Manuel de Fora, el poeta de los arrozales
De la saga de poetas que no llegaron a la Universidad, de los que escribieron en los arrabales que se oteaban desde las torres de marfil, del barro de Miguel Hernández y todo su legado de convencidos de que la poesía es un arma cargada de futuro, nació, escribió y murió en Los Palacios y Villafranca un mago de la palabra que conviene reivindicar
Álvaro Romero
“Entre arrozales / voy cantando, / entre arrozales / voy andando. / Con el arroz al cuello, / entre el barro, / voy soñando”, escribió Manuel de Fora (1948-2015) al comienzo de su remota y apartada carrera poética, allá por los años de la Transición, cuando sus paisanos más íntimos, como los también poetas María del Carmen Ayala, Emilio Gavira, Manuel Bernal o Alberto Cabello, ya lo habían convencido de que debía publicar sus versos para que no se los llevase el viento tantas veces huracanado del anonimato. Sus colegas habían visto en aquel jornalero de las marismas del Guadalquivir un último epígono de la larga saga de poetas autodidactas, un adelantado aprendiz del machadiano hombre bueno “en el buen sentido de la palabra, bueno”, un activo admirador del neopopularismo de Lorca y Alberti, un rendido lector de Aleixandre y, sobre todo, un caso de absoluta vocación poética que les recordaba demasiado al poeta del pueblo Miguel Hernández, hasta el punto de que así mismo lo bautizó la asociación cultural Searus cuando, ya en 1982, Manuel ganó el premio local en el V Certamen de Poesía organizado por la misma.
Aquel poeta de andar por casa y por los andurriales manchoneros en busca de su jornal había venido al mundo en ese pueblo a la orilla de las marismas del Guadalquivir -como había descrito a su Pueblo lejano el también palaciego Joaquín Romero Murube- con el nombre de Manuel Jiménez Martín, pero él mismo se fabricó su nombre artístico con el de su madre, la vallisoletana Telesfora Martín Pascua, a la que todo el mundo conocía como Fora y que fue, de principio a fin, la más ferviente admiradora del poeta que había parido. Su maestro de escuela, Manuel Herrera Rodas, había escrito de él que “respira pueblo hasta los tuétanos; masca la savia de pueblo y de marisma que recorre por los ríos a borbotones de su sangre”, y eso que Manuel de Fora no había pasado de publicar aún en la revista de la feria de su pueblo, en hojas volanderas como Acequia, Cordón o Búcaro, y acaso en los primeros números de la revista que impulsó el Ateneo que también lo subrayó a él a partir de 1983, va a hacer ahora 40 años: El Soberao. Pero el manantial de su creciente, incontenible poesía parecía proceder de un pozo tan hondo, tan jondo, oscuro y verdadero, que a la cultura oficial y oficiosa del pueblo sevillano en el que Manuel nació en pleno franquismo y murió hace solo ocho años, siempre con más pena que gloria, no le cupo nunca duda de que era contemporánea de un grande de la poesía al que las circunstancias –tan orteguianas- no le hicieron justicia jamás. “Voy pagando con mi sangre / el fiao que me dieron en invierno”, escribirá el autor de Entre arrozales en aquella primera recopilación de toda su poética en 1984, el mismo año que Rafael Alberti arribó a Los Palacios para inaugurar la calle que sigue llevando su nombre... De Manuel de Fora, evidentemente, ninguna institución política se acordó nunca salvo cuando murió, pues el Ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca le organizó una velada literaria en su honor en la Casa de la Cultura en aquel Otoño (de 2015) que él siempre escribió con mayúscula como otros literatos hicieron con Primavera...
