Icónica Santalucía Sevilla Fest
La Plaza de España era una ‘rave’
Los británicos The Prodigy, emblema de la electrónica de los 90, ofrecen un rotundo y vibrante espectáculo en su paso por Icónica Santalucía Sevilla Fest
¿Quién no recuerda su impactante irrupción? Eran los años 90 y nadie lo vio venir. Nadie que no estuviera al tanto del formidable hervidero que supuso en Inglaterra la cultura rave desde finales de la década anterior, ya saben, aquella utopía canalizada a través de multitudinarias y clandestinas y al menos al principio espontáneas concentraciones al aire libre con la música como catalizador fundamental, un fenómeno social que se construyó sobre los cimientos del viejo y derrotado sueño hippie de la vida comunitaria y recibió el barniz de su tiempo en forma de un nihilismo marcado aún por los últimos coletazos del no future punk. Algo así como un “que nos quiten lo bailado” de la resaca thatcherista.
De aquel caldo de cultivo salió The Prodigy, con su desprejuiciada mezcla de andanadas de rock industrial, breakbeat, hardcore y techno, envuelto siempre en la polémica, propulsado por amenazantes leyendas de toxicomanía y peligro (lo cual, resulta evidente señalarlo, les procuró óptimos beneficios). Recordamos aún aquella noticia sobre padres británicos indignados llamando a las oficinas de la BBC porque el videoclip de Firestarter tenía aterrados a sus chiquillos. La anécdota, claro, fue una sensacional muleta promocional para el desembarco definitivo del grupo en España con The fat of the land (el cangrejo más famoso de la historia de la música popular).
Recordamos aún aquella noticia sobre padres británicos indignados llamando a las oficinas de la BBC porque el videoclip de Firestarter tenía aterrados a sus chiquillos
El concierto en Sevilla, dentro del Icónica Santalucía Sevilla Fest, se había retrasado hasta las once de la noche para no obligar a nadie a elegir entre el aquelarre de subidones y la semifinal de la Eurocopa que jugó este martes España contra Francia. Por eso nos temimos lo peor –el fútbol lleva aparejado una absurda y bonita cuota de superstición que cultivamos con fruición– cuando por megafonía se anunció el comienzo de la actuación pese a que aún quedaban por disputar los cinco minutos de tiempo añadido. No hubo drama finalmente y pasamos con grandeur, de modo que para cuando el grupo apareció en el escenario para soltar su primera descarga la mayoría de los espectadores había tenido tiempo para tomar posiciones, doblemente dispuestos para la euforia y para darse su baño de nostalgia de los fiestones noventeros.
El comienzo, con Breathe, uno de sus temas más emblemáticos, fue espectacular y marcó la tónica del resto de la noche: siempre arriba, siempre a tope. Apenas reconocieron el tema, las miles de personas que se apretujaban en la Plaza de España reverdecieron viejos laureles de la manera más apropiada, bailando y botando como si no hubiera un mañana. Los aires de Farra del Fin del Mundo continuaron con Omen y Spitfire, cuyos graves hicieron retumbar no sólo el pecho, que es lo reglamentario, sino hasta el elástico de los calzoncillos.
Centelleantes focos blancos no aptos para epilépticos, enormes figuras como parte del decorado del escenario que parecían salidas de una pesadilla posnuclear, iluminación roja de caldero del infierno, esplendor total del subwoofer, mucho fucking esto-fucking lo otro, energía desbordada, a chorro, vámonos que nos vamos.
Centelleantes focos blancos no aptos para epilépticos, enormes figuras como parte del decorado del escenario que parecían salidas de una pesadilla posnuclear, iluminación roja de caldero del infierno, esplendor total del subwoofer...
Cualquier persona sin problemas de psicopatía narcisista que se haya sentado alguna vez a teclear unas palabras se habrá preguntado, forzosamente, por qué, para quién escribe, de qué sirve. La pregunta rebotó anoche con peculiar fuerza, toda vez que la música de esta panda de salvajes, esencialmente física, se resiste a ser descrita; está orientada enteramente a sacudir los cuerpos, a mover a bailar, a crear el marco necesario para hacer creer que la noche, que es oscura y alberga jinchos, va a durar para siempre.
