Cuando el argelino de nacionalidad francesa Albert Camus publicó su primera novela, El extranjero, aquí en España se publicaba la primera también de Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte. Corría el tremendo año de 1942. La del francés abría el camino hacia el absurdismo de la existencia en la que el también filósofo iba a profundizar durante los 18 años de vida que le quedaban, antes de que un extraño accidente de tráfico se lo llevara después de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1957, por “el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de la actualidad”. Cela debió de esperar mucho más, hasta 1989, para recibir el mismo galardón de la Academia Sueca, aunque no deja de ser curioso que las óperas primas de ambos versasen, en plena II Guerra Mundial, sobre sendos condenados a muerte en el contexto de una asfixiante sociedad que ha ido acumulando motivos históricos para dejar de comprender la libertad y hasta la dignidad del individuo.
Albert Camus.
Los motivos para el delito de Duarte le pueden parecer absurdos al lector, y los de Meursault también. La mirada de una perra, el calentamiento del sol. En fin, quién puede conocer los íntimos entresijos del alma humana en su laberíntico proceder. Porque el caso es que el ser humano es de una profundidad tal que ninguna ideología ni institución han logrado barajarla, pese a sus intentos miopes, limitados, absurdos y hasta patéticos de hacerlo. Camus rechazó simultáneamente el cristianismo, el marxismo y hasta el existencialismo. En rigor, cualquier ismo que intentara falsear el hecho de que el mundo, la vida no tienen un significado determinado, pues no son racionales. Precisamente el absurdo en el que sí creía Camus ocurre cuando nuestra necesidad de significado se quiebra ante la total indiferencia del mundo. Pese a esa convicción, Camus no es que estuviera a favor del suicidio, ni mucho menos, pues supone rendirse ante al absurdo. Al absurdo hay que mirarlo cara a cara, parece decirnos el escritor francés. La dignidad humana se revela cuando se vive en el consciencia del absurdo y aun así uno se rebela contra él a través de un compromiso con sus propios ideales, los que sean, los que libremente sea elijan o los que libremente se rechacen.
Albert Camus –periodista toda su vida, casado o emparejado varias veces hasta con la actriz española María Casares- se llevó toda su corta e intensa carrera literaria intentado demostrar que al ser humano no le hacía falta creer en nada ni en nadie para demostrar su intrínseca dignidad en medio del absurdo de la realidad. En esa idea, que él desarrolla en su segunda novela, La peste (1947), había insistido mucho antes el español Miguel de Unamuno con San Manuel Bueno, mártir (1931), a saber, que puede existir un santo ateo, que el hombre absurdo –el hombre contemporáneo- vive sin Dios, pero eso no significa que no pueda entregarse al bien de los demás a través del autosacrificio, y el hecho de que lo haga sin la esperanza de una recompensa demuestra justamente su grandeza. En aquella novela de Camus, los personajes, en medio de una epidemia o peste en Oran (Argelia), se preocupaban más por encontrar la fraternidad humana que por acabar con la peste misma.
La vomitiva pena de muerte
Camus había nacido en el seno de una familia de colonos franceses (pies negros) dedicada al cultivo de anacardo. Su madre había nacido ya en Argelia, aunque su familia procedía de Menorca. Su padre, en cambio, era de origen alsaciano y, movilizado durante la I Guerra Mundial, falleció por heridas en un combate en octubre de 1914. De él solo pudo conservar una fotografía y el recuerdo contado por su madre de la repugnancia que sintió ante el espectáculo de una ejecución pública. Ese asco lo llevó precisamente a su primera novela, El extranjero, donde el protagonista recuerda en su propia celda, antes de ser ejecutado, que su padre sintió una repugnancia tal al asistir a la única ejecución capital en su vida, que volvió a casa para vomitar. Esa misma idea lo llevó a escribir una disertación contra la pena de muerte que publicó el mismo año en que recibió el Nobel: Reflexiones sobre la guillotina. Camus consideraba uno de los mayores crímenes el asesinato premeditado e institucionalizado por el propio estado.