Pero sus versos han vencido la pátina del tiempo ahora que su pueblo presume tanto de ser la Huerta de Sevilla; ahora que se ha confirmado que las marismas del Guadalquivir, en las que él tanto trabajó y sobre las que tanto escribió, son la mayor productora de arroz de todo el país; ahora que Doñana palpita en el centro más sensible de la política; ahora que Manuel de Fora es historia y forma parte de esa historia dolorosa que aquí –y en toda Andalucía, y en España- se escribió sobre el sufrimiento de los jornaleros primero y de los drogadictos después, pues de todas esas víctimas fue capaz Manuel de escribir con su afilado verso incapaz de generarse por un fingimiento, pues eso “se detecta sin ningún esfuerzo”, como apuntaría María del Carmen Ayala en el prólogo de aquella primera antología suya. En tal caso, “el resultado, en lo social, sería un panfleto; en lo personal, una cursilería o una estupidez”. Nada más lejos de quien tenía tan interiorizada ya la poesía popular de todos sus ancestros: “Al arroz, arroceros, / que entre arrozales crecen / las brincas de nuestros sueños”, recitará quien sabía de lo que escribía, pues era todavía pequeño cuando se vio obligado a dejar sus estudios, en el colegio público Juan José Baquero, para contribuir con sus brazos al sustento familiar. “Al arroz, arroceros, / que del barro nacen / nuestros hijos, compañeros”.
La profundidad lírica de Manuel de Fora en aquellos primeros versos de corte popular, octosílabos traspasados por el fatum lorquiano, no dejó indiferente a sus contemporáneos de hace varias décadas ni a los alumnos de Secundaria de hoy –de momento, solo palaciegos- que lo estudian en el cuadernillo de lectura (“Arrozales de sueños” lo titularon) que prepararon justo antes de la pandemia Manuel Bernal y Emilio Gavira. “Cuatro caminos había / desde mi casa hasta el puente. / Cuatro senderos de flores / que llevaban a la muerte. (...) / Ya los álamos no son / álamos blancos del río. / Ni el río lleva ya agua, / ni el agua va a los caminos. / Miré a la esfera del tiempo / y el espacio que me daban. / Sentí el impulso del viento / y un tic-tac que no sonaba”. Pero el poeta precisa y merece más altas cotas de análisis.
Los pies descalzos
De Fora había sido un lector tan insaciable como Miguel Hernández, hasta el punto de articular en su mente un riquísimo léxico y una abrumadoramente flexible sintaxis, capaz del conceptismo más rotundo y también del encabalgamiento más arriesgado. En su poesía, ineluctablemente comprometida, se ven las huellas de Juan Ramón Jiménez, por supuesto (“¡Qué más ropaje, Juan Ramón, que el alma / desnuda junto al mar de tu ribera!”), pero también de las más señeras voces del 27, incluso de Dámaso Alonso, Gerardo Diego o Manolo Altolaguirre. Su mirada compasiva entronca siempre con esa otra mitad de la humanidad que Federico vio en el niño, en la mujer, en el gitano, en el negro y en el homosexual y que él atisba, además, en el jornalero sin esperanza que, además, puede ser también niño o gitano u homosexual en aquella sociedad cruel que era todavía la de la segunda mitad del siglo XX. “A la siega, madre, / con pies descalzos. / A la siega, madre, / a segar los campos”, escribía De Fora pensando en los chavales que, como él, se habían visto obligados a trabajar en el arroz de la recién desalinizada marisma en las duras décadas de los años 50 y 60. Esos pies descalzos, que eran los suyos y los de sus compañeros, son los mismos piececitos a los que les había cantado no mucho antes la primera poeta en español en ganar el Premio Nobel de Literatura, Gabriela Mistral, cuando escribía: “Piececitos de niño, / azulosos de frío, / ¡cómo os ven y no os cubren, / Dios mío! / ¡Piececitos heridos / por los guijarros todos, / ultrajados de nieves / y de lodos”. Los mismos piececitos de los pequeños extremeños por los que lloraba Alberti una década antes de que naciera De Fora: “Los niños de Extremadura / van descalzos. / ¿Quién les robó los zapatos? / Les hiere el calor y el frío. / ¿Quién les rompió los vestidos?”. La universalidad de ese niño descalzo, en fin, es la que movió a Hernández a clamar contra la injusticia de aquel niño yuntero oteado en los campos de Jaén... “Cada nuevo día es / más raíz, menos criatura, / que escucha bajo sus pies / la voz de la sepultura. / Y como raíz se hunde / en la tierra lentamente / para que la tierra inunde / de paz y panes su frente”, leemos en Viento del pueblo, y más: “Me duele este niño hambriento / como una grandiosa espina, / y su vivir ceniciento / revuelve mi alma de encina”. La influencia de Hernández en De Fora será, por otro lado, transversal, hasta en los sonetos que cultivará más adelante: “Como el toro de humilde y de sencillo, / como el toro de sangre lidiadora, / como el toro burlado vas tú ahora / por el celo rabioso del cuchillo. / Y este quiebro forjado del martillo, / devorando la pena cuando llora, / va arrancando la muerte cegadora / a un señuelo de rojo y amarillo”.
