Mariluz Escribano, la poeta que creció en trigal por no morirse
Hace ahora una década que, con Umbrales de otoño, la escritora granadina se consolidó en el panorama literario andaluz, antes de morir, como la poeta de la memoria y la reconciliación
Álvaro Romero
Hay poetas deslumbrantes como estrellas fugaces y poetas serenos e invisibles durante mucho tiempo como las aguas subterráneas que un día afloran a la superficie y ya su verso empieza a refrescarnos a todos. De este segundo tipo es la granadina Mariluz Escribano Pueo (1935-2019), que después de haber estado destinada a la literatura desde que nació, la única hija de dos maestros comprometidísimos con el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza -al padre lo fusilaron y a la madre la depuraron en plena guerra civil-, fue acumulando versos durante décadas y no publicó ninguno hasta bastantes años después, siempre ocupada con hilvanar su propia memoria en soledad, con sus clases, con sus cinco hijos, con sus artículos periodísticos, en fin, con la vida misma que le iba germinando alrededor mientras la poesía era solo una cosa de la madrugada... Pero en 1991, ya con la vida ordenada, la prestigiosa Librería Anticuaria Guadalhorce le publicó 22 sonetos bajo el título de Sonetos del alba y aquel manantial que parecía provenir del mismísimo Antonio Machado pero que sabía indudablemente a voz propia hizo que los ejemplares se agotaran inmediatamente. “Tuya es mi voz y el hueco de mi mano, / mi cálida sonrisa intrascendente, / los suspiros que van, sencillamente, / de mi aliento a tu aliento tan lejano”, decía en uno de ellos, sobre el amor correspondido que también merecía la pena eternizar con palabras. “Nada vive en mi sangre tan cercano / como tu corazón. Serenamente / creces en mí, y en mí como simiente / te guardaré mañana. Y será en vano / que la tarde me llame a la tristeza, / con sus dorados tonos otoñales / porque te tengo a ti por centinela”, seguía aquel soneto, el IX, capaz de sintetizar buena parte de la esencia poética de una escritora obsesionada con el eterno fluir de la vida, propia y ajena, y remataba así en el último terceto: “Y es tanta la ternura y la tibieza / que derraman tu gesto y tus modales, / que tu sola existencia me consuela”.
Fue lo primero que se conoció, hace tres décadas, de aquella profesora de Literatura granadina que en 1993 insistía, tímidamente, en reclamar el espacio que como integrante de la Generación del 60 le correspondía y que la crítica le usurpaba, empezando por la de su propia ciudad... Y así fue como surgió también Desde un mar de silencio, gracias al empeño de Juan de Loxa. Aquella desbordada elegía a su madre, a la que tanto añoraba evidentemente por haberla criado en soledad, superando cada día el silencio por el fusilamiento de su padre, fue en rigor el primer gran poema de Mariluz Escribano por el que asomaba su voz inconfundible. “Necesario es decir que mi madre cantaba. / Yo no sé si cantaba para olvidar escombros, / ruinas, / muertes, / tristeza, / guerras, / hombres, / palabras, / telarañas del tiempo, / sangre no regresada, / pero yo la miraba desde el patio llovido, / sentada en la terraza, / cuando el otoño alzaba una luz de madera, / y pensaba: es mi madre, / definitivamente, / y mi madre es mi casa”. Aquel tipo de elegía celebrativa, evocadora, melancólica pero no triste, luminosa en su indagación del tiempo rescatado, era un subtipo de elegía que ella misma creaba y que iba a aplicar asimismo al recuerdo imposible de su padre, fusilado cuando ella apenas tenía nueve meses... “Yo la miraba estar, / nunca quieta, / gozosa, / amasando la blanca pobreza de la harina”, seguirá escribiendo sobre su madre, la también docente Luisa Pueo... “La casa era modesta, / pero mi madre hermosa, / con sus gráciles manos como ríos o arroyos / que trabajan la inmensa desolación del tiempo”. Y terminará con uno de los finales más fulgurantes y magistrales que pueda recordarse en la poesía intimista del último siglo: “Y ahora, cuando no vuelve, / cuando la llamo y nada / presagia su palabra de inmediata costumbre, / desde el patio la llamo, / desesperadamente, / y solo el mar responde, / es decir, solo el viento, / quiero decir la brisa, / aquella que movía su pelo, levemente, / mientras la luz de otoño deshacía / la suave penumbra de los arces”.
