Una joya de libro para escuchar a los flamencos
La editorial Almuzara publica la obra póstuma de Manuel Herrera Rodas, ‘Flamencos. Viaje a la generación perdida’, una serie de 33 sabrosísimas entrevistas a aquellos artistas que sacrificaron el éxito para conservar la solera, desde Tío Borrico de Jerez hasta Encarnación La Sallago, pasando por La Piriñaca, Joselero de Morón o los Perrate
Álvaro Romero
Qué raro que un libro sirva más para escuchar que para leer. Y qué alegría, tratándose de una obra monumental de más de quinientas páginas en la que hablan grandes personajes del flamenco universal que, en muchos casos, no sabían ni leer ni escribir, pero sí hablar. Con conocimiento, con pasión, con autoridad, con educación, con coherencia. Y, muchas veces, con justificada rabia contenida. Las 33 entrevistas que el gran amante y conocedor del flamenco Manuel Herrera Rodas (Casariche, 1937-Los Palacios, 2020) hizo –grabadora en mano y sin mirar el reloj- entre los años 1982 y 1990, y que publicó en su mayoría en su revista Sevilla Flamenca, aparecen ahora en formato de libro gracias a la editorial Almuzara, después de que el maestro, director de la Bienal durante varias ediciones, escritor, investigador e Hijo Adoptivo de Sevilla capital –que no del pueblo en el que vivió más de la mitad de su vida, Los Palacios- se decidiera a pasarlas a limpio y a ordenarlas en pleno confinamiento, justo antes de dar aquel maravilloso Pregón de la XXI Bienal de Flamenco y la sorpresa de morirse.
Es raro que los protagonistas de un libro se oigan, porque lo habitual es leerles sus declaraciones, pero este último del fundador de los Jueves Flamencos de Cajasol, esta obra póstuma del siempre generoso Herrera, recoge las declaraciones de los artistas entrevistados tal y como ellos las dijeron, cambiándoles apenas sus modismos andaluces aunque sin caer jamás en esa ridiculez de pretender escribir en andaluz. Nada de eso. Es, simplemente, que el entrevistador sacrifica sus breves y acertadas reflexiones en cursiva y respeta al máximo la transcripción fonética de lo que dijeron, en total libertad y durante horas, los artistas a los que entrevistó, no al modo general de acribillarlos a preguntas capciosas, sino a la manera mucho más fructífera de comer con ellos, dejarlos que se relajaran en compañía incluso de amigos comunes y encender la grabadora solo cuando ellos, a gusto, daban permiso, casi siempre porque, entre el torrente de recuerdos y opiniones, necesitaban intercalar esas letras jondas que solo en sus gargantas se habían ido convirtiendo en solera pura, pero solera ignorada, arrinconada, olvidada. “Hombres y mujeres del mundo del flamenco que habían sido fundamentales en su tiempo pero que, por las circunstancias políticas, económicas o sociales, la afición había ido dejando aparcados en el rincón del olvido, sin otra cobertura que la caridad o la beneficencia municipal”, tal y como dejó escrito Herrera Rodas.
El lector que lleva leídas unas cuantas páginas termina con la sensación no de leer, sino de escuchar, que es mucho más gratificante. “Yo te estoy queriendo a ti / con la misma violencia / que lleva el ferrocarrí”, le cantaba Joselero de Morón a Herrera una fría mañana de febrero de 1983, cuando hasta aquel pueblo de la Sierra Sur sevillana se trasladó el también impulsor de El Pozo de las Penas –la peña, palaciega, más antigua del mundo- para entrevistar al cuñado de Diego el del Gastor. Joselero de Morón, que había sido bautizado en La Puebla de Cazalla como Luis Torres Cádiz allá por el año 1910, podía decir a sus 73 años que Antonio Mairena o Fosforito, por ejemplo, le parecían “un poquito fríos”, “poco espontáneos” y que, en cambio, el mejor metal del mundo lo había encontrado en Manuel Torre, aquel legendario cantaor de Jerez al que encumbra a la categoría de mito el mismísimo García Lorca y que tenía fama de “desiguá” porque solo cantaba bien cuando se sentía a gusto, o cuando encontraba el duende, después de hablar de relojes, de gallos de pelea o de galgos. A Joselero de Morón le gustaban especialmente Manuel Torre, Tomás Pavón y Juan Talega, con quienes llegó a convivir, incluso Juaniquín, el de la Choza de El Cuervo, que “tenía un cantecito corto por soleá que no había quien lo igualara”. Charlar de viejos cantaores como Joselero fue un privilegio, porque conoció a Manolito de María, a Joaquín el de la Paula, al Tenazas y hasta a “ese cantaó payo que se llama Miguel Vargas y que canta por soleá y por seguiriyas pa rabiá”.
