Jerez, aquella ciudad de los gitanos que Lorca nunca visitó
El escritor Manuel Bernal lanza, en la editorial Renacimiento, ‘Los orígenes del flamenco’, un estudio que pone a la ciudad de Manuel Torre, tío Borrico o La Paquera como el epicentro de la cuna del cante
Jerez, aquella ciudad de los gitanos que Lorca nunca visitó / Álvaro Romero
Álvaro Romero
Contaban de Manuel Soto Loreto, nacido en Jerez de la Frontera veinte años antes de que lo hiciera Federico García Lorca en Fuente Vaqueros (Granada), que, cuando iba en borrico a un cortijo, contratado para cantar, llegaba subido al animal y con los pies arrastrando, de grande que era. El mote de Torre lo había heredado, de hecho, de su padre. El autor del Romancero gitano debió de conocerlo con ese aire taciturno y mágico cuando se presentó en junio de 1922 en la plaza de los Aljibes de la Alhambra para para participar, sin concursar, en el célebre Concurso de Cante Jondo que el poeta había contribuido a organizar con Manuel de Falla y otras celebridades intelectuales, preocupadas por la deriva heterodoxa que estaba sufriendo la jondura, el canto primitivo andaluz.
Allí también estuvo don Antonio Chacón, pero este nombre –otro jerezano, y curiosamente el más famoso de la época- lo omite por completo Lorca, no solo en su Poema del cante jondo que había escrito en 1921 pero que no publica hasta una década después, sino –más extraño todavía- en las muchas conferencias sobre flamenco que dio en la Residencia de Madrid y hasta en Argentina o Cuba. Las famosas “Viñetas flamencas” de aquel libro lorquiano están dedicadas precisamente a “Manuel Torres (sic), Niño de Jerez, que tiene tronco de faraón”, y Lorca se maravilló siempre de que Manuel Torre tuviera el duende a flor de piel. Y eso que probablemente no conoció una de las anécdotas más sabrosas que llegó a contar Fernando de Triana, sobre lo que le relató el guitarrista Niño de Huelva aquella vez que fueron a su ciudad para cantar, bien pagados, en una fiesta de señoritos. Torre intentaba templarse para empezar a cantar, pero no tenía tono, decía, hasta que quienes lo habían contratado le dieron cuatro duros y lo echaron de allí. De camino de vuelta en la tartana, pararon en la localidad de Niebla, y fue entonces cuando el genio le dijo a su guitarrista que cogiera la sonanta. “¿Ahora tienes ganas de cantar?”, le reprochó Manolo de Huelva, que siguió contando que, en la posada, se celebraba el bautizo de un gitanito y allí estuvieron cantando y tocando dos días sin parar. Así era el Torre, con quien Federico, después del concurso de 1922, volvió a reencontrarse en la fiesta de Pino Montano (Sevilla) que había organizado el torero Ignacio Sánchez Mejías días antes de la Nochebuena de 1927 para agasajar a los poetas que estaban fundando, sin saberlo, la famosa Generación. De ese otro encuentro también habría de acordarse Rafael Alberti, pues lo cuenta en La arboleda perdida.
Manuel Torre es el cantaor que más aparece mencionado en los escritos de Lorca, según recuerda el escritor sevillano y afincado desde hace años en Jerez Manuel Bernal, que presenta esta tarde, en la Feria del Libro de su pueblo natal, Los Palacios y Villafranca, su último libro, publicado en la sección Los cuatro vientos de la editorial Renacimiento. El libro se titula Los orígenes del flamenco. Amanecer en Jerez y los Puertos, y desarrolla la interesante y nada descabellada hipótesis de que Jerez de la Frontera es la cuna del cante flamenco moderno, el epicentro de ese triángulo genético al que hacen referencia la mayoría de los estudiosos y cuyos vértices son Triana, Ronda y la ancha Bahía de Cádiz. “Lo que sí nos parece esencial es cómo Jerez y sus intérpretes terminarán convirtiéndose, sin posibilidades de comparación por calidad y cantidad, en el centro del flamenco moderno”, escribe Bernal, en un estudio en el que indaga en los orígenes de este arte declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad después de un desarrollo profesional de apenas dos siglos pero que hunde sus raíces en la desamparada confluencia de moriscos, esclavos negros y gitanos..., mucho antes de que, sobre 1860, el flamenco tomara posesión de los cafés cantantes en los que ya no era expresión del dolor, sino puro espectáculo...
Seguramente por eso le apasionó tanto a Lorca la figura de Manuel Torre, el hombre “con más cultura en la sangre” que él había conocido, y eso que él nunca -que se sepa- pisó Jerez, “la ciudad de los gitanos” que protagoniza el décimo quinto romance de su poemario más universal, aquel que había hecho famoso antes de publicarlo en 1928 por haberlo recitado antes en cuanta velada literaria se terciaba y que finalmente tituló Romancero gitano. En la ciudad de Tío Luis el de la Juliana –el jerezano que, según Demófilo, es el primer cantaor del que se tiene noticia- ocurre el relato del célebre “Romance de la Guardia Civil española”.