El fusilamiento de su padre
La vida de Mariluz Escribano comienza rotundamente con la descarga de plomo por parte de los fascistas contra su padre, Agustín Escribano, en la madrugada del 11 al 12 de septiembre de 1936. Amigo de Federico García Lorca –de hecho había participado con él en la organización de aquel primer Concurso Nacional de Cante Jondo-, su talante de hombre librepensador y republicano lo había llevado a fundar en Granada la Residencia de Señoritas Normalistas, asociada a la Escuela Normal de Magisterio donde trabajaban él y su mujer, una especie de colegio mayor para chicas que llegaban de pueblos y cuyos padres no tenían suficiente dinero para costearles los estudios. En 1934, Agustín había conseguido que La Normal se trasladase a un edificio digno de la ciudad y en vez de pactar un precio con una gran empresa que se encargase de todo, contrató directamente a albañiles, herreros y ebanistas de Granada. Aquel gesto provocó ya sus tiranteces, pero el colmo fue el enfrentamiento con un grupo de señoritos, entre los que se encontraba el militar José Valdés -que apenas dos años después iba a ser el líder de los golpistas granadinos-, que trataron de echar a la fuerza a una de las alumnas de la Residencia de Señoritas que ya dirigía Luisa Pueo. Agustín no lo permitió y lo denunció en el juzgado. Los fascistas tienen siempre buena memoria. De modo que después de fusilar a Agustín en las tapias del cementerio, le abren un expediente a su mujer y la condenan por “no afecta al régimen”. Le quitan todos sus bienes y la trasladan a Palencia con un bebé de diez meses como único tesoro.
Tiene su tizne imaginar aquellos años de la guerra en los que viuda y huérfana anduvieron por la fría Palencia de su forzado exilio. Recién terminado el conflicto, la niña pasa largas temporadas con sus tías paternas en el pueblo burgalés de Pedrosa del Príncipe, jugando con sus primas, y luego, cuando a Luisa le permiten regresar a Granada y ella consiente solo por continuar el plan que había ideado con su marido de criar allí a su niña, Mariluz se ve a sí misma creciendo, buena estudiante que compagina las clases con el piano, el violín, el ganchillo, los bolillos y hasta el fútbol y el baloncesto... Cada jueves por la tarde se van a la Huerta de San Vicente, la casa de verano de un amigo de su padre al que también fusilaron y cuya prima, Carmen García, conversa largamente con Luisa de lo que pasó y de lo que hubiera podido pasar, mientras las pequeñas Mariluz y Carmencita juegan a meterse en las acequias que riegan las huertas, a trepar por los árboles, a ejercer de niñas...
Profesora en EEUU
Mariluz Escribano consiguió finalmente -a finales de la década de los 50- terminar a la vez las licenciaturas de Filosofía y Letras y Magisterio, casarse y aprobar unas oposiciones como profesora de Secundaria de Geografía e Historia. El primer curso lo pasa en Jerez de la Frontera. El segundo, en Jaén. Su ilusión es volver a la Escuela Normal de Granada que dirigió su padre, pero los franquistas tienen buena memoria aún y no lo van a permitir, de modo que ella y su marido se trasladan a Estados Unidos para dar clases en el Atioch College (Ohio). Solo cuando la dictadura afloje la presión, volverá el matrimonio a España y ella empezará por fin a dar clases en la Escuela Normal. No conforme con ello, se convierte desde muy pronto en una pionera del columnismo andaluz, primero en Patria y luego en Ideal, donde defiende el patrimonio de la ciudad y demuestra ser una mujer adelantada a su tiempo... al tiempo que tiene cinco hijos y se convierte en catedrática de Didáctica de la Lengua y la Literatura en La Normal, que se transforma a su vez en la Facultad de Ciencias de la Educación de Granada...
