Crónica
Robe en Sevilla: el rock transgresivo es ya un consenso de madurez
El antiguo líder de Extremoduro abarrota la Plaza de España en su parada de la gira ‘Ni santos ni inocentes’ y ofrece un maratoniano e impecable concierto en el Icónica Santa Lucía Sevilla Fest
Nuestro primer contacto con Extremoduro ocurrió durante un verano en los ya remotos años 90 en un polígono industrial del pueblo, en el coche del primo de Madrid, amigo de un amigo que era conocido de uno que tocaba en el grupo, portador –nuestro primo, no el amigo con supuestos contactos– de una cinta de sonido marrullero con la que quería hacerse el chulito. El lugar y las vicisitudes que al parecer de manera casi legendaria había atravesado aquella grabación para llegar hasta aquel rincón de la campiña sevillana no hicieron, por descontado, más que alimentar una brisilla de clandestinidad, como si aquello fuese una turbia operación de contrabando y no un cuasi adolescente con su primo mayor fumando a escondidas de los padres.
Escuchar La hoguera, Extremaydura o –cómo no– Jesucristo García, junto con las demás canciones incluidas en Rock transgresivo, aquella primera demo cruda y asilvestrada, llena de abismos amorosos, manifiestos ácratas, alusiones a las drogas y ráfagas de intenso lirismo e inesperada ternura nos pareció, en efecto, digna de atesorar casi en secreto. Y para cuando el grupo rompió para siempre su techo underground y consiguió llegar con Agila a muchísima gente –¡incluso a las niñas del colegio de las monjas, por favor!–, ya era un hecho establecido, una verdad tallada en piedra, que no hay nada mejor, a determinada edad, que sentirse malotes y románticos.
¿A dónde queremos llegar con todo esto? Aparte de a las grandes alamedas por donde pasa la nostalgia de la inocencia adolescente, a una cuestión evidente: el especial significado sentimental que une a centenares de miles de personas con la obra de Robe Iniesta, primero profeta destroyer de la vida renegada, del jergón y la anarquía, y últimamente rockero oficialmente poeta y algo más apaciguado. Más que un grande del rock español, que por descontado lo es pese al desdén con que lo ha despachado la crítica hasta antes de ayer como quien dice, el extremeño es uno de esos raros creadores que logran no sólo sostener un mundo propio y una estética de total coherencia, sino también –y sobre todo– uno de esos artistas más infrecuentes aún que disfrutan de adhesiones inquebrantables y son capaces de protagonizar carreras largas en estos tiempos de productos coyunturales sometidos a la alta rotación de una industria abaratada.
La parada en el Icónica Santa Lucía Sevilla Fest de la gira Ni santos ni inocentes, que prolonga la estela de su último disco, Se nos lleva el aire, era una cita especial para el público de la ciudad (y no sólo: muchos de los asistentes se acercaron desde otros lugares de Andalucía), lo cual se percibió claramente en los prolegómenos del concierto. Grupos de amigos exhibiendo y celebrando camaradería y fidelidad a esta música desde mucho antes del comienzo del concierto, nubecillas casi sólidas de humo de tabaco enriquecido en las inmediaciones de la Plaza de España, padres y madres compartiendo rito con sus hijos ya creciditos y no tanto, además –a ver cómo lo decimos sin que nos expulsen de la ciudad– de muchas personas de capas sociales para las que el joven Robe jamás habría imaginado que acabaría cantando… En cierto modo, la música de Robe es ya familiar, qué cosas.
Arrancó Robe su enésimo baño de masas (estaba la plaza a reventar: unos 16.000 espectadores) en clave de serenidad, con Destrozares, para interpretar a continuación Adiós, cielo azul, llegó la tormenta, el primero de los temas de Se nos lleva el aire, que acaparó buena parte del repertorio. Si alguien acudió al concierto confiando en que el extremeño mirase a menudo por el retrovisor, con Extremoduro allá al fondo, se fue satisfecho relativamente: seis canciones, eso sí, alguna de ellas del repertorio menos lustroso del grupo.
Contra todos confirmó los derroteros por los que transcurriría la primera parte de la actuación: un tono más apacible, que sin renunciar al empuje y a los crescendos contundentes, le sirvió a Robe para recrearse en la mucho más amplia y matizada paleta instrumental que le brindan los seis músicos que conforman su actual y solventísima banda, artífices de un sonido llamativamente pulcro. Arreglos de teclado, violín, saxofón, clarinete, ocasionales guiños jazzísticos, clásicos y flamencos, en la línea intimista, casi de rock de cámara, arropando el descanso del guerrero que se ha dado a sí mismo en buena parte de su obra a solas el antaño profeta tóxico y salvaje, que —confirmando la impresión que ha ido dejando en las anteriores paradas de su gira— está cantando más, mejor y más melodiosamente que nunca, lo cual quedó patente de manera particularmente rotunda en La canción más triste.
Y llegó la primera visita al legado de Extremoduro, vía Stand by, del lejano Yo, minoría absoluta. Seguramente a él le molesta, y entendemos las razones, pero lo cierto es que la electricidad el ambiente (y los móviles, claro, el dichoso océano de móviles con los que los espectadores deciden contemplar con una pantalla delante estorbándoles a sí mismo aquello que podrían disfrutar directamente) dictó sentencia: absolutamente todo el mundo aguardaba con especiales ganas esos momentos.
Lo mismo ocurrió acto seguido, cuando sonó Buscando una luna, de aquel punto de inflexión de 1996 que fue Agila; y después, con Si te vas, que de acuerdo con el parámetro oficial de smartphones por metro cuadrado fue un momento álgido y particularmente sentido de la noche. Las canciones de Robe son demasiado verbosas y alambicadas para ser himnos, pese a lo cual lo son sin discusión: no había más que ver y escuchar a la multitud cantándolas.
La segunda parte del concierto, tras el larguísimo receso que siguió a El poder del arte, una canción con “metáforas más reales que las personas que pasan por la calle”, se abrió con Haz que tiemble, un nuevo tema de Se nos lleva el aire y continuó con Poema sobrecogido, del álbum Para todos los públicos, o sea de los estertores de Extremoduro, en una versión curiosa por sus aires a veces cercanos a la neopsicodelia tan de moda últimamente. Ni un pero al sonido, más profesional e intachable que nunca antes, pero llegados a este punto del concierto empezamos a echar de menos la frescura, el nervio agreste, lo impredecible y la aspereza de antaño.
Y es que la urgencia ha mutado en extensos desarrollos instrumentales que a veces rozan el rock progresivo —la mar de rotundo, eso sí—, un cambio notorio en temas como Un instante de luz, de Mayéutica. No es que Robe no haya mostrado antes su gusto por los experimentos, el largo aliento y las piezas estructuradas en movimientos –véase Pedrá, del 95– pero lo cierto es que en concierto al menos echamos en falta algo más de dinamismo, presente en cambio en Viajando por el interior, probablemente su canción más extremoduro en muchos años.
En el tramo final, tras la juguetona y macarra Esto no está pasando, entraron como cuchillo en mantequilla caliente Salir, una de las canciones más festivas de su anterior etapa, que puso a botar a toda la Plaza de España, y evidentemente Ama, ama, ama y ensancha el alma, el himno por excelencia de Extremoduro, una auténtica apoteosis gritada a pulmón por todo el público. Por nuestra parte, sentimos no haber sido capaces de no acordarnos en todo momento de su difunta banda. Y de igual modo afirmamos que el problema –o el sesgo– es nuestro enteramente. Porque atendiendo a razones meramente musicales lo de la noche de este viernes sólo puede calificarse como un conciertazo en toda regla.
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