El falsificador de Franco (2º capítulo)

El Correo

El día 5 de julio sale a la venta el nuevo libro de Juan Carlos-Arias, titulado El Falsificado de Franco (Editorial Samarcanda). Pincha aquí para hacerte con un ejemplar. Aquí les dejamos con el segundo capítulo de la obra:

El copista que era restaurador

Nuestro pintor, Eduardo Olaya Araiz, veraneaba desde la niñez en Sanlúcar de Barrameda. De este municipio gaditano, donde desemboca el Guadalquivir, era su madre, llamada Peregrina. Su padre emigró a México. Regresó para casarse con su progenitora. En el país azteca, el padre de Olaya, hizo fortuna hasta que llegaron las revueltas de Pancho Villa (en 1916). El levantamiento del famoso revolucionario arruinó sus tierras con ocupaciones y expropiaciones que decretó la débil República de los Estados Unidos Mexicanos principalmente a los gachupines (así denominan en el país hermano, despectivamente, a los españoles residentes en ese estado centroamericano).

A Eduardo Olaya desde pequeño le atrajo el mundo del arte. Con formación autodidacta, comenzó sus primeros pasos en ese mundillo como restaurador. Quienes lo conocieron aseguran que dejaba las piezas en muy buen estado, mucho mejor a como las recibía.

Posteriormente, dado su talento y capacidad resolutiva, que superaba cualquier clase de obstáculos, se hizo pintor. Olaya frecuentó el Museo del Prado. Allí copiaba a los grandes (Velázquez, Murillo, Zurbarán, el Greco...).

Cristos y bodegones de pinceles consagrados fueron copiados por la mano de Olaya. En sus interminables horas delante del caballete no dejaba de fumar un cigarrillo tras otro. Siempre eran de la marca Chesterfield.

Un sobrino, Rafael Olaya, repite que su tío era un bohemio, un talento desperdiciado por sus vicios. Otro hábito confesable era el alcohol. Después de cobrar por la venta de un cuadro, se emborrachaba hasta perder la verticalidad. Las melopeas casi siempre tenían lugar en tabernas de las callejuelas que desembocaban en la Gran Plaza sevillana.

Según varias personas que conocieron la obra de Olaya, este reproducía fielmente obras del Greco y, en segundo término, de Velázquez, especialmente los bodegones del sevillano. Restauró algunos originales de Velázquez con tanta maestría que se le acumularon los encargos de restauración.

A posteriori, los copiaba para revenderlos en el mercado. Según su sobrino, Rafael Olaya, cuando Eduardo pintaba se abstraía de todo lo mundano. Vivía en su estudio, en un microcosmos donde solo habitaban él, su inspiración y las herramientas con las que canalizaba su talento artístico.

Allí, rodeado de obras de arte, escrutaba las pinturas y la forma en la que los pinceles transmitían tanta inmensidad y estética al lienzo. El copista pasó temporadas en Madrid. Cuando el dinero escaseaba, se cobijaba en pensiones de Atocha para entregarse al sueño nocturno.

Cuando se celebraban ventas de copias como si fueran originales las suites del Hotel Ritz madrileño fueron escenario de los excesos de un bohemio. Cuando el dinero escaseaba se emborrachaba, como decíamos, en las tabernas sevillanas de Nervión. Es decir, en esa zona hispalense era un habitual de la noche, las barras y excesos con el alcohol.

El sobrino y alumno de Olaya, Rafael, refería al autor que su tío falleció el día de su boda, el 13 de noviembre de 1974. Una tuberculosis pulmonar contraída en las cárceles donde pasó gran parte de su vida fue la causa certificada del óbito según el médico que examinó el cuerpo inerte. El día del fallecimiento, según relatos de los familiares, el pintor comenzó a toser de forma repetida y compulsiva mientras no dejaba de fumar.

