El reportaje literario

400 años del poeta que amó a la reina y murió por ello

Se cumplen cuatro siglos del asesinato del Conde de Villamediana, uno de los mejores sonetistas del Barroco que vivió tan deprisa que su obra no llegó a recalar en los libros de texto, después de un apresurado juicio post mortem que lo calificó de homosexual

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
11 sep 2022 / 10:30 h - Actualizado: 11 sep 2022 / 10:34 h.
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Está a punto de pasar, sin pena ni gloria, la efeméride por uno de los poetas más grandes de la literatura española cuyo asesinato -hace ahora 400 años- oscureció toda su obra en una época ya de por sí con poca claridad, la del Barroco. Se llamaba Juan de Tassis y Peralta, aunque trascendió a la Historia de la intriga palatina con el título que heredó de su padre, el Conde de Villamediana. Al conde, como al caballero de Olmedo de Lope de Vega –hace curiosamente cuatro siglos también-, lo mataron sin que todavía se haya descubierto quién en una noche de agosto de 1622, en la calle Mayor de Madrid. Fue asesinado con 40 años, después de una vida de aventura extrema y de haber compuesto más de doscientos sonetos, exquisitas octavas reales, y algunas fábulas, epigramas y redondillas de tema amoroso, satírico y hasta religioso, entre cuyos versos asomaron estos octosílabos como una especie de profecía: “Sépase, pues ya no puedo / levantarme ni caer / que al menos puedo tener / perdido a Fortuna el miedo”.

En rigor, es posible que el miedo a Fortuna se lo perdiera muy al principio, mucho antes de que, según se cuenta en ese relato oficioso y legendario que ha pasado de generación en generación, fuera capaz de incendiar adrede el coliseo de Aranjuez, durante la representación de una obra suya, La gloria de Niquea, solo para tener la excusa de coger en brazos a la jovencísima reina, Isabel de Borbón –la esposa de Felipe IV-, y vivir la gloria de haberla salvado. El conde de Villamediana estaba perdidamente enamorado de la guapa reina, y esta, que se había casado con 13 años recién cumplidos con el monarca español, soportaba ya no solo las incontables infidelidades de su esposo con su pléyade de amantes, sino la enorme cantidad de hijos que le iban naciendo a este fuera del lecho conyugal mientras ella empalmaba abortos o las muertes prematuras de sus propios hijos. El caso es que el rey, tan adicto a sus amantes, pudo estar tremendamente celoso del poeta, que también tuvo las suyas, y cuenta otra leyenda que a él se debe el origen de la expresión “picar muy alto”, por las habilidades como picador de toros del conde, que al ser alabadas por la reina, obligó a su marido a replicar: “Pica bien, pero pica muy alto”, con el evidente doble sentido que ya debía sospechar. Muy pocos meses después de aquellos escarceos con la reina, que incluyeron la anécdota de que se presentara en un baile con una capa de reales de oro y con el lema Son mis amores reales, apareció muerto en la calle Mayor de Madrid...

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Dos siglos después, su asesinato inspiró innumerables obras románticas, tanto de la literatura como de la pintura, como algunos romances históricos del Duque de Rivas, el drama También los muertos se vengan de Patricio de la Escosura o el célebre cuadro del pintor Manuel Castellano que se expone ahora en el Museo del Prado y que muestra precisamente el instante en que todo Madrid contempló el cadáver de Juan de Tassis tal y como se afirmó popularmente en la época, que “concurrió toda la Corte a ver la herida”. Si su asesinato fue un encargo del propio Felipe IV o no –o del Conde Duque de Olivares- sigue siendo una incógnita, más oscura aún, por el paso del tiempo, que cuando el mismísimo Góngora, tan amigo de Juan de Tassis, pudo componer aquella letrilla empapada de sarcasmo que decía: “Mentidero de Madrid, / decidnos, ¿quién mató al conde? / ni se sabe, ni se esconde / sin discurso discurrid: / dicen que le mató el Cid, / por ser el conde lozano; / ¡disparate chabacano! / la verdad del caso ha sido / que el matador fue Bellido / y el impulso soberano”.