Joselero rompió la tradición de cantar en público la alboreá. Fue, según cuenta, en una fiesta organizada por el escritor José Manuel Caballero Bonald, con cuyos cantes terminó, por cierto, haciendo una antología. Los gitanos han tenido, de siempre, la superstición de que tiene mal fario cantar la alboreá delante de los payos. La alboreá se cantaba en las bodas gitanas. “Una vez estuve en Huelva, en una boda gitana que duró once días”, cuenta Joselero, nostálgico. “Mataron un becerro. Primero fue la fiesta de caché y, cuando se fueron las autoridades y to los payos, se hizo la boda gitana”. Y del recuerdo le viene el compás: “En un prao verde / tendí mi pañuelo. / Salieron tres rosas / como tres luceros...”
Juerga, hambre y señoritos
Casi todos los flamencos que entrevistó en aquella penúltima década del siglo XX Manuel Herrera habían tenido la experiencia del cante en los cuartos, en las ventas, para los señoritos, en una dificilísima época en la que muchos de ellos tuvieron que sacrificar su arte solamente para poder comer. Casi todos cantaron, de gira, con los más grandes, pero no tuvieron la suerte de convertirse en figuras estelares. Por el libro desfilan Tío Gregorio, más conocido como Borrico de Jerez, Antonio El Sevillano, Perrate de Utrera, El Negro del Puerto, Pablito de Cádiz, Manolo Fregenal, Tragapanes, El Rerre de Los Palacios, María La Talegona, Diego Peña El Lagaña, Ángel de Álora, Antonio El Arenero, Alonso El del Cepillo o La Niña de la Puebla, entre muchos otros. Manolo Herrera había ayudado, personalmente, a muchos de ellos desde su puesto de fundador primero, y luego de secretario e incluso último presidente de la ITEAF, la Institución Social para la Tercera Edad de los Artistas Flamencos, que consiguió proveerles algunos contratos, determinados apoyos y, sobre todo, la integración de los artistas, por primera vez en sus vidas, en la Seguridad Social. Hace solo cuarenta años, los más grandes pilares del flamenco que muchos años después iba a convertirse en Patrimonio Inmaterial de la Humanidad no tenían donde caerse muertos, y recordaban cómo el entierro del gran Manuel Torre, por ejemplo, tuvo que ser costeado por Pepe Marchena.
Borrico de Jerez, el primero de los entrevistados, hace ahora justamente cuarenta años, vivía en diciembre de 1982 en un pisito minúsculo de la barriada de viviendas protegidas de La Asunción, donde habían trasladado a las familias gitanas y pobres que habían vivido hasta entonces en los patios de vecinos de los barrios de San Miguel y Santiago, “bien porque estuvieran en mal estado, bien por la avaricia de un desarrollismo irracional de la década de los sesenta y setenta, que arrancó de cuajo el hábitat natural del nacimiento de este arte nuestro”, escribe, diplomático, Herrera. O sea, la misma canallada que se llevó a cabo en Triana con el traslado abrupto de tantas familias a Las Tres Mil. Lo de siempre en este último siglo y que había profetizado varios siglos atrás el mismísimo Quevedo: “Poderoso caballero es don Dinero”.
Borrico de Jerez dilucidaba en aquella primera entrevista sobre las diferencias en el cante entre el barrio de San Miguel y el de Santiago. “En San Miguel, los gitanos eran más canasteros, mientras que en Santiago se vendía más fruta y cosas del campo. Los gitanos de Santiago eran gitanos más camperos”, decía, antes de recordar a Manuel Torre, a La Niña de los Peines y a don Antonio Chacón, sobre quien Enrique Orozco, en otra entrevista ya del año 1985 contará la siguiente anécdota histórica que no tiene desperdicio: “Chacón era don Antonio y ese era un título que le dio el rey Alfonso XIII porque, una vez que estaba con la nobleza en una fiesta, cantó Chacón y el rey le dijo: ¡Qué bien ha cantao usté, don Antonio!’ Y, desde entonces, tos los de la nobleza le decían también don Antonio, y to´l mundo, que Chacón hizo con el cante lo mismo que ahora ha hecho Antonio Mairena, dignificarlo, engrandecerlo, darle seriedá, que Chacón acostumbró al público a escuchá y, cuando no respetaban al cantaó, cortaba la fiesta”.
