Villalón, el poeta del 27 que hacía versos con la garrocha
La Real Maestranza de Caballería de Sevilla acoge este jueves la presentación de ‘Fernando Villalón, Centauro de pena’, la autobiografía novelada y no autorizada que le dedica el escritor de Paradas Eduardo Pastor Rodríguez
Villalón, el poeta del 27 que hacía versos con la garrocha / Álvaro Romero
Álvaro Romero
La injusta historia de la poesía española se ha cosido siempre a base de olvidos y rescates. Y si la Generación del 27 sacó de la postergación más absoluta al poeta cordobés Luis de Góngora tres siglos después de muerto y enterrado en pleno Barroco, a uno de aquellos poetas sevillanos que conformó su heterogénea nómina, Fernando Villalón (1881-1930), lo tuvo que recuperar, medio siglo después de desaparecido, el mismísimo Camarón de la Isla con aquellas letras por alegrías incluidas en su particular leyenda del tiempo en plena Transición: “¡Islas del Guadalquivir! / ¡Donde se fueron los moros / que no se quisieron ir!”...
Sonaban en un disco verdaderamente rompedor, que también incluía letras de Lorca y hasta del poeta persa Omar Khayyam. Y solo después de que el pueblo tararease aquella melodía con sabor marismeño y legendario abundaron ciertos autores en la extraña y caótica vida del autor de poemarios absolutamente relegados como Andalucía la Baja, La Toríada o Romances del 800, que era en esencia el breve y contundente legado de un poeta sevillano, primero ganadero y a contrapelo por la edad, que había dejado la garrocha para tomar la pluma y que se había ido repentinamente de este mundo, con solo 49 años, sin encontrar su sitio ni en la Generación que le hizo un hueco en los intensos años 20 del homenajea a Góngora ni entre los contemporáneos de Juan Ramón Jiménez, con quien compartió pupitre de niño, sin embargo, en aquel colegio de jesuitas de El Puerto de Santa María que a él –como habría de ocurrirle a Alberti algunos años después- le pareció más penal que escuela... El caso es que solo después de que todos canturreáramos aquellas alegrías de Camarón que hablaban de unos moros refugiados en las Islas del Guadalquivir por no querer marcharse llegaron Manuel Barrios, el francés Jacques Issorel –que recuperó incluso su obra inédita- y hasta su primo Manuel Halcón para indagar en la vida y en la obra de un poeta atípico que había sido retratado como “nigromante y teósofo, conde, alquimista, manirroto, la cabeza a pájaro, pitagórico, centauro, lúbrico, chamán, anticuario, poeta... y ganadero vencido en el empeño de encastar toros con los ojos verdes”.
Todo eso y más lo fue Fernando Villalón a lo largo de su desastrada y ruinosa vida, y sobre todo “Centauro de pena”, como lo califica ahora el escritor de Paradas Eduardo Pastor Rodríguez en una autobiografía novelada y no autorizada que le publicó la editorial Almuzara justo antes de la pandemia del Covid y que este próximo jueves día 21, como un acto de sorprendente y rotunda justicia poética, será presentada nada menos que en el salón de carteles de la Real Maestranza de Caballería. El libro de Pastor Rodríguez, narrado en primera persona por el propio Villalón, desde que nació en la sevillana casa de sus abuelos, los marqueses de San Gil, hasta que murió “como un perro” y “sin un duro” en una clínica madrileña, está trufado de historia verdadera y de ese estilo desenfadado y apasionado con la oralidad que recientemente ha vuelto a demostrar el escritor de Paradas en otra apuesta de Almuzara con él, Esto no estaba en mi libro de Historia del Flamenco.
La pena negra de aquel poeta que llegó tarde a los libros porque se entretuvo toda su vida entre los caballos de las marismas y los sueños de aquellos toros que le robara Hércules a Gerión en estas mismas tierras de Tartessos fue tan permanente que ni siquiera pudo ver cumplido su único deseo antes de que lo amortajaran: “Que me entierren con espuelas / y el barbuquejo en la barba / que siempre fue mal nacido / quien renegó de su casta”. Era marzo de 1930 y solo lo acompañaba la paciencia infinita de su mujer, Conchita Ramos. Al poco resonaron las elegías de algunos de sus poetas amigos, como los versos de Adriano del Valle, que lo había acompañado (como Rogelio Buendía) en la aventura onubense de la revista literaria Papel de Aleluyas, o el retrato que le dedica Joaquín Romero Murube en Sevilla en los labios... “Villalón murió en España, / dice la nueva fatal. / Murió como un buen torero: / si no en cama de hospital, / en mesa de operaciones / de níquel blanco y cristal. / No de cornada de toro, / cornada de enfermedad”, escribió Del Valle en referencia a aquel maldito cuadro infeccioso que se lo llevó en horas después de sufrir una litiasis. “Un ángel bueno de Alberti / sus ojos bajó a cerrar, / envuelto en luz de quirófano / en su Anunciación mortal. / Fernando murió muy lejos / del Guadalquivir natal, / río de taurinos peces, / que, en garrochas de cristal, / dando el salto del tras cuerno, / saltan al testuz del mar. / ¡Qué mano izquierda tenía / en faenas de amistad! / ¡Qué inteligencia en la brega! / ¡Quién lo habría de esperar / tan pronto, cuando cambiaba / la seda por el percal!”.