400 años del poeta que amó a la reina y murió por ello


Un mujeriego muy culto

Ha llegado a circular la razonable teoría de que Tirso de Molina no pudo inspirarse en el personaje de Miguel Mañara, nacido en 1627, para su celebérrima obra El burlador de Sevilla, el espaldarazo definitivo del mito de Don Juan, ya que esta fue estrenada en 1616. Más lógico, desde luego, parece pensar que Tirso de Molina conocía a otro donjuán de carne y hueso. Quién sabe. Lo que sí es cierto es que, en la época en que Tirso compone su obra teatral, andaba muy vivito y coleando el Conde de Villamediana, que había nacido casualmente en Lisboa porque su padre, el primer conde –otro pendenciero notable-, había formado parte del séquito de Felipe II cuando este entró en Portugal en diciembre de 1580 y permaneció allí casi tres años...

Casi nada se sabe de Juan de Tassis y Peralta, salvo que recibió una profunda educación humanista, hasta que, en 1599, se distingue como uno de los gentileshombres del rey Felipe III y conoce en palacio a Magdalena de Guzmán y Mendoza, aunque un par de años después, cuando la corte se traslada a Valladolid, se casa con Ana de Mendoza y de la Cerda, curiosamente descendiente del famoso Marqués de Santillana. Corría el año del Señor de 1603 cuando el padre del poeta obtuvo el título de I Conde de Villamediana, que lega muy pronto en su hijo porque muere en 1607...

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En Conde de Villamediana, en un sello.

El nuevo conde, Juan de Tassis y Peralta, que se hace cargo del Correo mayor del reino, gana enseguida fama de mujeriego y libertino. Viste como un auténtico dandy, juega a todos los vicios, se encapricha con las joyas, los naipes y los caballos, y no deja títere con cabeza, a través de su viperina pluma, en ningún estamento de la alta sociedad, de la que él forma parte orgullosamente. Es desterrado varias veces por ello y no extraña, por tanto, el retrato que hace de él el dramaturgo Antonio Hurtado de Mendoza en estas dos décimas inolvidables: “Ya sabéis que era Don Juan / dado el juego y los placeres; / amábanle las mujeres / por discreto y por galán. / Valiente como Roldán / y más mordaz que valiente... / más pulido que Medoro / y en el vestir sin segundo, / causaban asombro al mudo / sus trajes bordados de oro... / Muy diestro en rejonear, / muy amigo de reñir, / muy ganoso de servir, / muy desprendido en el dar. / Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que o le adorara, / hombre que no le temiera”.

La sátira de su ruina

Gracias a los destierros a los que lo sometió Felipe III, Juan de Tassis y Peralta conoció Francia, Flandes e Italia, donde se cocía la poesía de Giambattista Marino que él tanto admiró. Sin embargo, sus constantes excesos lo obligaron muy pronto a vender su propio oficio para saldar sus incontables deudas. Ya en 1620, completamente arruinado, gana las justas poéticas en las fiestas en honor a San Isidro, que había sido beatificado entonces. Dedica en aquella última época de su vida poemas a Felipe III y al nuevo rey Felipe IV, además de a varios santos que se canonizan justo cuando su propia ruina le había frenado los vicios, como San Ignacio de Loyola o San Francisco Javier...

Su técnica con el soneto era ya impecable: “Nadie escuche mi voz y triste acento, / de suspiros y lágrimas mezclado, / si no es que tenga el pecho lastimado / de dolor semejante al que yo siento. / Que no pretendo ejemplo ni escarmiento / que rescate a los otros de mi estado, / sino mostrar creído y no aliviado / de un firme amor el justo sentimiento. / Juntóse con el cielo a perseguirme / la que tuvo mi vida en opiniones / y de mí mismo a mí como en destierro. / Quisieron persuadirme las razones / hasta que en el propósito más firme / fue disculpa del yerro el mismo hierro”.