Tragapanes, que había venido al mundo con el nombre de José Rodríguez Lara, era en el verano de 1985 otra de las reliquias vivas de la Triana transportada, en su caso a Torreblanca, con 77 años cumplidos y el eco intransferible de los sonidos negros: “Recuerdo que en tiempos fui / de tu paré el cimiento, / y ahora soy un esconchao / que se cae con el viento”, le canta a Herrera en casa del Beni de Cádiz, junto a Ortiz Nuevo, Rafael del Estad, Eduardo de la Malena, Pies de Plomo y otras cuantas viejas glorias que, por cierto, también son entrevistadas en el libro. Tragapanes, como Enrique Orozco, cuenta también las penurias de la guerra civil. “Me llevaron al Ebro, ¡ojú, aquello era...! Dormía en el suelo, comío de piojos. Después me pegaron dos tiros y estuve más de tres meses en los hospitales, ¡no veas...!, que yo he pasao mucho. Así que, cuando por fin quedé libre, me vine a mi casa, pero mis padres estaban ya viejecitos y había que trabajá. Me coloqué en el tranvía, que ganaba yo dos pesetas, y ahí estuve treinta años. Por eso me quea la paguita, pero es mu chica, que apenas tengo pa comé. (...) Ya Triana se ha perdío. ¡Triana ya no es Triana!”. Enrique Orozco, por su parte, dirá: “Yo, como tantos españoles de aquel tiempo, hice la guerra donde me cogió, que yo precisamente iba de gira cuando estalló la guerra. Verás, íbamos en una trupe, para actuá en Jaén, Vallejo, Canalejas, Marchena... Era el 17 de julio del 36 y aquella noche se escucharon disparos y bombas. Nosotros no sabíamos na hasta que nos dijeron que había estallao la guerra. Y en Jaén me quedé. (...) Claro que algo bueno saqué de aquello, porque en Jaén conocí a mi mujé y me casé con ella, que yo con mi mujé me he casao dos veces porque, como Franco, cuando ganó la guerra, dijo que ningún casamiento de los que se habían hecho por el juzgao valía, pues cuando llegué luego a Sevilla me volvía a casá de nuevo, que con los casamientos pasó como con el dinero. Claro que lo del dinero fue peó porque Franco también dijo que el dinero republicano no valía”.
La originalidad perdida
Casi todos los artistas entrevistados coinciden en lamentar la pérdida de la originalidad, de la creatividad; el hecho de que las voces nuevas se confundan todas unas con otras. “Ahora se parece un cantaó al otro como dos gotas de agua”, dice Antonio el Sevillano, admirador de Farina y que había aprendido de chico con Joaquín el de la Paula, en la cueva en la que vivía junto al castillo. “No sale un cantaó diciendo: ‘Yo voy a cantá una cosa que no la haya hecho otro’. Antes, sí. Entonces había cuatro o cinco cantaores que solo hacían cosas suyas, a su forma. Hoy no crea nadie na...”. Para El Sevillano eran mucho más valiosas las voces de El Carbonerillo, o de Pepe Pinto. En aquella entrevista, que se hizo en Sevilla en la primavera del 83, poco antes de que muriera Mairena, estaba también Juanito El Distinguido, de Los Palacios, que era el pueblo en el que ejercía su magisterio Herrera, que ya era director entonces del colegio público Cervantes. Y el guitarrista José Luis Postigo. Y entre los dos le regalan algunos fandangos a El Sevillano, un maestro que entonces había perdido muchas facultades: “Tú has destrozao mi vía / con ese queré embustero. / Permita un divé del cielo / que a ti te domine un día / el fantasma de los celos”, le cantó El Distinguido entonces, para que El Sevillano se arrancara evocando, casi hablando, otro fandango de su cosecha: “No te acuerdes más de mí, / lo nuestro pasó a la historia. / Bórrame de tu memoria, / hazte cuenta que morí / que sin ti vivo en la gloria”.