Con Firestarter, otro de los grandes hits de Prodigy, llegó por fin el homenaje explícito a Keith Flint, fallecido trágicamente en 2019. Maxim Reality, más MC que vocalista, en tanto en cuanto su función pasa principalmente por animar el cotarro y enardecer a las masas, se retiró a un segundo plano mientras las pantallas mostraban unos hologramas de la silueta del vocalista con su inconfundible peinado con picos de demonio y las contorsiones desquiciadas que convirtieron al desaparecido Flint en un auténtico icono de la música de los años 90 y en el elemento más reconocible de la banda pese a que nunca fue su vocalista titular.
De la formación original quedan ya sólo el mencionado Maxim Reality y Liam Howlett, el cerebro de todo el asunto, que durante toda la noche ejerció de comandante de la nave tras una pila de secuenciadores, samplers y sintetizadores.
Otros dos músicos reforzaron para la ocasión en directo el sonido, bien gordo y compacto, con latigazos de guitarra eléctrica y batería bulldozer. Una apuesta a todo o nada por la contundencia, por un acabado aplastante, que en ocasiones restó matices y entidad propia a algunos temas –como Light up the sky, de los más recientes, falto de ideas ya– hasta hacerlos parecer variaciones de una misma composición base. Aunque lo cierto es que, ya lo hemos dicho antes, al final en un concierto de Prodigy cuentan por encima de todo otro tipo de parámetros: los que atañen a la música como experiencia física.
En el tramo final, Poison volvió a recordar lo injusto que es que Music for the jilted generation haya quedado eclipsado, al menos entre el público mayoritario, por el posterior Fat of the land, disco que marcó el asentamiento definitivo del grupo en el mainstream y que llegó a ser número uno de ventas en España.
No good ejerció de magdalenita de Proust y nos llevó de vuelta a los tussam naranjas, los canis nerviosos como lagartijas con motillo y sello de oro, illo, shulo, veinte durito, los primeros coches tuneados y las primeras reseñas legendarias de las madrugadas sin fin en la Copera de Granada
Otros tiempos, dijo el pureta, y tenía razón… No good, de nuevo de Music for…, cabalgando sobre sus ritmos de musculoso breakbeat, uno de los mejores momentos de la noche, ejerció de magdalenita de Proust y nos llevó de vuelta a los tussam naranjas, los canis nerviosos como lagartijas con motillo y sello de oro, illo, shulo, veinte durito, los primeros coches tuneados y las primeras reseñas legendarias de las madrugadas sin fin en la Copera de Granada. Otra cima popular de la banda, Smack my bitch up (difícil titular una canción de manera más problemática y cancelable en nuestros días) amagó con echar el cierre, pero evidentemente, tras un breve parón, los músicos volvieron al escenario para ofrecer la traca final.
Consciente de que se acababa lo que se daba, el público echó el resto en los últimos temas. Sonó primero, con sus vocecitas de helio y su línea de teclado pegadiza, casi insidiosa, Take me to the hospital, y no otra cosa hemos pensado cuando el niño nos ha despertado a las 6:54 cantándonos a medio milímetro de la oreja la canción de Jack Skeleton. Gran subidón después con Invaders must die, tema para banda sonora de imaginario y apocalíptico videojuego de 8 bits, y con Diesel power, la canción más Public Enemy de The fat of the land, raíz hip-hop que en su lectura en directo quedó borrada en favor de una divertida intro con solo de sinte a cargo de Howlett en la que pasó por el filtro Prodigy el tema de El coche fantástico.
El final llegó con la pequeña fantasía de escapismo cósmico-macarra de Out of Space, himno del grupo desde sus primeros tiempos, con ese viejo reggae del jamaicano Max Romeo centrifugado y retorcido hasta el delirio, hasta hacernos desear no tener que hacer nada esta mañana, ni en el resto del día, volver a tener casi 20 años, reunir a todos nuestro amigos en vez de mandarles vídeos por WhatsApp y meterle fuego a la noche.
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