Hasta el dramaturgo y cineasta Edgar Neville, que lo había conocido en su magia –y quién no-, le habría de dedicar un largo poema que, solo en su comienzo, resume muchas de las esencias de Fernando Villalón: “Te encontré en un café y semejabas / un gran centauro roto, desmontado. / Y ya en la calle, esa impresión primera / se acentuó, faltabas medio tú / y se echa de menos al caballo. / Tenías ya las piernas arqueadas / por las horas de “horma” / al trote de tu jaco Cartujano. / Hablabas de tus reses, de tus cruzas... / “Quiero lograr el toro de Tartesos, / con los ojos verdes como Cleopatra”... / Era tu sueño, tu amor o tu quimera, / y solo nos cabía respetarla... / Y seguimos andando... / Si hubo un hombre de campo / si hubo un poeta raro; / ese eras tú, Fernando”.
Todas esas elegías y homenajes a Fernando ya a destiempo surgieron tras su repentina muerte, claro, al final de una breve pero intensa vida dedicada a las ganaderías que lo arruinaron y que desembocó justamente en el año 1927, cuando Fernando no era ya un poeta jovencito como aquellos que se encontró en el Ateneo de Sevilla –Gerardo Diego, Jorge Guillén, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Juan Chabás, etc.- a los que su amigo, el torero Ignacio Sánchez Mejías, les iba a pagar la parranda inaugural entre la Sociedad de Amigos del País leyendo a Góngora y la Venta de Antequera escuchando a Manuel Torre, sino un señor de 46 años cuya trayectoria resume perfectamente Eduardo Pastor en la estocada final de uno de los capítulos de libro que este jueves torea en la Maestranza: “...Y como lo de ganadero no pudo ser, aunque como sabes puse todo mi empeño y mis ganas, me tuve que refugiar en el escritorio de mi casa de la calle San Bartolomé a leer y a escribir versos. Y si los renglones de los toros en la marisma me habían salido torcidos, me puse con toda mi alma a enderezar los renglones de mis versos”.
Su infancia en Morón
El niño Fernando nació en Sevilla porque sus padres, Andrés Villalón-Daoiz y Ana Halcón y Sáenz de Tejada, se habían venido desde Morón de la Frontera a la casa de los padres de esta, marqueses de San Gil. Esa casa, por cierto, fue la que solo cinco años después le vendieron los marqueses a las Hermanas de la Cruz, con Sor Ángela a la cabeza... El niño Fernando también era de los Condes de Miraflores de los Ángeles por parte paterna. Pero pasados los primeros meses de su nacimiento, la familia se vuelve a Morón y el chiquillo se cría en aquella casa enorme –hoy Casa de la Cultura- y construida como en barranco que posibilitaba entrar con los caballos por la azotea. El señorito Fernando comulga poco con aquella vida relamida de encaje, porcelana fina, latines gramaticales y misas diarias, pues se sintió siempre mucho más cómodo en las fincas de su padre, entre las vacas y los caballos, hasta que llegó el momento –con nueve años- de ingresar, como todos los niños ricos de aquel contorno, en el colegio de los padres jesuitas de San Luis Gonzaga, en El Puerto de Santa María, donde comparte aula y fatigas no sólo con Juan Ramón, recién llegado también desde Moguer con su hermano Eustaquio, sino también con escritores que aún no lo eran como Pedro Muñoz Seca, Antonio Porras o Dionisio Pérez.
De aquellos años entre el Desastre del 98 y la feroz sequía de 1905 recuerda Fernando -en la voz que le presta Eduardo Pastor- su felicidad más telúrica en las fincas La Rana, La Higuera o La Reunión, todas propiedad de su familia entre Morón y La Puebla de Cazalla... Esta última finca, bautizada así porque durante generaciones la familia había ido reuniendo fanegas por todos lados para completarla, fue la que le tocó en herencia a Fernando, que no tardó en venderla, sin embargo, para comprar otra en la Sierra de Líjar. “Dejé atrás los mejores olivares de toda la comarca aquella de Morón para meterme de cabeza en una finca que es dura como la pezuña de una cabra. Más dura que un cuerno, vaya. Y cuando la compré me di cuenta de que aquello no me servía a mí. Y es que la compré casi sin verla. Porque las vacas se me caían por los barrancos o se quebraban de lo malo que estaba el terreno, que casi ni ir con mi caballo podía. Fíjate que hasta pensé en poner allí una fábrica de cemento...”. Las cosas de Fernando.