Hasta los últimos minutos de su vida estuvo pintando. Rafael Olaya recordaba con felicidad, en una entrevista mantenida con el autor la tarde del 1 de junio de 2017 en una cafetería de Montequinto (Sevilla), que su tío Eduardo murió prácticamente pintando. Hasta en sus últimos momentos de vida lo acompañaba el pincel que tantas alegrías y penas le había dado a un copista que fue restaurador.

Una hermana del pintor, en 1984, relató a sus familiares algo sorprendente. Cuando fue testigo del traslado de los restos del pintor. Yacían en un nicho de pared del cementerio sevillano de San Fernando. Al ser removido el féretro hasta un osario, el cuerpo estaba casi intacto. La explicación del óptimo estado de conservación del cadáver sería el alcohol que había bebido el pintor en vida. Esa es una de las hipótesis que mantendría su más cercano círculo familiar para explicar tal fenómeno.

Pero esta es una teoría con poca base. Según forenses y otros expertos consultados, hay numerosos factores que intervienen en la óptima conservación de los cadáveres. Las leyendas sobre Eduardo Olaya comenzaron mucho antes de su muerte física.

Hasta su deceso, el sobrino más cercano del pintor (Rafael) comprobó cómo trabajaba Eduardo Olaya, cómo manejaba el pincel para plasmar lo que el genio transmitía al copista en su obra.

La sonrisa de felicidad de Rafael Olaya cuando hablaba de su tío al autor de este libro es también el testimonio del discípulo agradecido por tan proverbial maestro. El sobrino se dedicó al mundo de la restauración gracias a las clases magistrales de su fallecido tío.

Al principio, en los años cincuenta del pasado siglo, a Eduardo Olaya le hacían encargos con cuentagotas. Poco a poco multiplicó las ventas. Sencillamente mejoraba los originales por la complicidad que mantenía con los astros de la pintura. Existía, acaso, una conexión desde el más allá que explicaría que Olaya terminase con excelencia las copias de artistas consagrados.

Uno de sus principales clientes de Olaya fue el Moro, un importante anticuario al que acabó despreciando por su carencia de escrúpulos y su codicia superlativa, que le hacían cometer toda clase de tropelías. Las pocas micras de bondad que le concedería Olaya a su marchante más inmediato las obviaba el anticuario para el mercadeo más vil del arte.

Las copias de artistas consagrados eran un encargo muy frecuente. Olaya era el tonto útil que, al principio, conseguía marcos y lienzos viejos inservibles o muy deteriorados en iglesias, casas de la burguesía, de la nobleza y también en derribos. Los buscaba y compraba a precio regalado junto a la red de buscadores de antigüedades que ya tenía el Moro en toda España.

Otro de los canales de venta de Olaya fue un marchante llamado Felipe Pérez. Con él participaba directamente en las operaciones de venta. Con Pérez había conexión con los coleccionistas y otros intermediarios, que colocaban las copias de Olaya en distintos inmuebles, palacios y museos.

Hay referencias de que tuvo clientela en Madrid y potentados con domicilio en la Costa del Sol malagueña, cuando esta comenzó a ser un referente del turismo mundial y lugar donde se afincaron millonarios que querían pasar desapercibidos. Hablamos siempre de finales de los cincuenta y principios de los sesenta del pasado siglo.

Otro «patrón» del pintor tuvo una tienda en la avenida de la Constitución de Sevilla, al lado del desaparecido bar-restaurante Punta del Diamante, y se apellidaba Ortega. Allí a veces iba Olaya a trabajar por horas para restaurar alguna obra y siempre que su maltrecha economía se lo exigía. En la trastienda del negocio trabajaba a veces sin límite.

Desde el principio de su trayectoria, el pintor instaló un estudio en su domicilio de Nervión, en la calle San Juan de Dios. Allí fue donde casi siempre tuvo sus enseres pictóricos listos. Hay quienes señalan que en la azotea del bloque pasaba algunas tardes junto al colega Baldomero Romero Ressendi (1922-1977), un cotizado genio bohemio cuya leyenda le sitúa en la cumbre de la expresividad pictórica, especialmente de lo sombrío.

