El falsificador de Franco (1º capítulo)

El Correo de Andalucía te trae en exclusiva el primer capítulo del nuevo libro de Juan Carlos-Arias

El Correo

El día 5 de julio sale a la venta el nuevo libro de Juan Carlos-Arias, titulado El Falsificado de Franco (Editorial Samarcanda). Pincha aquí para hacerte con un ejemplar. Aquí les dejamos con el primer capítulo de la obra:

El mundo de la copia

Sentadas ciertas bases en la precedente introducción, conviene aclarar que copiar un cuadro de cualquier artista es algo legítimo y muy popularizado por lo asequible de sus precios. Permite difundir el arte de genios o adquirir excelencias o pinturas con una visión singular que solo son accesibles si se opta por la reproducción del original.

Muy diferente a la copia son el plagio o la falsificación. Consiste en imitar o copiar fraudulentamente una obra ajena, particularmente una obra literaria o artística, con ánimo de lucro.

Si se cumplen determinados requisitos contemplados en el Código Penal, se trata de una estafa, un tipo de ilícito. En la falsificación de obras de arte se vulneran, además, los derechos de autor. Se trata de un tema complejo que tiene numerosas interpretaciones.

Debe aclararse que no siempre que se copia se está plagiando ni siempre lo copiado resultaría ilegal. Además, en la era digital el plagio se ha adaptado a las nuevas tecnologías. Es complejo cometerlo y también detectarlo. Según la jurisprudencia, los derechos de autor son expansivos. La creación, la idea, el germen de cualquier genialidad —o burda copia—, es difícil de registrar para acreditar autorías.

En el siglo XXI cualquiera puede apropiarse de una creación como objeto de mercado o para su disfrute personal. Continuamente nos apropiamos de ideas ajenas para tomarlas como ejemplo o referente. O bien, quizás y por estar entregados a la holgazanería creativa, haríamos buena una frase de Miguel de Unamuno. Se fechó en 1906, aunque es vigente más de un siglo después: «Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones».

Según afirma la doctora Elba López Fernández en su tesis Los derechos de autor en las bellas artes. El plagio y la cultura de la copia, «[la copia] hace que nos apropiemos de las ideas como si fueran objetos, convirtiendo la creación en una autopista llena de peajes donde todos somos posibles plagiarios potenciales».

El tema que plantea la doctora en Historia del Arte por la Universidad de Granada invita a reflexionar, en primer lugar, sobre las características de la creación. Hoy por hoy, no se considera ilícito que un dibujo se base en una fotografía, por ejemplo.

La doctora López se pregunta al respecto si es plagio, reproducción o transformación. Sobre la fotografía de un cuadro se pregunta si es una reproducción. Y si se adapta a otro soporte, ¿es una transformación?, también se pregunta. Pone dicha experta otro ejemplo revelador: si un cuadro se inspiró en un poema ¿acaso es obra derivada u original?

Podemos hacernos más preguntas: ¿reproducción es sinónimo de copia?, ¿dónde está el límite entre inspiración y plagio? El tema tiene prismas, responsabilidades, éticas y diferentes estatus que hacen de la copia de la pintura artística un cosmos singular.

La oficiosa y secreta Operación Sevilla da vida a personajes que mercadean con copias perfectas, impecables y difícilmente detectables hace sesenta o setenta años. Eduardo Olaya, como veremos, se comportó en su intensa vida como un trasgresor a título privado, pero como un artista de la copia en lo profesional. Su carrera se centró en la restauración de piezas de arte antes de ser espléndidamente pagado y explotado como copista.

Olaya restauraba las obras de arte para reparar su deterioro y que se mantuvieran en las mejores condiciones posibles. Limpiaba, reparaba y mantenía con mimo cualquier cuadro que le encargaran restaurar. Cumplía los encargos con gran puntualidad gracias a su valía buscando materiales, actualizando la obra y trasmitiendo el alma del creador a los interesados en la restauración. Literalmente, devolvía la vida y el esplendor a las obras.