Una enciclopedia
Las sabrosas entrevistas, siempre en lugares en los que los artistas se encontraban como en casa, constituyen una auténtica enciclopedia sobre las que hay que volver. No tienen precio las conversaciones con El Negro del Puerto, con Juani de Triana, con Curro Mairena, con Tío Juane de Jerez, con Luis Maravilla o con esa pareja inseparable que fueron Tomasa y Pies de Plomo... A Perrate de Utrera, por ejemplo, de nombre José Fernández Granados, lo entrevista Manolo en Los Palacios, junto a Nano de Jerez, que solía acompañarlo en muchas de estas veladas, y al entonces todavía joven José Sánchez Itoly, que interviene al final providencialmente: “Yo no sé lo que serán los duendes, o si lo que yo siento algunas veces serán los duendes, pero yo, cuando canto por seguiriyas, siento una cosa por dentro que me aprieta, que me oprime, que parece que se me van a romper las venas, y que me transfigura”.
En aquella entrevista a Perrate, en la que defiende la singularidad de Utrera como tierra cantaora, y la de su hermana María, este recuerda su casamiento con Tomasa, la hija mayor de la segunda mujer de Manuel Torre, a quien él, por cierto, no conoció. Perrate se casó en la hija de aquel cantaor que tenía tronco de Faraón, según Lorca, en el año 40, “el año que más hambre había”, como habrá de recordar él mismo, “y empezaron a vení chiquillos. Once tuvimos. Así que yo llevaba to pa`lante. Echaba un jornal si lo había, arreglaba sillas y, por la noche, me buscaba la vida cantando”. De su primera infancia, recuerda Perrate aquella ocasión en la que ganó un concurso en un circo que pusieron en Utrera. “Gané en aquel tiempo cinco duros, que me dieron en perras gordas y en perras chicas. Y ya ves cómo sería yo que me tuvieron que llevá los municipales a mi casa pa que los chiquillos no me quitaran los cinco duros. ¡Lo que sería yo! ¡Y lo que eran cinco duros de entonces!”
Machismo y desgracia
Entre la ignorancia y la desgracia, llama la atención en casi todas las entrevistas la concepción que se tenía en aquellos años de la mujer, y esa paradoja de que los gitanos fueran tan celosos de su cante como para confesar que donde cantaban a gusto era siempre en familia, aunque accedieran a cantar en cortijos, fiestas o festivales por necesidad. El mismo Perrate dirá de su hermana María, también entrevistada: “Si mi hermana pudiera desarrollá to lo que sabe, yo creo que sería un fenómeno. Lo que pasa es que está mala del corazón y tiene los nervios metíos en la garganta y no puede expresá to lo que lleva dentro. Además, ella no se ha dedicao al cante porque, desde que se casó, su marío no quería que cantara más que en fiestas, en su casa, en bodas o bautizos de familia o amigos”.
La propia María La Perrata contará de sí misma: “Mi familia era una familia gitana mu pura, pero mu pobre, mu humilde. Mi padre era sillero y de eso vivíamos. Me vine a Lebrija mu joven, cuando todavía no tenía cumplíos los catorce años, pa casarme”. Y más adelante: “Mi marío, Bernardo Peña, era gitano puro de Lebrija. Lo vi solo dos veces, antes de casarme, y a la segunda vez, fue mi marío. Nos casamos por el rito gitano y después por la iglesia. Eso ya no se lleva, ¡desgraciadamente se está perdiendo!”. Y en otro momento: “¡Ojú, mi boda fue...! Se hizo to el rito gitano. ¡Y estuvimos cuatro o cinco mees de juerga! En mi boda estuvieron muchas gentes: Mairena, el Pinto, La Niña de los Peines..., ¡mucha gente!, y toa la gente de Utrera, cantando y bailando en una fiesta sin final”.
Otra mujer, mayor aún y de Jerez, era Tía Anica La Piriñaca, de nombre Ana Blanco Soto, que recibe a Manuel en su casa de la calle de la Sangre, en pleno barrio de Santiago, en el verano del 83... “Yo estuve en el campo hasta que me casé, allí estuve con mi pare, mi mare y mis hermanos. Y allí vivíamos mu bien, yo siempre estaba mu gorda y mu bien. Así que de joven yo no pasé fatigas”, contaba, y luego, sobre los años en que no cantaba: “Desde me casé, yo no había vuelto a cantá porque mi marío no quería que cantara pa nadie. Era mu bueno, pero era mu celoso y me quería muchísimo, así que decía el padrino: ‘Compare, dígale usté a la comare que cante algo’. Y mi marío decía: ‘Por mí, que cante’. Pero na más mirarme, sabía yo que no podía cantá, así que me justificaba diciendo que, con tantos niños, ya hacía mucho tiempo que yo no cantaba y que ni me acordaba de las letras. Así que yo le decía: ‘Que yo me muera, compare de de mi alma, que yo ya no canto ni la nana a mis niños’ ¡Pero yo estaba envenená!”.