Continúa, el aura de tal pintor (Romero Ressendi), dándole plantón a Francisco Franco en el Palacio de El Pardo. Se negó a hacerle un retrato por encargo porque, a lo mejor, el dictador no lo miraba bien. Como cuando Curro Romero se negaba a torear aplicando lo mismo al astado. Los nexos de Olaya con El Pardo y el general gallego, como veremos, fueron autónomos; tuvieron vida propia. Los de Romero Ressendi son distintos.

Olaya también se desplazaba, para pintar y restaurar, a negocios donde trabajaba por horas o atendía encargos de piezas artísticas. En cierto tiempo, dedicó sus jornadas a unas aristócratas que vestían siempre de luto. Le encargaban copias de cristos y vírgenes. El pintor las terminaba en tiempo récord porque el pago era instantáneo y provechoso para un bohemio que tardaba muy poco en gastarlo. Vivían estas damas en un palacete en la sevillana avenida de la Palmera.

Algo que se repite sobre Eduardo Olaya entre quienes lo conocieron es que tuvo verdadera aversión a todo lo que significara iglesia, curas, monjas, conventos... No se le conocieron encargos de clérigos y apenas restauró imágenes y cuadros con motivos religiosos. Si pintaba imágenes religiosas era por pura supervivencia y atender incontables encargos que se repetían constatados su valía y talento.

Cuando Olaya sufrió el ninguneo tras la Operación Sevilla, frecuentó durante años un piso-estudio de casi doscientos metros cuadrados. Estaba en la calle Oscar Carvallo, en Sevilla. Por el inmueble no pagaba alquiler alguno. El arrendador únicamente le pedía cada mes un cuadro como renta. Era, el casero del pintor, un encendido admirador del Olaya más inspirado. Y la leyenda cuenta que aquel singular arrendador vendía los cuadros al mejor postor. La obra de Olaya, sin duda, tenía carisma entre la codicia humana.

Los compradores de Olaya sabían lo que adquirían, pero había niveles. Su gran marchante, Pérez, tuvo clientes en la provincia de Málaga y en otras andaluzas. Olaya, repetimos, jamás firmó un cuadro. No quiso hacerlo —se insiste— por pudor, dignidad personal y respeto al genio al que imitaba.

Casi no pintó obras propias. No logró evidencias ni datos el autor de este trabajo al respecto. Durante años se dedicó a copiar de forma compulsiva. Una de sus etapas más productiva transcurrió cuando vivía clandestinamente en Sevilla. Cumplía entonces una orden de destierro de dos años y cien kilómetros a la que había sido condenado como consecuencia de aplicársele la Gandula (LVM).

Tras ser condenado, compró un compás y trazó sus posibles destinos. Eligió Cádiz capital. Allí duró apenas unos días. Repentinamente, volvió a Sevilla, transgrediendo la decisión judicial, y se encerró en una casa donde vivía a oscuras, con las persianas bajadas.

Aquellos meses, hasta cumplir la condena, pintó y pintó sin descanso. Se calcula que Olaya en su corta vida pintó varios miles de cuadros, de los cuales varios cientos se vendieron como originales dentro y fuera de España a precios muy elevados.

La heterodoxia de Olaya se aprecia en cualquiera de sus copias. Pero no es una paradoja lo afirmado. Era un personaje que rompía cualquier molde que se le pusiera. Félix Machuca, escritor y periodista, amén de retratar al Moro y sus perlas en el ABC de Sevilla, como veremos en otro capítulo («Agenda y labia del Moro»), describe con suma elegancia textual quién fue Olaya. Reproducimos su artículo del 6 de junio de 2020 titulado «Los pinceles de la Baronesa»:

«Fue durante muchos años el copista del anticuario Andrés Moro, alias el Moro, el mismo que le buscó un disgusto policial por un bodegón fake vendido a la señora de El Pardo. Y como copista alcanzó las cotas más altas de su profesión. El hambre no le dejaba llegar a final de mes. Y el pluriempleo se llevaba como ciencia auxiliar de la supervivencia.