En cualquier caso, ese dolor por el sufrimiento ajeno, sentido en carne propia –y no solo del cuerpo, sino del alma- es el que llevará a De Fora a conjugar, romanceadas, las cosas del trabajo con las del amor: “Yo ya te lo dije un día, / cuando en el barro caímos, / que quiero cantar las cosas / de estos arrozales míos, / y decir a todo el mundo: qué amo y qué mal nacío / en el vientre de su madre, / por estos campos benditos. / Que yo soñaba contigo / y ahora, que ya soy hombre, /qué tarde lo he comprendío: / los dos éramos antojo / de un jornal y su capricho”.
Hay en De Fora un eco laboral que resuena constantemente en sus versos, hasta dentro del silencio: “Ya se van los segadores, / ya marchan para la siega. / El pueblo se queda solo / de mozos, ¡ay, qué tristeza! / Ay, pueblo de segadores, / de barriles y bodegas. / Ay, pueblo de sol y barro / callado, ¡ay, qué tristeza!”.
Palabra de Dios
Era tal la devoción por la palabra que tenía Manuel de Fora, que fue capaz de hilvanar un boceto de libro con el sugerente título de La palabra no es mía. Para entonces, la inquietud religiosa del poeta se parecía a la del más existencialista Blas de Otero cuando se vio, algunas décadas antes, “luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, / al borde del abismo, estoy clamando / a Dios. Y su silencio, retumbando, / ahoga mi voz en el vacío inerte”. Como ángel fieramente humano se ve asimismo el poeta de los arrozales palaciegos cuando hilvana, finísimo, un soneto que lo catapulta como poeta de arte mayor: “La palabra no es mía y cuánto duele / ahogar humanamente su lenguaje, / hundir, oh, Dios, la esencia de su grito / amargo entre los dientes de la forma”, arrancará el primer cuarteto, para continuar así, incomprendido ante el Altísimo: “No basta su dolor, que se derrame, / de par en par las puertas del abismo, / es un charco de sangre, que soy hombre / encharcado de miedo y de vacío. / De qué rabia, Señor, tú me has tiznado / el corazón amargo, siempre en vilo, / precipitado al borde de la nada, / ensangrentado siempre, siempre sólo. / La palabra no es mía y cuánto duele / ahogar, oh, Dios, la esencia de su grito”.
La resonancia de Orihuela, incluso en su búsqueda de la fe, es inconfundible: “Quiero labrar la sombra de la muerte / y desbordar el charco de la vida / para enterrar la musa y conocerte / cada extensión del cuerpo y cada herida. / Y levantar la reja de la suerte / para pisar la tierra desmedida, / para ayuntar profundo y detenerte, / eterna, desde el barro desprendida. / Quiero exhalar el grito ya cercano / y recoger lo amargo y la fatiga / para rugir de nuevo entre las olas. / Quiero arrancar la sombra de la mano / y la raíz profunda de la espiga / que desgarra tu llanto de amapolas”.