No solo de cante vive el flamenco
Algunas de las más jugosas entrevistas del libro son a guitarristas, como las que Herrera le hace a Eduardo el de la Malena, de la sevillana Alameda; o al gaditano de la Línea y afincado en Málaga Juan El Africano, de El Perchel, uno de esos barrios marginales en los que surgieron, como ocurrió en otras provincias, artistas de la talla de El Piyayo o El Cojo Málaga... El Africano, que había sido antes cantaor, le había tocado en sus mejores años de Madrid, donde tuvo un exitoso bar, nada menos que a Caracol, a Marchena, a Juanito Varea, a El Gallina, a Miguel de los Reyes... “Pero como yo soy así, yo no quería que pagara ningún artista, y cuando salían de los tablaos nos juntábamos allí a las tres o a las cuatro de la mañana, y, claro, así acabó aquello”, contaba él.
Otro guitarrista interesantísimo, que no salió de la carretera Sevilla-Cádiz, fue el palaciego Manuel Carmona, quien conoció sin embargo a los más grandes de todos los tiempos, incluso a Macandé. “Sería por el año 32. Yo tenía una tabernita y se me presenta con una cestita, vendiendo caramelos. Tenía yo una reunión en el mostradó, con mi guitarra en la mano y pregonando el tío los caramelos en una esquinita. Y digo: ‘¡hay que ver el pregón que ha echao el tío ese! ¡Qué voz!’. Así que, con la guitarra y to, salí a la puerta y lo llamé. Lo invité a un vaso de vino y le pregunté: ‘¡Oiga, ¿usté sabe cantá?’. Y me respondió: ‘A ver, póngala en el tres, que voy a hacé una seguiriya, a ve cómo sale, porque yo no canto, a mí lo que me gusta es vendé caramelos’. Y yo no he visto una seguiriya más bien cantá, ¡qué duende! ¡qué seguiriya más dolía!, ¡qué buen cante! Pues na, que prefería vendé caramelos y no cantá, ni aguantá señoritos ni na, pero que era un genio”.
Todos los guitarristas recuerdan especialmente a Riño Ricardo, pero también a Ramón Montoya y a Manolo de Huelva...
Por otro lado, también desfilan por el libro de las entrevistas bailaoras de pura raza, como Tía Juana la del Pipa, de una gracia inusitada: “En aquellos años de niña también fui a la escuela, pero era el colegio de noche porque entonces no era to como ahora, que entonces estaba to bocabajo... ¡Bueno, las cosas que no se deben decí no las vaya a poné ahí! ¡Usted las quita! ¿Eh? ¡No me vaya a mí a pasá algo!”, advertía Juana de los Reyes Valencia, que había nacido en 1905 y que tomó el sobrenombre de su marido, que tenía un puestecito de pipas... Juana defiende como esencialmente gitanos el baile por soleá y por bulerías. Y defiende a su hijo, Antonio El del Pipa, con una descripción de la mejor literatura: “¡Cuando mi hijo se ponía de pie, que tenía cuatro deos más que mi Juana, que era tan alto, y que parecía un médico...! ¡Cuando ese gitano se ponía de pie, que parecía un americano, por su cuerpo, su modo de andá...! ¡Cuando ese hijo mío se ponía de pie y se abrochaba la chaqueta, ya había que tirarse al suelo y matarse! ¡Y abría los brazos y ya era el colmo! Y no lo aprendió de nadie, sino que salía de él”.
Lo dicho: el libro es un regalo que no tiene precio, ilustrado además con fotos inéditas de cada uno de los artistas realizadas por el propio autor, y cuyo valor incalculable habrá que agradecerle por siempre a la memoria de Manolo Herrera Rodas, que no tuvo prisa cuando se trató de conservar tantos testimonios que iba a llevarse el aire... “Dineros, / que yo no quiero dineros, / yo quiero cantarle al aire / como cantan los jilgueros”.
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