Corre la última década del siglo XX, y la huérfana, hija, esposa, madre, columnista y profesora es, en el fondo, una poeta capaz de transformar toda su realidad en poemas emocionantes por su indudable universalidad. A sus cinco hijos le dedicará uno en forma de carta... “Cuando surja la luz de primavera, / y las rosas dibujen sonrisas de colores, / escribiré una carta para cinco muchachos, / contándoles lo mucho que gané con la vida”, dirá. “Contaré que mi vida / fue una historia muy larga, / con mapas y lecciones / en un palacio antiguo, / el fragor de los trenes / hacia el país del trigo, la lluvia sobre el mar / y las arenas suaves. / El Cantábrico allí, / tan lejos de Granada. / Después vinieron ellos, / esos cinco muchachos, / y los días pasaron / con nanas y con besos, / con los ojos dormidos / en cuna almidonada. El final de aquel poema de su penúltimo libro, El corazón de la gacela, de 2015, es realmente precioso: “Mi corazón estuvo / siempre en guardia con ellos. / Y ahora que ya han crecido / y conocen los mundos de las hierbas / los nombres de los pájaros, / la música del mundo, / los placeres del libro, / creo que ya he cumplido / mi misión en la tierra. / Escribiré una carta para cinco / cuando la primavera arribe / y me inunde la casa de amarillos”.
Poeta consagrada
El tercer poemario de Mariluz, de 1995, se tituló Canciones de la tarde y lo edita en Madrid la misma editorial que había descubierto en serio a Gloria Fuertes, Torremozas. Los ejemplares se venden volando, pero como la repercusión es tan escasa, la escritora prueba con la prosa poética, que tan bien le venía a su memoria hecha literatura... En año 2000 se publica Sopas de ajo. Dos años después, Memoria de azúcar. En ambas obras, deliciosas, hace un recorrido por sus vivencias enmarcadas en la realidad de la España de posguerra, de la que rescata el olor, el sabor y el color de su ciudad, y sobre todo el valor para contar la verdad de la historia de aquel padre que con el que ella no pudo compartir vivencias porque lo fusilaron antes de que ella aprendiera a hablar. El cometido de su nueva literatura en este sentido lo sintetiza de manera magistral la catalana Remedios Sánchez, la profesora de la Universidad de Granada que más ha estudiado la figura de Mariluz Escribano y que el año pasado consiguió que la prestigiosa editorial Cátedra, con su estudio previo, publicase unas Obras completas de la autora: “Hacerlo protagonista esencial de una palabra que vuela alto, como una paloma mensajera capaz de atravesar fronteras hablando de necesaria reparación moral de una injusticia brutal y de concordia”.
Será en 2013, hace ahora exactamente una década, cuando la poeta Mariluz Escribano se consolide definitivamente con un poemario esencial, Umbrales de otoño, en el que destaca la elegía titulada “Los ojos de mi padre” y con el que gana el Premio de la Crítica. “Mirándome en la patria cereal de los trigos, / en un tiempo de cunas / mecidas por el viento de la guerra, / mirándome cómo crezco / en los abecedarios / y conquisto sonidos primitivos / balbuceos, palabras necesarias, / porque él me empuja y vuelve, / desde su corazón y sus espigas, / su corazón de tierra y manantiales, / patria de tierra y gritos apagados”. La voz de Mariluz ha encontrados su tono, su color, su sitio. Y es capaz de engarzar versos al tiempo que pasea imaginariamente con un padre que, en vez de venganza, le va a servir de absoluta, tremenda concordia. “Mi padre es un silencio que observa cómo crezco. / Sus manos me conforman, / me miden la estatura, / la dimensión del cuerpo, / averiguan gozosas / que me elevo en trigal”.
