Benito Pérez Galdós y el torero Joselito, el anecdotario familiar del adolescente Rafael es a veces desternillante, como ocurre al leer los retratos de tantos tíos suyos, el cura Guillermo, o el juez Ignacio, que se tiraba unos pedos orquestales “al unísono de las letanías”, habilidad que heredó algunos de sus hijos incluso para tirárselos a demanda de su familia cuando tenían visitas, como un surrealista espectáculo escatológico que Alberti había de recordar casi un siglo después, cuando también rememoraría la gracia y el libertinaje creativo de otros familiares.
Desde la radio parisina en la que pudo colocarlo Picasso al aterrizar en la capital de Francia tras su primer exilio –antes de que le fuera retirado su permiso de trabajo por “comunista peligroso”, según se encargaron de advertirle los franquistas al mariscal Pétain en 1940-, Alberti recuerda sin rencor a aquellos lejanos familiares de El Puerto: “Yo no os ataco ni os tengo mala fe, tíos lejanos, porque recuerde vuestras admirables virtudes, ignorancias, gracias y manías. Este pobre sobrino os ha salido rana. ‘¡Cuando decíamos nosotros que sacaría los pies del plato!’. Ese silencio con que me envolvéis lo sé cargado de reproches, de cristiana condena. Pero a mí no me importa, tíos. Fuisteis locos y generosos, como el vino de vuestros toneles. ¿Qué es del vino de España? ¿De los viñedos jerezanos y las uvas valdepeñeras? ¿Qué de las tierras convertidas en campos de batalla? ¿De los verdaderos amigos, los verdaderos hermanos?”.
De El Puerto a Madrid
A Cuco, como llamaban familiarmente a Rafaelito, lo trastocó muchísimo el hecho de mudarse a Madrid por necesidades laborales de su padre. “¡Dios mío! Yo traía las pupilas mareadas de cal, llenas de la sal blanca de los esteros de la isla, traspasadas de azules y claros amarillos, violetas y verdes de mi río, mi mar, mis playas y pinares. Y aquel rojo ladrillo de chatos balconajes oscuros, colgado de goteantes y sucias ropas que me recibía, era la ciudad -¡la capital de España!- que osaba mi familia cambiar por El Puerto. ¡Traernos a vivir a esta carbonera!”, recordará Alberti de sus 15 años, convencido entonces de que su verdadera vocación eran las artes del dibujo y la pintura, que empezó a practicar con fruición de religioso copista en el Museo del Prado...
Durante el invierno de 1919, Alberti recuerda su bajada a Málaga, con su padre, y allí conoció no solo a Manuel Altolaguirre, sino a un ya olvidado Salvador Rueda, ciego y encargado de la biblioteca municipal, y que vivía en una habitación de un prostíbulo del humilde barrio del Perchel... De vuelta a Madrid, recuerda Alberti su amistad con el pintor onubense Daniel Vázquez Díaz –que hoy da nombre a un hospital en Huelva-, tan divertido en sus disparatadas aventuras parisinas. Fue Vázquez Díaz quien lo animó a exponer sus primeros cuadros, que firmaba como Rafael María de Alberti, “cosa quizás más eufónica, pero bastante estúpida” como reconocerá él mismo. Habría de ser León Felipe, recién llegado a Madrid desde la isla de Fernando Poo, el primer escritor que suscitara en Alberti el gusto por las letras, aunque en aquellos meses de 1920, el todavía pintor, futuro poeta y entonces joven sin oficio ni beneficio tuvo su experiencia de representante de vinos de la casa Osborne por la Castilla castiza y noventayochista, hasta que enfermó del pulmón y estuvo convaleciente, transformado en voraz lector, hasta cuando paseaba por los pinares de San Rafael, por donde encuentra casualmente con su mismo mal a un joven que solo dieciocho años después, en París, reconocería como el gran hispanista Marcel Bataillon. Para entonces, la obsesión de Alberti es que lo olvidaran como poeta y que le publicaran algunos de sus versos en las revistas madrileñas que ya proliferaban entre el movimiento ultra de la incipiente vanguardia española.
En su piso del barrio de Salamanca empezaron a visitarlo Juan Chabás y Dámaso Alonso, el pintor Gregorio Prieto y Vicente Aleixandre, en los mismos meses que su primo Luis Alberti, que trabajaba en la editorial Calpe, le regalaba libros de los primeros autores rusos que empezaron a publicarse en España. Fue por entonces cuando el providencial escritor canario Claudio de la Torre, que había leído sus primeros poemas marineros, lo incitó, como una broma totalmente en serio, a que se presentara al Premio Nacional de Literatura, sin imaginar que, pocos meses después, estaría esperando en una ventanilla del Ministerio a que le diesen las 5.000 pesetas del premio y le devolviesen el manuscrito original, entre cuyas páginas habría de encontrar la joya de una nota manuscrita del mismísimo Antonio Machado, miembro del jurado, con la aclaración de que, para él, Tierra y Mar (que era como se titulaba originalmente la obra) era el mejor poemario presentado al concurso. En aquella espera en el Ministerio conoció Alberti a otro joven poeta santanderino, de la otra punta de España, que había ganado el segundo premio, Gerardo Diego.
De pintor a poeta, por fin
La noticia del premio la había recibido Alberti en Rute (Córdoba), en casa de su hermana María y su cuñado Ignacio Docavo, el notario de allí, cuyas excursiones por Iznájar terminaron por despertar en el joven poeta la gracia de cierto realismo mágico surgido de los espiritistas de aquel pueblo remoto... Con el premio reconfortante para una familia que no había confiado nada en la aventura artística del niño Rafael, el Alberti neopopular se fue haciendo más popular en la Residencia de Estudiantes, donde conoció a Luis Buñuel, que todavía no había rodado ninguna película; al pintor Salvador Dalí; y al poeta Federico García Lorca, cuyo retrato se antoja hoy memorable. “Moreno oliváceo, ancha la frente, en la que le latía un mechón de pelo empavonado, brillantes los ojos y una abierta sonrisa transformable de pronto en carcajada, aire no de gitano, sino más bien de campesino, ese hombre, fino y bronco a la vez que dan las tierras andaluzas. (Así lo vi esa tarde, y así lo sigo viendo, siempre entre abrazos, risas y exagerados aspavientos. Afirmó conocerme, y mucho, igual que a mis parientes granadinos. Me dijo, entre otras cosas, haber visitado, años atrás, mi exposición del Ateneo, que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cinta la siguiente leyenda: ‘Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca’”.
De sus encuentros con los miembros del jurado que lo habían premiado, como el propio Machado, o Gabriel Miró, también da buena cuenta Alberti en sus memorias, y hasta de sus desencuentros con un aislado y malhumorado Juan Ramón Jiménez... Y también de otras amistades como la de Pepín Bello o José Bergamín y, luego, con el torero Ignacio Sánchez Mejías, en cuya última corrida antes de retirarse de los ruedos en 1927 participó él posando como banderillero. Pero entonces, durante aquel año llamado a bautizar a la Generación poética más importante de la literatura española, el pintor Alberti, que ya conocía al extraño poeta-ganadero Fernando Villalón y a los profesores Salinas y Guillén y que andaba pergeñando otros poemarios como El alba del alhelí o Cal y canto y su terrible Sobre los ángeles, ya era definitivamente poeta, aunque un poeta llamado a cambiar muchas más veces de estilo, de métrica y de intención desde la llegada de la II República hasta sus sucesivos exilios por otras arboledas de Latinoamérica que le hicieron evocar la suya, la perdida de cuando aún no conocía su destino.
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