El desesperado, unamuniano intento de acercamiento a Dios marca los años ochenta del pasado siglo en De Fora, como un De Otero hablándole cara a cara porque “si he de morir, quiero tenerte / despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo / oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando / solo. Arañando sombras para verte”. El poeta de Los Palacios y Villafranca, más humilde, dirá en los cuartetos asonantados: “Señor, tengo en mis labios la palabra / encharcada de llanto y de tristeza, / partido el corazón, que se desgarra / en medio de la muerte que no llega. / Ahogándose la voz en mi garganta, / astillada de gritos sin espera, / masticando un dolor que llora el alma / infinita de amor que se destrenza”. Y, para rematar, unos tercetos que parecen trenzar los ríos manriqueños con el postrero alegato machadiano: “Y hacia la mar desnuda caminando, / de palabra en palabra que no llega, / entre vaivenes voy, entre zarpazos / de lágrimas rebeldes que me ciegan, / oh, Dios mío, de carne no de barro, / yo, buscando la luz que se me niega”.
Como hiciera el autor de El rayo que no cesa con su amigo Ramón Sijé, Manuel de Fora homenajeó a su amigo José Manuel Caro, pero con un soneto y cuando aún vivía, aunque el poema haya dormido el sueño de los justos al son solemne del órgano de la iglesia Santa María la Blanca que lo inspira. La dedicatoria lo apunta casi todo por quien se desvivió por resucitar aquel órgano parroquial: “A José Manuel Caro, a su alma de órgano y corazón de viento”. Pero el poema, tan sinestésico, dice mucho más: “Incontenible. El corazón traía / un vértigo absoluto derramado, / una honda emoción en cada lado / y un armónico azul del mediodía. / Un sonoro vaivén, una porfía / de luz y sombra, rota, en su costado. / Un desnudo final no coronado / de un interno crecer de la armonía. / Al borde de mi hastío has desbordado / un páramo de ritmo y de colmena, / un encuentro de luz desalojado, / que duerme con su flauta y con su pena. / Como un poeta, el corazón ha dado / al tiempo su palabra pura y plena”.
Espermas de caballos
Como en todo poeta que madura, la voz de Manuel de Fora fue evolucionando en su dicción del octosílabo al endecasílabo, y de este al alejandrino y al verso libre, libérrimo, y a la prosa poética. Y, en su fondo, si las víctimas de sus comienzos eran los niños descalzos del arroz, las de los terribles años 80 y 90 fueron los hijos de aquellos niños descalzos andando por el hilo agónico de la heroína, que todo lo transmutó en los pueblos del Bajo Guadalquivir. “No es mi intención explicar conceptos, formas, metáforas o dicciones más o menos acertadas”, escribió él mismo al comienzo de La sangre espera, un segundo poemario que le edita en 1990 el Ateneo de Los Palacios. “Pero sí la de adelantar el grito que nace en estos poemas que son uno solo y continuado poema, por su entorno latente, de cáliz amargo o como tragedia misma de un pueblo que sólo tiene el sudor y la fatiga que nos acontece como historia y patrimonio del mismo. Cantar su agonía de cristal, su latir de caballos, de espada fría, de nieve seca, envuelta en papel de palta, de sombras que navegan al olvido o el ser como rostro o sangre que tributa como paisaje leve a su cruel destino”.
Era el año en que iba a morir Paco Cabrera de la Aurora, el creador cultural de tantas cosas. Y De Fora -como un Cernuda exiliado dentro de sí mismo- miraba el mundo, dolorido por un galopar sin rumbo, al trasluz de sus buganvillas. “Si pudiera cantarles por esquinas / o ajenjos de la sangre, / -como percibo la luz o tomo una cerveza, / junto al mostrador –siempre humano- de Paco, / rebosante de pasión y poesía, / de voz de océano y lágrimas hermosas, / o escuchando a Itoly, poblándome de razas- / un canto nuevo, lleno de victoria, / oliendo a flores, a madera recién cortada, / a verdes arrozales y escarchas doloridas, / lejos del vómito de las ciudades, / de estercoleros o farmacias de guardia, / del camello que te ofrece nieve seca, / ebrio de embarcaciones y ferrocarriles; / por encima de puentes o nocturnos de galena / o sendas de neón, / creados por el nuevo Adán / de narcos o espermas de caballos”.
