Icónica Santa Lucía Sevilla Fest
Clases de oficio con Marc Anthony
La estrella de la música latina pone a bailar con una artillería de viejos éxitos una abarrotada Plaza de España en el marco del Icónica Santa Lucía Sevilla Fest
Para cuando compareció en el escenario de la Plaza de España, pasada casi media hora de las diez de la noche, el espíritu estaba ya bien contento con la música que sonaba para amenizar la espera a los más de 16.000 espectadores que esperaban su actuación en el marco –incomparable– del Icónica Santa Lucía Sevilla Fest. Es lo que tiene la salsa, una bacanal rítmica de metales y tambores que colorea la vida hasta cuando aborda la pena amorosa más honda, no digamos ya la picardía, la sensualidad, el hedonismo espontáneo, la esperanza, los sueños.
Y ahí estaba el neoyorquino de ascendencia portorriqueña Marc Anthony, icono de la música latina desde antes de que la música latina le hubiese dado el sorpasso al dance y al pop anglosajón. Figura enjuta, pantalón y americana ceñidos non plus ultra, innegociables gafas de sol crapulescas, contoneo de caderas, actitud de “podría aumentar significativamente el índice de natalidad de esta ciudad si quisiera pero, en fin, aquí hemos venido a cantar”.
Sonido potente, banda numerosa (una decena de instrumentistas de pericia, como cabía esperar, sobresaliente) con el esperado músculo rítmico y el despliegue de vientos y metales bien engrasados en el que se apoya su amalgama de salsa y bachata encajados en estructuras prácticamente pop.
Figura enjuta, pantalón y americana ceñidos non plus ultra, innegociables gafas de sol crapulescas, contoneo de caderas, actitud de “podría aumentar significativamente el índice de natalidad de esta ciudad si quisiera"
Valió la pena puso a bailar la Plaza de España
Valió la pena, uno de sus mayores hits, salió pronto a colación, justo después del tema de apertura, un Pa’llá voy que puso a bailar a la Plaza de España toda a base de bien. Perro viejo, suplió la potencia disminuida de su voz con bailes, invitaciones al baile y llamadas al público para completar los estribillos. Tras el comienzo explosivo, pues, tocó remansar el tono con Y hubo alguien, la primera de sus baladas de amores esquivos y heridas del alma que no cierran, coreada con sentimiento por la multitud, que tan entregada estaba ya a esas alturas que vitoreó hasta el estudiado despojamiento de las gafas de sol del cantante. El carisma, esa cosa que es como el tiempo según san Agustín, es lo que tiene.
Temas como Hasta ayer, con el diapasón aminorado tras un comienzo vertiginoso, permitió tanto el lucimiento vocal de Anthony, que echó el resto en los agudos, como el disfrute de los magníficos pasajes instrumentales de su banda, que ofreció un lírico y arrebatado solo de guitarra eléctrica para mecer el baile arrebolado de las parejas presentes y unas soberbias secciones de vientos y percusión; y de paso, eso siempre, le brindó un oportuno reposo al jefe.
Se diría que Para que nunca se vaya, ese tema de airecillo mexicano sobre mullido colchón afrocaribeño, se lo tomó el astro del bisnes latino como una refutación de los comentarios maledicentes que cuestionan el estado de su voz.
La parte central del setlist siguió más o menos el mismo derrotero: canciones “de lloriqueo”, como él mismo las ha calificado en alguna ocasión en coqueta autoparodia, que al final se vienen arriba propulsadas por la exuberancia instrumental de su grupo: así Volando entre tus brazos, el momento de intimismo épico del medley compuesto por Abrázame muy fuerte, Almohada (aderezada con solo de baladón heavy y la interpretación melodramática de Marc Anthony, que obviamente se sabe capo di tutti salsi) y el clásico Y quién es él de Perales, acompañada a voz en grito por el público.
¿Qué precio tiene el cielo?; una nueva versión, esta vez Hasta que te conocí, del mexicano Juan Gabriel, con la que se ejercitó ejemplarmente en el modo “tipo roto por una mujer con más calle que yo”; Mala, una variación temática de la anterior; y Parecen viernes sonaron en el tramo final, que lógicamente tuvo su continuación (y verdadero cierre) con dos bises para los que Anthony había reservado dos andanadas volcánicas para cerrar el círculo que había abierto al comienzo para después dosificarse con intachable oficio: primero Tu amor me hace bien, otro de sus viejos éxitos, y Vivir mi vida, para irse en todo lo alto con la canción que todo el mundo le reclamaba, que convirtió la Plaza de España en uno de los mayores y más hermosos karaokes del mundo.
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