Corrían los años cincuenta y sesenta. España estaba desamortizando su patrimonio privado y religioso a los millonetis americanos, alemanes, ingleses y belgas. Y muchos pintores in- tentaban llegar al día treinta con algo de jurdó para los potajes y con el aerosol de un extra en los bolsillos para respirar como los asmáticos combatiendo sus crisis. Olaya fue de los mejores y de los más prolíficos. Hasta el punto de que hay anticuarios que no descartan la posibilidad de que una copia suya pase por obra maestra de Velázquez, Zurbarán o el Greco y esté colgada en algunas de las pinacotecas más serias y exigentes del mundo del arte. Entre la realidad y la leyenda urbana se cuenta en las trastiendas de los anticuarios más potentes de la ciudad que no es descartable que un Greco o un Zurbarán de Olaya pueda admirarse como auténtico en el Metropolitan Museum o en la Hispanic Society de Nueva York.

Eso dicen. Pero qué sabe nadie. También dijeron que, en el Prado, tras mediar Arias Navarro, se hospedó el bodegón velazqueño que le vendió a la señora de Meirás. Pero la primera pinacoteca española siempre negó tal circunstancia. La Baronesa, apodado así por su frecuente relación con la aristocracia local para la que trabajó y por su indisimulada inclinación sexual, que lo llevó a la cárcel por sus prácticas sexuales, sí que se pasó las horas y las horas pintando como copista a los clásicos en el Prado. Dicen que allí aprendió a pintar como los grandes. Y como los grandes puso sus pinceles y sus paletas al servicio del mejor pagador.

Vivía al día, gastaba al segundo y disfrutaba de sus mejores ventas organizando fiestas donde Keith Richard o Jim Morrison se hubieran sentido en absoluto incómodos. O disgustados porque no encontraran lo que más satisficiera a sus sentidos. De traca fue la fiesta que organizó en el Hotel Ritz tras una buena venta. Y de traca, igualmente, fue la situación que vivió con el Moro en una casa del museo, donde fueron a cobrarle a una alta dama una obra que no quiso pagar. Fue allí donde el anticuario, tras su intento frustrado de cobro, se puso a pedir limosnas por la calle como si fuera un pedigüeño, riéndose de su suerte...

El inspector de la policía José Arias Galán lo trató con frecuencia por razones propias de su cargo. Él sí cayó en que aquel copista y pintor era un tipo fuera de lo común. Conocía perfectamente a la Baronesa, sabía de sus deplorables inclinaciones sexuales y estaba al corriente de que en aquel mundo de fenicios mercaderes de obras de arte, falsas o auténticas, el más expuesto y el menos protegido era Olaya Araiz.

El inspector Arias Galán era experto en arte y fue el primer hombre que fotografió el tesoro del Carambolo tras su descubrimiento y quien desaconsejó, por razones de protección y conservación, que el patrimonio conseguido en la Itálica de Trajano fuera devuelto por una marquesa que lo salvó de la incuria en su casa. Arias descubrió la talla plástica de aquel maldito ciudadano e impenitente fumador cuando visitó su estudio en la calle San Juan de Dios. Quedó asombrado por la dimensión plástica de lo que allí había. Cuadros que parecían haber volado del Louvre, de la National Gallery o del Frans Hals Museum de Haarlem, al norte de Holanda. Así lo recuerda su hijo Juan Carlos Arias, detective privado, que recopiló una suculenta información directa sobre el artista con el propósito de escribir un libro. No lo hizo. Al parecer, asegura Juan Carlos Arias, recibió puntuales advertencias para que se olvidara de un tema con tonos de pintura tan tenebrista...