Los sucesos de la Mano Negra
“¡Oh ciudad de los gitanos! / ¿Quién te vio y no te recuerda? / Ciudad de dolor y almizcle, / con las torres de canela”, escribirá Lorca refiriéndose luego a que “un caballo malherido, / llamaba a todas las puertas. / Gallos de vidrio cantaban / por Jerez de la Frontera”. Aquel romance, luego disimulado por incómodo incluso en los recitales del propio autor, hacía referencia, en realidad, a unos sucesos ocurridos en 1882, según mantiene Manuel Bernal en este libro y en el anterior que publicó el año pasado, Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco. Según Bernal, Federico tenía en mente los llamados “sucesos de la Mano Negra”, que terminaron con la detención, el proceso y la ejecución a garrote vil de algunos de los jornaleros jerezanos que se identificaron como líderes de las revueltas que se sucedían en los entornos de Jerez y en la misma ciudad por grupos anarquistas, si bien “después la historiografía ha demostrado que gran parte de las acusaciones eran falsas o manipuladas, razón por lo que se ha puesto en duda”, añade Bernal, que hace hincapié en lo sucedido entre los meses de noviembre y diciembre de aquel 1882, cuando, “como consecuencia del hambre, la población, los obreros y campesinos deciden movilizarse en jornadas de lucha que terminaron encontrándose frontalmente con la intervención de la Guardia Civil”. En aquellos actos represivos, “tres mil jornaleros fueron detenidos y los líderes de la revuelta ejecutados públicamente a garrote vil en 1884, en la jerezana plaza del Mercado”.
Al trasluz de ese fondo histórico, el romance adquiere una significación más dolorosa aún: “La ciudad libre de miedo, / multiplicaba sus puertas. / Cuarenta guardias civiles / entran a saco por ellas. / Los relojes se pararon, / y el coñac de las botellas / se disfrazó de noviembre / para no infundir sospechas (...) / Por las calles de penumbra huyen las gitanas viejas / con los caballos dormidos / y las orzas de monedas”. El tenebrismo de aquellos sucesos se hace coincidir con la Navidad representada en todo su apogeo de profetizada tragedia: “Tercos fusiles agudos / por toda la noche suenan. / La Virgen cura a los niños / con salivilla de estrella. / Pero la Guardia Civil / avanza sembrando hogueras, / donde joven y desnuda / la imaginación se quema. / Rosa la de los Camborios / gime sentada en su puerta / con sus dos pechos cortados / puestos en una bandeja. / Y otras muchachas corrían, / perseguidas por sus trenzas / en un aire donde estallan / rosas de pólvora negra. (...) ¡Oh ciudad de los gitanos! / La Guardia Civil se aleja / por un túnel de silencio / mientras las llamas te cercan”.
“Los poderes visibles de la ciudad están representados en el poema por la Iglesia, el ayuntamiento (“La Virgen viene vestida / con un traje de alcaldesa”) y el empresariado local, al que pone cara Pedro Domecq, en nombre una de las familias terratenintes y bogueras de la ciudad”, nos dice el autor, que termina valorando en el libro que, más importancia que el concurso de Granada, tuvo en la consolidación y dignificación del flamenco la constitución en Jerez de la Frontera, en septiembre de 1958, de la Cátedra de Flamencología “de la mano de Juan de la Plata, Manuel Pérez Celdrán, Manuel Ríos Ruiz y Esteban Pino Romero”.
Bernal se acuerda de su peña de Los Palacios, la de El Pozo de las Penas, para erigirla como la primera en aparecer, pero a continuación cita la innumerable lista de peñas jerezanas, desde la de Los Cernícalos hasta la de Pepe Alconchel, pasando por la de don Antonio Chacón, Tío José de Paula, Los Cabales, La Bulería, Buena Gente, El Garbanzo, El Pescaero o Fernando Terremoto, entre otras muchas..., de donde han surgido los más grandes artistas, desde aquella Tía Anica la Piriñaca a la que le sabía la boca a sangre cuando cantaba a gusto hasta José Mercé, pasando por Tío Parrilla, Tío Borrico, el Troncho, la saga de los Agujetas, el gran Antonio Núñez Chocolate, Terremoto o La Paquera... El futuro del flamenco jerezano, sentencia Bernal, “está abierto como las manos de los palmeros que ilustran el silencio y el temple del cante”, reconociendo que, más allá de aquel cantaor al que idolatró Lorca por tener “tronco de Faraón”, luego hubo de venir otra “Faraona”, la también jerezana Lola Flores, aunque la suya es “evidentemente otra historia”.
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