El poema es un largo sendero de descubrimiento tutelado, posibilitado solo por la palabra evocadora. “Camino con mi padre. / Me nombra a los palomas, / pájaros migratorios, / aguanieves que rozan las praderas, / alcaudones de viento, / golondrinas, gorriones, avefrías. / Y todo pasa y llega de su mano, / y a mi infancia regresa / el calor confortable de su sangre”. También llega el peor de los recuerdos cada vez que se aproximan los umbrales del otoño, claro, que fue el tiempo sin tiempo de su infancia remota en que mataron a su padre. “Cuando llegan los días de septiembre, / láminas de otoño, / las madrugadas frías y estrelladas / detienen sus palabras. / Pero es solo un instante / de sangre y de fusiles / porque mi padre vuelve del silencio / y pasea conmigo / el callado silencio de las calles, / y los campos sembrados / y las constelaciones, / y su voz de madera me acompaña, / me mira cómo crezco. / Todo el mundo conoce / que heredé de mi padre una bandera”. Y todo el mundo sabe, gracias a su poesía, de qué bandera se trata.
Geografía de la memoria
Es el último título de la producción poética de Mariluz Escribano, que data de 2017, tan solo dos años antes de morir, cuando ya le habían llovido, casi de súbito, todos los reconocimientos que, como su propia poesía, parecían agazapados en esa cala de su propia humildad heredada y congénita: la editorial Visor le publica una merecida antología fundamental, Azul melancolía; y le otorgan la Medalla de Oro al Mérito de la Ciudad de Granada, la Bandera de Andalucía por su compromiso ético con la recuperación de la memoria y la paz, y el Premio Elio Antonio de Nebrija de las Letras por su trayectoria literaria.
De este último poemario es su célebre poema “Cuando me vaya”, que empieza con rotundos endecasílabos: “Dejaré un silencio en el recuerdo, / sonidos de una voz que fue muy joven, / y un aroma de sándalo y cipreses / para que no me olvides”. Y termina con un testimonio que recupera la esencia del cultivo del trigo, que cuando se recoge, antes de llevar las mieses a moler para convertirlo en harina, se guarda una parte para esparcirlo en la tierra fértil al año siguiente. De este modo, esa parte permanece como simiente, se planta otra vez y va dando fruto cada año en una cosecha perpetua. La metáfora de su propia poesía la había tenido Mariluz, palpitante, en los horizontes castellanos que había recuperado de su propia infancia... “Cuando me vaya / perderé la praderas, / los bosques encendidos de noviembre, / el verde jardín en primavera, / la tenue luz de los planetas, / la sonrisa de un niño, / el calor de un amigo, / lágrimas de dolor por los caminos / que transité tan alta, / la caricia de un perro / que dio fuego a mis manos. / Cuando me vaya / habré perdido tantas cosas, / que creceré en trigal por no morirme”.
Su palabra era ya tan poderosa, que en verso en prosa había conseguido la plasticidad que solo los grandes autores logran para atraparnos en su fluir memorioso, como había demostrado en Sopas de ajo al evocar aquellas tardes de jueves en la casa de Federico... “Y los niños, felices, ajenos, huérfanos de la guerra, jugábamos al aro, hacíamos navegables las acequias, mirábamos el mundo nocherniego y pálido de las constelaciones, trepábamos a los árboles, hacíamos pequeños ramos de mastranzo, convertíamos la vida en esperanza germinal. Las madres y los abuelos nos escuchaban crecer. Era la vida entera palpitando en los manantiales de nuestras venas, atravesando matorrales, los oscuros designios del destino. En un salto mortal alguien nos había robado el presente y nos había instalado en el futuro. (...) En la huerta de San Vicente, en los espacios abiertos y fragantes de la vega de Granada, en un tiempo muy corto, nos hicimos mayores”.
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