Olaya tenía pinta de galán de la Paramount, vestía acorde con su gusto y era imposible verlo sin un cigarro en la mano. No solo pintaba y restauraba; también formaba parte del entramado de los tratos con los marchantes locales y extranjeros. Por eso, una vez, en Antequera, con un comercial ruso afincado en Málaga que adquirió una de sus copias, se fueron a celebrarlo a una de aquellas ventas del camino. Con tan mala fortuna que el chófer del ruso era un gitano marcado por la madera. Al gitano no le gustó cómo lo miraron los policías y, cuando pudo, cogió el coche y los dejó tirados. Olaya nos dejó en 1974, cuando ni el Optalidón ni el coñac que acostumbraba a beber para tranquilizar su pulso pudieron con aquel ataque de tos saliendo de un pecho picado y murió pintando con un cigarrillo en la boca. Como una baronesa incorregible»

Eduardo Olaya vivió su cercada libertad vital intensamente. Al respecto, consideramos los miles de días que pasó detenido, ingresado en hospitales y encarcelado. Siempre ejerció como el pintor bohemio (así lo describe Nazario Luque en sus memorias, según veremos) que fue. Siempre estuvo atento y perseguido por el Código Penal, porque lo infringió casi al completo.

Los archivos de la JPAO (entonces JSPS) conservan muchas páginas sobre las trasgresiones del pintor bohemio. No vale la pena detallar la larga lista de delitos que cometió fuera de su faceta artística. Solo citaremos algunos: estafa, daños, cheque en descubierto, receptación, hurtos, apropiación indebida...

Un dato importante sería la orden de detención a Olaya que suscribe el comisario jefe de la Brigada de Investigación Criminal de la JSPS, del 2 de noviembre de 1950 (expediente número 4997), a instancias del Juzgado de Instrucción número 1 de Sevilla. En el documento se cita una carta-denuncia anónima sobre el «paradero del maleante» (sic). Lo curioso es que por aquel entonces Olaya estaba cumpliendo condena en una cárcel valenciana. Y la carta delatora identificaba una guarida que usaba como estudio Olaya en 1950. El chivatazo es de tercera.

Otra perla sobre Olaya sería un informe de conducta que remiten desde la expresada Jefatura al Juzgado de Instrucción número 5 (expediente 157/69) de Sevilla, fechado el 22 de septiembre de 1969. No tiene desperdicio: «La Baronesa [Eduardo Olaya] es persona cuya conducta moral siempre ha dejado mucho que desear, ha estado considerado en la vecindad como invertido y policialmente como maleante, dedicándose a la venta de alhajas de mala procedencia, actuando como santero, habiendo sufrido numerosos arrestos y detenciones y habiendo sido propuesto para la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes. En los ficheros policiales tiene numerosos antecedentes y todos desfavorables».

Para la elaboración de este libro han circulado por las manos de su autor muchos más documentos policiales sobre la persona de Olaya. Estos o no se consideraron relevantes, pues repiten opiniones de policías sobre un delincuente que tocaba todos los palos, o se hace referencia a unos hábitos sexuales privados que criminalizaron la LVM y la LPRS y usó el franquismo para añadir estigmas personales y sociales a los homosexuales.

Los casi dos mil días de privación de libertad que, grosso modo, calculamos que sufrió Olaya entre sentencias, arrestos y detenciones solo le sirvieron para reafirmarse en sus trasgresiones y en su estatus de pintor frente a todas las adversidades que sufrió en vida.

En la Ranilla, la cárcel sevillana que más frecuentó junto a las de Cádiz y Valencia, pintó incontables lienzos que reproducían obras del Greco principalmente. Como hiciera Paco Cuadrado (1939-2017) pintando el duro trabajo del jornalero tras ser encar- celado durante el franquismo por ser comunista. Olaya y Cuadrado lograron importantes beneficios penitenciarios por su arte. Algo es algo sobre la privación de libertad.

Llama mucho la atención que, casi sesenta años después de la Operación Sevilla, un paisano de Eduardo Olaya colocó directa- mente muchos óleos falsos y superó todos los filtros de los principales museos.

Nos referimos al hispalense Francisco José García Lora. Según declaró en 2017 al periódico digital El Español, habrían sido obras suyas, carboncillos y óleos. Pintó «setenta y cinco obras de Goya, Picasso, Van Gogh, Rembrandt, Murillo, Monet, Manet, Dalí, Sorolla...». Aclaró que «son copias perfectas que están aún colgadas, inadvertidamente, en algunos de los mejores museos y colecciones privadas de Europa como si fueran los lienzos originales».