El talento del sevillano fue escalando hacia empeños menos legítimos. Lo supiera o no, el copista de cuadros podía entender que la clientela quería una obra de imposible compra. Por eso pasaba temporadas en el Museo del Prado copiando cuadros clásicos de artistas clásicos (Ribera, Goya, el Greco, Velázquez...). Ahí captaba ideas o plasmaba con los pinceles su interpretación de las obras.

Olaya, muchas veces, afirmó a su entorno ir al museo sin los trastos de pintura. Trataba, acaso por telepatía o empatía, de adentrarse en la mente del pintor que había creado una obra de arte como las que exhibe el Prado, museo que frecuentó con asiduidad en su intensa vida.

En la España católica de hace sesenta o setenta años muchos clientes de Olaya, o sus intermediarios, recibían encargos de copias de cristos y composiciones del Greco, inmaculadas de Murillo o genialidades de Goya o Velázquez, por ejemplo. Nada que objetar a que haya un mercado de la copia lícita que aún palpita en la actualidad.

Pero este libro describe otras cosas. Se centra en hechos trasgresores e ilícitos, aunque nos tememos que serán definitivamente impunes si merecieran reproche de la justicia terrenal. Bucea en una red de intermediarios, marchantes, galeristas y exportado- res de obras de artistas consagrados. Los susodichos trabajaban con copias de un pintor que, si bien estaba en el ajo, era la pieza más débil del engranaje.

En parte puede añadirse, en términos de criminalidad, que fabricaba balas para las pistolas de los asesinos. Pero Olaya jamás mató a nadie ni renunció al legítimo trabajo de crear algo que se comercializa en canales tan legítimos como antiguos y conocidos. En ese mercado el pintor es, además, quien menos cobra.

De igual modo, Olaya se llevó todas las tortas policiales de un caso sin sentencia judicial, pero con mucho empeño por parte del régimen de Franco en silenciar el timo del que había sido víctima la esposa del militar ferrolano.

Si tenemos en cuenta la picardía gay hispalense del dúo Moro-Olaya, debemos hablar del genial pintor, de palabrería y puesta-en-escena del anticuario. El artista sabía que las copias de las obras que pasarían con más facilidad por originales en el mercado deberían plasmar la primera o la última época del pintor copiado. Estos periodos son los menos plagiados porque hay menos rastro de la producción artística.

En sus inicios los pintores regalan y malvenden, por debajo del precio más razonable, mucha obra. Consagrado el artista suele ser prolífico. A posteriori, los encargos directos hacen complejo seguir el rastro de cualquier cuadro. Los responsables de catalogar e inventariar la obra de un artista fallecido hace siglos se encuentran, además, con obstáculos como el tiempo trascurrido y los inexistentes registros de obras.

Un ejemplo sería el de Doménikos Theotokópoulos, el Greco, que tenía por costumbre pintar varias versiones del mismo cuadro añadiendo diferentes detalles. El expolio de Cristo expone un tema extraño y polémico en el panorama católico. Aunque al principio causó una controversia por versionar y presentar a Cristo sin los parámetros bíblicos, el pintor lo incorporó a sus obras y fue pintado por sus discípulos con la conformidad del maestro.

Las copias del mismo cuadro permiten asegurar que no hay bocetos del pintor (la excepción es el de la colección de Stanley Moss. ¿Casualidad?). De dicha obra maestra se conocen hasta diecinueve versiones entre originales, trabajos de taller y copias de escuela, según afirma Jesús Gómez Fernández-Cabrera en su web. Diferentes expertos sostienen que hay menos versiones de El expolio, del Greco. Téllez González habla de diecisiete. Wethey se decanta por quince, al igual que Santiago Arbós. Sea como fuere, es obvio que todas las versiones son diferentes. Cambian de tamaño, colorido, técnica, proporciones, soporte y detalles de la composición.

Al mercado y al concepto de arte copiado debe añadirse la atribución. Si nos referimos a clásicos como el pintor sevillano Diego Velázquez, pronto advertimos que es un campo al que no se le pueden poner puertas. El pasado enero del 2017 una casa de subastas neoyorquina ofertó un bodegón que se atribuye a Velázquez con dictámenes confusos y poco rigurosos. Siempre coincidían en atribuir su autoría al pintor hispalense. En esa concurrencia está, indudablemente, el negocio.