Sodomita, decían...

El poeta Narciso Alonso Cortés, ya en pleno siglo XX, descubrió en el Archivo de Simancas un memorial que implicaba a Villamediana en un proceso de sodomía terminado el 5 de diciembre de 1622 con la muerte en la hoguera de cinco mozos que resultaron ser criados del conde. Había sido el Consejo de Castilla el que abrió el proceso con varios inculpados por un “pecado” que entonces se conocía como “nefando” y que no era sino el de la homosexualidad. Parece ser que el propio monarca estuvo muy interesado en cicatrizar el escándalo mandando a la hoguera a los cinco criados del Conde de Villamediana, si bien otros huyeron... Pero esa idea de que el propio palacio del conde fuera la central de aquellas prácticas homosexuales y que ello tuviera algo que ver en su asesinato fue lo que trató de demostrar como falso el poeta Luis Rosales con su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1964, que tituló Pasión y muerte del conde de Villamediana.

Desterrado de la vida

Precisamente algunos de sus mejores sonetos fueron los que dedicó a su propio destierro, como aquel comenzaba: “Silencio, en tu sepulcro deposito / ronca voz, pluma ciega y triste mano, / para que mi dolor no cante en vano / al viento dado y en la arena escrito”. Aquel soneto, que suele aparecer todavía hoy en las antologías poéticas del Barroco, continuaba: “Tumba y muerte de olvido solicito, / aunque de avisos más que de años cano, / donde hoy más que a la razón me allano, / y al tiempo le daré cuanto me quito. / Limitaré deseos y esperanza / y en el orbe de un claro desengaño / márgenes pondré breves a mi vida, / para que no me venzan asechanzas / de quien intenta procurar mi daño / y ocasionó tan próvida huida”.

Muy famoso, y significativo, es también su soneto titulado “Amor callado”: “¡Oh cuánto dice en su favor quien calla! / Porque de amar sufrir es cierto indicio, / y el silencio el más puro sacrificio, / y adonde siempre Amor mérito halla. / Morir en su pasión sin declararla, / es de quien ama el verdadero oficio; / que un callado llorar por ejercicio / da más razón por sí, no osando darla. / Quien calla amando, solo amando muere, / que el que acierta a decirse no es cuidado; / menos dice, y más ama quien más quiere. / Porque si mi silencio no ha hablado, / no sé deciros más, que si muriere, / otro os ha dicho lo que yo he callado”.

La obsesión por el silencio le fue carcomiendo su conciencia poética, hasta el punto de que muchos de sus sonetos versan sobre el mutismo al que se vio obligado: “Buscando siempre lo que nunca hallo, / no me puedo sufrir a mí conmigo / y encubierta la culpa y no el castigo / me tiene Amor, de quien nací vasallo. / Yo sufro y no me atrevo a declarallo / con ver tan imposible el bien que sigo, / que cuando me condena lo que digo / no me puedo valer con lo que callo. / Sigo como dichoso, no lo siendo; / quisiera dar razones y estoy mudo / y de puro rendido me defiendo. / Del tiempo fío lo que en todo dudo, / y en fin he de mostrar claro muriendo / que en mí el amor más que el agravio pudo”.

Seguramente solamente él supo a qué dama se refirió en uno de sus sonetos más logrados, el dedicado al beso que ella le dio. O no:

Divina boca de dulzores llena,
dichoso el labio que te besa y toca
,
que no hay en cuantas hay tan dulce boca,
ni para aprisionarme tal cadena.

No el sabroso panal de la colmena
a tanto gusto y suavidad provoca,
que está el dulzor en ti y el suyo apoca
el ámbar, el clavel, el azucena.

Mas dentro de la miel está escondido
el aguijón crüel con que me hieres,
y nadie de la vida ve este signo;

boca tierna y pecho empedernido,
no, ni jamás en todas las mujeres
boca tan blanda y corazón tan digno.