El falsificador explicó posteriormente cómo funciona el mercado negro que mueve fortunas: «Hacía falsificaciones para coleccionistas que timaban a otros, para amantes del arte que se encaprichaban de la obra de un museo y montaban una operación de “restauración” a fin de pegar el cambiazo, para los que pagan en especie a Hacienda con lienzos “ful”... Por mi primer cuadro, un Sorolla, me dieron cinco o seis millones de pesetas. Por un Goya cobré más de un millón de euros. Mis Dalís no se descubrirán nunca».

En su entrevista con Eduardo del Campo, periodista de El Español, añade este sevillano de mayo de 1972 que la charla ilustra la otra cara del mundo del arte:

«Tan bueno era que, en la cárcel sevillana donde ingresó en 2008 condenado a cuatro años y cinco meses por estafa en la falsificación de cuadros, los presos a los que daba clases de pintura lo apodaron Velázquez, como su genial paisano del Siglo de Oro. Sus propios cuadros los firmaba —y vuelve a hacerlo, porque, tras desaparecer del mundo unos años, está retomando de nuevo su carrera legal— como G. Lora. Por ellos le pagaban entre mil y cuatro mil euros. Los ilegales, en cambio, los firmaba con los nombres de algunos de los mayores pintores de la historia. Por estos confiesa que llegó a cobrar y repartirse con sus ayudantes “más de un millón de euros” por lienzo, que en el mercado negro multiplicaba su valor varias veces... “Pinté unos setenta y cinco. Ninguno de ellos lo han detectado aún. Están colgados en colecciones particulares y en museos y organismos oficiales de Europa y América” porque le encanta que los espectadores sigan disfrutando de sus copias perfectas creyendo que son las originales, porque no le conviene destapar del todo “la gran farsa, la gran mentira” del mercado de las obras de arte, donde se calcula que hasta el cuarenta por ciento de las piezas a la venta en el mundo son falsas. Las bellezas que pintó y que las redes para las que trabajaba colocaron valen centenares de millones de euros siempre que se mantenga la “farsa”. Su valor se reduciría a casi nada si se descubriera el engaño que él nutría con su talento. El prestigio y la riqueza de coleccionistas públicos y particulares, especuladores, inversores e instituciones culturales se desmoronarían si el público y el mercado supieran que tal Picasso, tal Van Gogh, ese Dalí, aquel Goya o este Rembrandt no salieron de sus manos, sino de las de García Lora. Asegura que en el juicio “no quisieron averiguar más”. “Había personas con mucho poder político, gente de Patrimonio del Estado de primera línea, que lo pararon. No interesaba tirar del hilo, porque aquí está uno de los mejores museos del mundo, el del Prado, y no interesaba empañar la imagen de España como destino del turismo cultural»

Repasando las declaraciones exclusivas del pintor sevillano Francisco Javier García Lora, parece haber resucitado del osario donde yace el mismísimo Eduardo Olaya Araiz. Reproduce tan bien los cuadros de los pintores a los que imitó como repite su origen sevillano en los centros penitenciarios con el pincel en mano. La Escuela sevillana de pintura del medievo parece que durante el siglo XX tuvo un legado de copistas trasgresores que perfeccionaron o imitaron los originales de artistas consagrados.

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Olaya no pudo ser más explícito en vida por razones fáciles de adivinar. Una de ellas, para economizar texto, era su condición sexual. Reiteramos que la etapa del franquismo que le tocó vivir despreciaba hasta más allá de la homofobia más perceptible. El «asesinato civil» con el que explicó José Arias Galán lo que habían hecho con el copista en los años sesenta nada tiene que ver con la locuacidad y el tinte revelador de la mafia del arte que dice existir el propio García Lora. En el caso de Olaya esa mafia tenía otros modos más sutiles, pero su conducta lucrativa y desalmada calcaba la operativa de la que denuncia Lora.

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