Así, el vicepresidente de Sotheby’s, Chris Apostle, aseguraba: «Vamos a encontrar a alguien que compre el cuadro seguro, y, si finalmente llega a ser un Velázquez, va a suponer una buena ganga». La euforia del subastador calienta, seguro, las apuestas. La jeta del personaje es de nota. Juega con la originalidad de la obra decantándose por lo más probable y lo que haga crecer la adjudicación.

Los subastadores buscaron para el negocio a un supuesto investigador llamado William Jordan. Este declaró a EFE que «el cuadro es el único bodegón tradicional que pintó Velázquez, y en él se pueden ver cualidades y aspectos concretos de otras obras del maestro, como Vieja friendo huevos, expuesta en la Galería Nacional de Escocia».

Añade Jordan que «Velázquez es un nombre destacado, y por eso hemos dicho que se le atribuye, ya que la obra no fue firmada por él, pero es muy probable que sea suya». El «experto» insiste en una probabilidad que los subastadores dan por comprobada sin el mínimo rigor exigible.

Lo impactante de la noticia no son las paradojas del mercado más desalmado para vender al mejor postor una obra de Velázquez. Es, en realidad, jugar con su firma para subir la apuesta por un cuadro que ni está rubricado por el genio sevillano ni se sabe con certeza si ha sido pintado por él. Nos preguntamos qué clase de peritos avalan a los subastadores más conocidos del mundo. En España estos expertos, quédense tranquilos, son conocidos en el ambiente. También subastan su firma, cargos y méritos académicos al mejor postor.

Según afirma la experta María Guadalupe Rubio Peñas en su monografía Los bodegones velazqueños, «pese a que la representación de bodegones era una tradición temática muy arraigada entre los artistas del momento, es significativo el hecho de que este tipo de pintura era considerada como un arte menor y con Velázquez recibe una revaloración gracias a la grandeza de sus obras.

La tradición de representar bodegones tiene su origen a finales del siglo XVI. Es frecuente en este tipo de temática encontrar símbolos y alegorías escondidos tras la representación de naturalezas muertas, utensilios de cocina y alimentos.

Es frecuente relacionar la representación de frutas con los cuatros sentidos: olfato, gusto, oído y tacto, además de aludir a vicios y virtudes. Las flores y frutos hacen referencia a la belleza, simbolizando a mujeres y niños. Un bodegón también puede tener un significado didáctico o moral.

La representación de calaveras y relojes refieren a la rapidez del paso del tiempo y la imposibilidad de detenerlo, es una clara referencia a la muerte y lo efímero de la vida terrenal».

El tema «bodegones de Velázquez» trae causa. Eduardo Olaya pintaba, sobre todo, estas composiciones del irrepetible pintor sevillano. Sus cuadros eran tan buenos que, si se acepta una frase hecha, se los quitaban de las manos.

Era tal su destreza, la de Olaya, para imitar a Velázquez que se calcula que habría pintado más de doscientos. También pintó muchos cuadros del Greco. Sin embargo, de Picasso o Mengs jamás copió nada. Al menos eso fue lo que confesó ante funcionarios policiales, a lo mejor para despistar. Le preguntaban por su producción de copista y sobre qué pintores imitaba.

En este libro la copia sube de nivel gracias a la mano del sevillano, porque quienes las vieron quedaron maravillados e impactados por su grandeza artística. Desde el policía que investigó la verdad sobre una denuncia por presunta estafa hasta el anticuario que lo explotó o el sobrino y pupilo que sentía gran admiración por su tío. La mismísima Carmen Polo quedó atrapada, teniendo en cuenta su limitación intelectual y la mentalidad decimonónica del beaterío, por la magia pictórica de Olaya.

La esposa del Generalísimo, como veremos, es la pieza fundamental para el carpetazo de la Operación Sevilla. Pero la red mundial que vendía copias como si fueran originales no fue desarticulada. La policía jamás explicó —ni investigó— la historia de un marchante que finalmente se quitó la vida. Lo cita, y de pasada, en atestados que rezuman parcialidad y desprecio a los homosexuales. Ese mantra, esa fijación del franquismo, merece estudio terapéutico.