El grito whitmaniano de De Fora debió de oírse en lo más profundo de los corazones comprometidos en aquellos años, pero no en los de sus destinatarios. “Oídme: ¡Todos! / los hijos de los hijos, de los hijos / (Desnudos) de la noche y de la niebla. (...) Oídme: / romped vuestras cadenas, / soltad amarras y lutos encallados. / Que llore el corazón del hombre / como lloran las piedras de los pedernales / o los cantos rodados, / sumidos de abismos y monotonía, / como lloran las madres, / con lágrimas de enredaderas”.
El espanto de sentirse vivo en medio de tanta agonía provocada se refleja entonces en su poesía de espasmos surrealistas, siempre del lado de los débiles, nuevas víctimas en los nuevos arrozales de la modernidad sobrevenida: “Porque duele dormirse por la sangre / de los que nada tienen, / sino el trabajo y la fatiga espesa / que acontece el día, / el sudor ganado / por andamios o surcos bajo tierra / o estallidos de minas y ojos sin sueños / devanando asfalto / en medio de la lluvia, / a donde anida el agua. / Yo les canto, / los reclamo / a la unidad del trigo, a la familia, / bajo la fronda verde de la hiedra, / de sombra poderosa, llena de dulzura / y lejos / de utensilios mohosos, / o ebrios de coca / envuelta en papel de plata / o zumo de limón, / allí, / a donde las madres / pujan / como vara bravía / ante la mano experta, / lúgubre, / del camello que tiende seca muerte / o levanta terribles abandonos, / tiritones funestos / de cuerpos insepultos”.
En su particularísimo paseo por este paisaje de desolación, en Manuel resuena el New York lorquiano con añejo sabor marismeño: “No. / No queda nadie, nadie, / que vacíe la muerte de tus ojos, / que rebusque el aliento de tu boca / y que llene tu cuerpo de colores. / Nadie. / Pero yo quiero ignorar el llanto de todos los poetas, / el vértigo de todos los poetas, / la muerte que viven los poetas, / que arrastran todos los poetas / sobre la tibia huella de tu sangre”.
De fluir y perderse...
Cuando en el año de la Expo 92 publicó Manuel de Fora su último poemario en vida (editado de nuevo por el Ateneo), con un verso prestado de Vicente Aleixandre, De fluir y perderse, habían sido ya muchos los pintores locales que lo habían ido acompañando en su aventura literaria: Emilio Gavira, por supuesto, pero también Eduardo Ponce o Manolo León. Fue este último –otro olvidado- quien tuvo la sobrada intuición de ilustrar con dibujos esa poesía tantas veces seca y que brotaba del alma de De Fora como una chispa eléctrica, a la manera como describió el mismísimo Bécquer “la poesía de los poetas” en aquel prólogo que le hizo al libro La Soledad de su amigo Augusto Ferrán. El Manuel de Fora de sus 44 años sentencia de esta guisa: “Melancólicamente / ignoro / cómo la luz reposa entre su nada”; o de esta otra en versos que se van volviendo elegíacos y con razón: “Cuando la muerte arrastra / su aliento irresistible, / -como el tuyo- nos lleva / tras de sí, de las uñas a los pelos. / Y no hay / sino dolor y olvido / en este canto. / Porque jamás podré llorarte / sin la dureza / con que el arado rompe la tierra, / crudamente, / como tú te has ido”. De Fora es ya el poeta capaz de pintar la realidad de un solo trazo: “El cielo tiene forma de cruz / en vilo como la sangre”.