Ruina total
Las cosas de Fernando se basaban en su imaginación portentosa y caprichosa de niño rico, en su facilidad con las mujeres y en su empeño en hacerse ganadero para criar toros salvajes como los que él había leído en toda aquella mitología a la que estaban sujetas estas tierras de la Baja Andalucía, los que le robó Hércules a Gerión en las Islas del Guadalquivir que hacía miles de años no eran exactamente la Mayor, la Menor y la Mínima, sino un vasto dominio lacustre que antaño había coincidido con el Lago Ligustino –acaso con la Atlántida- y sobre cuyas aguas se fueron consolidando luego las orillas del gran río andaluz, entre La Señuela de Lebrija, El Rincón del Prado, el Cortijo de Arriba, la campiña utrerana y la Cádiz milenaria... Por todos esos parajes fue comprando y malvendiendo ganado un Fernando Villalón negado para los negocios pero empeñado en producir toros fieros, “enemigos del torero”, hasta el punto de que muchos estos terminaron reconociendo su genialidad pero rechazando sus toros en las plazas...
Lo llegó a decir muy claro José María de Cossío: “Para Villalón el toro era animal casi sagrado, y en la lucha de la plaza debía ser vencido, pero no humillado con floreos. Solía repetir que a un toro, verdadero toro, no había quien le tocara por adorno un cuerno, y este tipo de toro quiso criar en sus dehesas, y ello le divorció de los toreros que entonces disfrutaban del favor del público”. O sea, de Joselito El Gallo y Belmonte, muy amigos de Fernando los dos pero que no querían saber nada de sus toros imposibles, hasta el punto de que el Pasmo de Triana terminó comprándole a Villalón el último lote de su ganadería...
También Gómez de la Serna habrá de insistir en lo mismo al referirse a su paulatina ruina: “En vista de eso, Villalón, que había buscado la cruza con los toros más antiguos de España, los que quedaron de Tartessos, los que tuvo que llevar con tristeza al matadero para que allí los matasen, sin pena ni leyendas, vulgarmente, como a ganado para comestible, con la sórdida puntilla del matarife”. Había insistido en esa condición de la grandeza del toro él mismo, decepcionado porque a las plazas no se pudieran llamar “de toros”, como en los tiempos del Espartero, Paquiro, Cúchares o Lagartijo, sino “de toreros”: “El toro no ha atravesado las lindes de los siglos para ser humillado, sino para morir matando. Toros que presenten una pelea noble y terrible entre el hombre y la bestia”. En el libro de Eduardo Pastor se le hace decir: “Yo no quería criar toros dóciles ni cebarlos a boca de talego. No quería criar cuatreños torpes de movimientos a los que se les pudiera desangrar con facilidad con las puyas, que no se pudieran cansar a fuerza de capotazos. Yo buscaba la dignidad del toro. La que había tenido siempre cuando los toros eran toros, cuando los estoqueaban José Delgado Guerra, Pepe Hillo, y el rondeño Pedro Romero Martínez. Toros que tuvieran una vértebra cervical más, para que pudieran mover el cuello sin dificultad. Y lo que se les hiciera tuviera importancia y fuera de verdad”. Pero no pudo ser.
Poeta de casta
Fernando Villalón publicó su primer poemario, Andalucía la Baja, cuando tenía 46 años cumplidos y la sospecha de la muerte encima. Años después diría Rafael Montesinos: “La poesía de Fernando Villalón, fiel trasunto de su vida y de su ambiente, es directa, clara, de bellísimo colorido y hondura popular. Villalón no inventa en sus versos, sino que vuelca sobre ellos el contenido de su alma, de sus ojos, de sus sentidos, de su persona toda, dejándolos, precisamente por eso, impregnados de personalidad”. Aquel primer libro presentaba el pasado mítico de Andalucía –los toros de Gerión capturados por Hércules- y hasta su pasado histórico, con los fenicios, los romanos, los Reyes Católicos en Puerto Real, las naves de Indias, la Andalucía del campo con sus mulas, sus toros y el calor de las tardes veraniegas; “la Andalucía de las ciudades con sus tipos humanos tan perfectamente trazados: monjas, cofrades, faroleros, campaneros y hasta un ‘novio viejo’ cuyo retrato hace pensar en Antonio Machado”, que dirá Issorel; la Andalucía de la costa con sus pescadores devotos de la Virgen de Regla y la Andalucía de tierra adentro con sus gitanos, cazadores furtivos, bandoleros y contrabandistas, todo muy auténtico y muy lejos de todo andalucismo de pandereta... “Giralda, madre de artistas, / molde de fundir toreros, / dile al Giraldillo tuyo / que se vista un traje negro”, escribirá el repentino poeta –dominador encantado del octosílabo- que lo había sido desde siempre sin publicar... “Mocitas las de la Alfalfa; / mocitos los pintureros; / negros pañuelos de talle / y una cinta en el sombrero. / Dos viudas con claveles / negros, en el negro pelo”.