El mercadeo ilícito de arte pictórico sigue siendo negocio en la actualidad. No se conocen declaraciones oficiales del anticuario que estaba en todas las salsas, aunque fue, como veremos, un factótum del caso. Moro estaba por encima de todas las vicisitudes de la Operación Sevilla.

Las copias de cuadros tienen relevancia en ese mundo donde nada es lo que parece y donde el plagio puede ser mejor que el original. Pablo Picasso repetía, desde su originalidad, que «los grandes artistas copian; los genios roban».

Según el pintor malagueño, la impostura de la copia va más allá del artista: al genio, según Picasso, se le acusa del peor ilícito que pueda cometer un creador en el mundo de la pintura.

Según Clara González Freire, en un acertado trabajo que publicó El País el 19 de enero de 2020 sobre las copias y atribuciones de cuadros, «nada surge de la nada, todo tiene un punto de partida y las ideas no iban a ser menos. Los artistas se influyen, inspiran, copian, versionan y obsesionan los unos con los otros, enriqueciendo y entrelazando sus producciones. Los motivos que llevan a los artistas a buscar la inspiración a través de las obras de sus compañeros son muchos y variados. Hay quien utiliza estas referencias como un camino para encontrar su propio estilo, quien se decide a emular las obras a modo de homenaje y quien intenta ocultar estas referencias cruzadas, lo que a veces acaba en acusaciones de plagio».

La periodista añade que uno de los artistas que más pasiones desata entre los pintores es Velázquez. Señala en su reportaje que «Manet quedó muy impresionado tras la contemplación de esta obra (Pablo de Valladolid) y comentó que “quizás es el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás”.

Esta admiración, sin embargo, no impidió que Manet se desarrollara como uno de los padres de la pintura moderna. La fascinación por Velázquez la compartieron muchos otros grandes artistas, entre ellos Pablo Picasso, que dedicó una serie de cincuenta y ocho obras a la reinterpretación y estudio de Las meninas.

O Francis Bacon. El pintor irlandés, conocido por la expresión contenida en sus obras, llegó a recrear alrededor de cuarenta veces una misma obra del pintor sevillano. Y se dice que todas sus abundantes versiones del Retrato de Inocencio X fueron a través de fotografías, ya que nunca quiso observar la obra en vivo, pese a tener ocasión, por miedo a no soportar su impresión»

Otro factor clave es que la copia artística está denostada en el mundo de la pintura. Esa es la otra cara, la menos amable de la copia. Esa es la tesis, sin tapujos, de Gloria Martínez Leiva en su trabajo «La copia artística, del aprecio a la denostación». Indica que «si nos paseamos ahora por cualquier museo o galería de arte, rara será la obra que encontremos que sea una copia de un cuadro célebre. Las copias, principalmente de obras pictóricas, están denostadas, considerándose como obras de segunda clase y sin verdadero valor artístico.

En una sociedad y en un arte de los siglos XX y XXI, que valoran en el arte más que su estética y valía artística su originalidad e idea primigenia, las copias son consideradas como algo sin ningún tipo de mérito ni valor. Es más, son vistas como una forma de falsificación y de engaño al espectador si son literales, aunque siempre hay reinterpretaciones de las obras del pasado que sí son valoradas. Sin embargo, esto siempre no fue así. Del siglo XV al XIX la copia no solo era valorada como método de aprendizaje del arte, sino también como obra en sí misma.

Cuando el pintor Livio Mehus creó El genio de la pintura, representó a este como un putto alado que estaba con los instrumentos del oficio de pintor realizando en un pequeño caballete la copia de un cuadro con gran fama, El martirio de San Pedro, que Tiziano había pintado para el monasterio dominico de San Giovanni e Paolo, en Venecia. Esta obra del pintor veneciano era famosísima en su época y le valió no pocos elogios por intelectuales como Aretino. El cuadro, que desapareció en un incendio en 1867, se conoce por las estampas y múltiples copias que se hicieron del mismo».