La lección madura que aprendía Manuel de Fora de Aleixandre, su gusto por el verso largo y su intuitivo ritmo procedía de la Historia del corazón (1954) de quien iba a ganar el Premio Nobel en 1977, y concretamente de un poema titulado “En la plaza”... “No es bueno / quedarse en la orilla / como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca. / Sino que es puro y sereno arrastrarse en la dicha / de fluir y perderse, / encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido”. Y de ese “fluir y perderse” en la serpenteante existencia ajena brotan elegías tan profundas como esta: “Tu silencio espontáneo / tiene algo de guitarra vieja, / olas de espigas / y risa huracanada / envuelta en aire de marismas, / y conchas, / cuyo rumor contiene sangre de geranios / y buganvillas secas, / un puñado de gritos / que sostienen cuerdas y llantos confusos, / es el dolor henchido de mi gente / el que nutre mi alma / de canto, / y apretada agricultura, / bajo un sol que abrasa y que consuela / contratiempos funestos. / Quiero llenar el resto de mi vida / con el dolor que me ha sido asignado, / sin haber entendido / este silencio tuyo, y para siempre”. El ciclo doloroso da una pista sobre el mensaje, en otro poema en el que la sonanta se desorienta frente a la peña flamenca más antigua del mundo: “Callejeando / con sus cuerdas rotas / de llorar. / Al Pozo de las Penas, / como las locas, / la guitarra / viene / y va”.
Y todo lo cual no le impide, tan poeta como profeta, hilvanar la belleza de la vida que comienza y que se va, como un bucle en el que solo los poetas tienen la facultad de levantar acta de ese asombro de estar vivos, de esa alegría pequeña de que la vida fluya por encima y por debajo de nosotros mismos, como revela el poeta en este bellísimo poema dedicado al juego de uno de sus hijos... “Tarde apacible / de Otoño, dulce, misterioso. / Traspasando con lágrimas de oro / la puerta y la ventana tras sus hojas. / Era mi hijo el pequeño en el regazo, / sus manos tiernas, cariñosas, / grácil, guardaba aquel fulgor de luz / en un cáliz de sangre temblorosa. / De pronto, / su cabeza como loca / giraba y observaba su juguete orlado, / gritando y componiendo muecas tontas. / Y al verlo se alegró mi corazón / cansado de la vida y de su casa rota”.
Retrato de familia
De tanto ejercitar el endecasílabo, Manuel de Fora llegó a reunir una obra inmensa que espera a ser publicada. Lo más meritorio de un poeta como él no es el fondo cristalino de su poética, sino el titánico esfuerzo de haber escrito impenitentemente cada día, después del jornal, en la soledad incomprendida de su propio hogar, con la esperanza mustia, remota, ingenua de aparecer Dios sabía cuándo en cualquier tertulia de sus contados amigos para sacarse un papelito del bolsillo delantero de la camisa, como quien va a ofrecer tabaco y ofrecía, sin embargo, luz.
De Retrato de familia, su gran libro de sonetos, conocimos solamente unos cuantos, como aquel en el que retrataba a su propia madre, la que le dio la vida y el nombre, y la capacidad de fluir y perderse... y reencontrarse en ella, con todos los que duermen... “Silenciosa y nostálgica Forilla, / creciendo con su sangre en otro Duero, / toda la mar del cielo de Castilla, / todo el dolor de su llorar primero. / Y mansamente fluye en otra orilla / el agua de su cauce verdadero, / de nuevo desbordado en la mejilla / del corazón abierto para el Duero. / Con qué nostalgia de Castilla llora / y qué ternura abierta de interiores, / reciclada en la tarde tejedora / de la noria crecida de las flores. / En Tudela de Duero, alma sonora, / tristeza de mis ojos labradores”...
Manuel de Fora, el poeta de los arrozales, fue siempre más allá de su perímetro vital porque fue, desde el principio, un poeta universal. Aunque seamos tantos los que lo hayamos descubierto -como a los grandes poetas- solamente a través de su palabra, con la evocación de su estampa humilde de trabajador del campo que se cambia de chaqueta para acudir a sus pasiones... Desde donde esté, Manuel de Fora está entonando los versos de su colega, el otro poeta del pueblo: “Sigue, pues, sigue cuchillo, / volando, hiriendo. Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”.
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