El poeta neopopularista domina igualmente el endecasílabo empapado entonces de vanguardia: “Braman los toros negros en su feraz orilla / y los potros retozan. Un jinete vaquero / pelea con la garrocha y su moruna silla. / ¿Será un abencerraje... o un moro guerrillero / que no quiso entregarse al conquistar Sevilla...?”. Su capacidad sintética, sin duda, le daba para compendiar tan líricamente el son que precisaban los flamencos nostálgicos de aquella época que había superado ya el Romanticismo y que buscaba, por otras vías, la dignidad de su propio pasado: “Echa vino, montañés, / que lo paga Luis de Vargas, / el que a los pobres socorre / y a los ricos avasalla”. Letras como esta harían escribir muchos años después a Antonio Burgos: “La Clase [sic] nunca perdonó al conde de Miraflores de los Ángeles que ejerciera de Fernando Villalón, que se mezclara con los poetas, la gente de mal vivir, los toreros, y cantara a los contrabandistas, que glorificara la ley de la sierra sobre las normas cerradas del llano, que hiciera héroes a los bandoleros, que anduviera en la teosofía y en la magia, que se arruinara”.
En 1928, tan solo dos años antes de morir, y después del desencuentro con la revista sevillana Mediodía y el alumbramiento en Huelva de Papel de Aleluyas –que también le costó el dinero- Fernando se atreve -sin sospechar aún que Gerardo Diego incluiría sus versos en su famosa antología de 1932, ya muerto él- con su segundo libro, La Toriada, un libro tan unitario que era un solo y largo poema de 521 versos endecasílabos y heptasílabos, un exaltado cántico al toro bravo, libre y sagrado, “símbolo de complejas significaciones, que a juicio de su cantor no merece la muerte en la plaza a manos de los lidiadores”, en palabras del profesor Jacobo Cortines, que añade: “El poema es, sin duda, uno de los mejores logros de la Generación en aquel episodio del culto a Góngora, y es pieza fundamental en la moderna poesía hispánica del toro”.
Algunos de esos versos integran hoy las mejores antologías de la Edad de Plata: “Selvática oración la de los toros / al Sol, que sus caballos / huellan ya el borde de la Tierra yerta; / y ocultando a la noche sus tesoros, / -y a sus vasallas huestes de luceros, / mandando retirar-; a la despierta / por sus besos Aurora / en plata viste ahora; / los valles y riberas / en neblinas emboza, y la desierta / marisma riza en brisas mañaneras”. La metáfora del incensario que ostenta el propio animal al respirar es igualmente antológica: “Turiferario hocico, blanco humo / exhalan sus ollares respirando; / y el impreciso grumo / sus bárbaros maitines, / -que agudos de metal suenan clarines-, / en coro va los valles atronando”.
El último poemario de Villalón, publicado en Málaga en 1929, se tituló Romances del 800 y en ellos recrea la sugestiva atmósfera de la Andalucía romántica del siglo que comienza precisamente en 1800 –de ahí el nombre-, con sus bandoleros, sus garrochistas, sus toreros..., pero también sus políticos, generales, reinas, damas, moros, maestrantes, bandidos y condenados, y todo ello bien alejado del tópico manido, como se aprecia en aquel poema titulado “Diligencia de Carmona”, tan ducho en evocación... “Remolino en el camino. / Siete bandoleros bajan / de los alcores del Viso / con sus hembras a las ancas”... “Siete caballos caretos; / siete retacos de plata; / siete chupas de caireles, / siete mantas jerezanas. / Siete pensamientos puestos / en siete locuras blancas. / Tragabuches, Juan Repiso, / Satanás y Mala-Facha, / José Cándido y el Cencerro / y el capitán Luis de Vargas, / de aquellos más naturales / de la Vega de Granada. / Siete caballos caretos / los Siete Niños llevaban...”.
El libro que se presenta este jueves en la Maestranza de Sevilla termina con esa verdad que persiguió toda su vida Villalón, puesta en limpio por Eduardo: “¿Qué ojos verdes ni ojos verdes? Todo lo que han dicho de ti es mentira. Sólo tú eres cierto, Fernando. Porque a estas horas de la mañana, en la que ya estás irremediablemente muerto, la mentira se desparrama por los regajos y los arroyos, por entre los jaramagos y el alpiste. Y queda tu verdad –tu verdad rotunda- a la sombra de un álamo, a la orilla misma del río. Allí donde la rivera pierde su nombre”.
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