El mundo de la copia de cualquier pintura de valor hay que sopesarlo. Un copista que consideramos magnífico en este libro, Eduardo Olaya, merece que su obra resurja para reivindicarla.

En vida se la disputaron clientes, el anticuario omnipresente en estas páginas, Moro, e intermediarios de diferentes categorías. Pero debe decirse que, parece ser, parte de su parentela no querría que la recuperación de la figura de Olaya como gran restaurador o copista se lleve a efecto.

Esta sería una de las muchas leyendas que circulan sobre el copista hispalense al que demasiadas personas enterraron en vida y reposa anónimamente en un osario del camposanto sevillano.

Se desconoce si la codicia por atesorar obras de altísimo valor material explica algo que parece incomprensible a primera vista. Se alude mucho a la codicia en este trabajo porque es, ciertamente, un deseo acaso compulsivo de compilar incontables obras de arte. La padecen —tal codicia— marchantes, galeristas, anticuarios, coleccionistas y toda mente que ansía algo concreto para satisfacer sus más compulsivas manías, cueste lo que cueste.

Sobre Olaya hay tabúes, los que comparte con Moro por ser ambos personajes «amortizados». Existiría, acaso, el temor de que saldría a la luz de Olaya su extenso historial delictivo y los miles de días que pasó en la cárcel. Pagó ciertamente por fecho- rías reprobables, pero no puede desmerecerse aquí su oficio con el pincel. Si no firmó ninguna de las copias fue por ese pudor que todo buen artista tiene ante alguien que lo supera o al que, simplemente, respeta. Esa subordinación entraña una dignidad que en el recién estrenado siglo XXI se añora.

Si pasó Olaya tanto tiempo en juzgados, comisarías y entre rejas fue porque se lo buscó. Nadie lo ayudó en las trasgresiones que lo privaron de libertad. En tiempos de Franco le pusieron un alias policial, la Baronesa, y lo ficharon con el estigma de «maleante», para que acaso nadie nunca supiera de su existencia o etiqueta como buen ciudadano.

Esas copias de Olaya tienen su sello personal, aunque la policía del franquismo repetía que era un «invertido». Con un pasado plagado de antecedentes y «mala conducta» pública y privada. El siglo XXI, felizmente, ya no conoce ni tolera unos desvaríos hoy impensables.

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Sinopsis

En un oscuro rincón del mundo del arte, oculto tras la majestuosidad de las pinturas más famosas, se tejió una trama épica que desafiaría los límites de la creatividad y la astucia humana. En 1960, una denuncia por una estafa aparentemente insignificante desencadenó una revelación que dejaría al descubierto un entramado de plagios perfectos de los maestros consagrados: Velázquez, Zurbarán, El Greco, Mengs, Picasso, Ribera y muchos más. Todo comenzó con un falso bodegón de Velázquez que una condesa afirmaba haber comprado y que resultó ser una completa farsa. Tras la denuncia, la verdad salió a la luz: este cuadro en cuestión estaba ubicado en el Palacio del Pardo y fue “recomprado” por Carmen Polo, la esposa de Franco, como si fuera una ganga. Sin embargo, un valiente y experto policía en arte, quien también resulta ser el padre del autor de esta historia, desentrañó meticulosamente esta sofisticada red de engaños que se hacía llamar “Escuela sevillana” del siglo XX. Detrás de este plan maquiavélico se encontraban dos pícaros gays: Eduardo Olaya, un genio de la copia de pinturas, y Andrés Moro, un anticuario avaro. En Madrid, Virginia Guitián se convertía en el anzuelo perfecto para atraer a los compradores incautos. Mientras tanto, J.A. LLardent, A. Egea, Stanley Moss y Herbert Maier fingían como marchantes y exportadores de esta red delictiva. Desde la galería neoyorquina de Moss, museos y coleccionistas de todo el mundo pagaban cantidades exorbitantes por estos engaños sin fronteras, convirtiendo el fraude en una lucrativa empresa. Pero la historia no termina ahí. Después de que el Generalísimo vendiera el falso bodegón al Prado, Stanley Moss se aseguró de beneficiarse del Legado Villaescusa en 1993.

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