El mismo año en que publicó la novela El extranjero publicó también su ensayo El mito de Sísifo, y es aquí donde desarrolla más abiertamente el concepto del absurdo. Se basa para ello en la famosa metáfora de Sísifo, de la mitología griega, para explicar su concepción de la propia vida humana. Sísifo es condenado eternamente a empujar una piedra hasta la cima de una montaña solo para dejarla caer, y vuelta a empezar. Precisamente en esta obra es donde aparece la célebre frase de que “solo hay un problema filosófico verdaderamente serio: el problema del suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
Alienación del siglo XX
Camus había desarrollado todo su pensamiento bajo el influjo de los razonamientos filosóficos de Schopenhauer y Nietzsche. Nacido a la razón tras la I Guerra Mundial en la que había perdido a su padre y a la literatura en plena II Guerra Mundial, terminó por ser un convencido anarquista, y cuando en El hombre rebelde (1951) se atrevió a exponer claramente su convicción de lo destructivo que entrañaba toda ideología que propusiera una finalidad en la historia (sea el cristianismo o el marxismo), protagonizó una sonada polémica con Jean-Paul Sartre, que había publicado antes, en 1938, y en la misma editorial, Gallimard, su primera novela filosófica, La náusea, protagonizada igualmente por individuo perdido en un mundo sin sentido.
El protagonista de El extranjero es igualmente un individuo olvidado por la sociedad, como todos, aunque en el caso de Mersault se note porque él se empeñe en no plegarse a las convenciones sociales y doctrinales del mundo en el que vive. Camus escribió, sin duda, una obra provocadora, narrada en primera persona y de frases inquietantemente cortas, en cuyo trasfondo no aparece sino el desgarrado rostro de una Europa inevitablemente herida. Pinta una historia absolutamente gris en la que su protagonista no siente nada por nada, ni por la muerte de su madre; ni por la amistad; ni por el presunto amor recién hallado al conocer a una chica con la que se acuesta como un autómata pero a la que no quiere, aunque a eso no le dé importancia pese a la insistencia de ella en casarse, a lo que él responde con su acostumbrada indiferencia; y ni siquiera por el asesinato en extrañas circunstancias –tan extrañas que él mismo parece fuera de sí mismo, como alienado y empujado por la voluntad de otros- de un hombre, por el que termina en una prisión en la que, en la novela, termina por subrayarse su inherente soledad y el destino ineluctable de todo ser humano de morir, tarde o temprano.
Hasta el juez que se reúne con él –como el abogado de oficio luego- trata de conmocionarlo con la Cruz de Cristo, pero no lo consigue: “Bruscamente se levantó, se dirigió a grandes pasos hacia un extremo del despacho y abrió un cajón de un archivo. Extrajo de él un crucifijo de plata que blandió volviéndose hacia mí. Y con voz enteramente cambiada, casi trémula, gritó: ‘¿Conoce usted a Este?’ Dije: ‘Sí, naturalmente’. Entonces me dijo muy de prisa y de un modo apasionado que él creía en Dios y que estaba convencido de que ningún hombre era tan culpable como para que Dios no lo perdonase, pero que para eso era necesario que el hombre, por su arrepentimiento, se volviese como un niño cuya alma está vacía y dispuesta a aceptarlo todo”. El protagonista de El extranjero no está dispuesto, sin embargo, a plegarse a ningún convencionalismo, y esa será, al fin, la razón principal de su condena por parte de un jurado al que se le recuerda que no llora en el entierro de su madre, que al día siguiente se baña tranquilamente, que se acuesta con una chica a la que no ama y que, para colmo, está dispuesto a admitirlo todo con una sinceridad tan natural como desesperante para una sociedad incapaz de sostenerse sin su muleta de moralina. La novela, en fin, es una lúcida descripción de un mundo sin valores. Después del crimen aparentemente inmotivado de Meursault, su condena a muerte no tendrá más sentido que su vida, corroída por la cotidianidad y gobernada por fuerzas anónimas que, al despojar al ser humano de su condición de sujetos autónomos, les eximen igualmente de responsabilidad y de culpa.
Aquella novela primera de Camus –adaptada al cine en 1967 por Visconti y protagonizada por Marcello Mastroianni-, su extrañamiento, la rareza de un protagonista extranjero en sí mismo, es una llamada a la conciencia difuminada del hombre actual, ese que, como sostenía Chesterton, es capaz de dejar de creer en Dios para creer en cualquier cosa.