El año de 1936 debió de ser terrible para Federico García Lorca. No solo porque lo asesinaran en su propia Granada, sacado a culatazos del domicilio de una familia amiga, como hubo de llorar el viejo maestro Antonio Machado ya casi camino del exilio, sino porque se le acumularon los manuscritos de los que iban a ser sus mejores libros. El 19 de junio había puesto el punto final a su drama La casa de Bernarda Alba, esa obra de teatro que verdaderamente era “poesía puesta en pie”, como a él le gustaba definir el género dramático y que no pudo ver representada. Solo algunas semanas después, entregó a José Bergamín 96 folios mecanografiados y otros 26 manuscritos de un extraño poemario lleno de tachaduras y añadidos que había escrito entre el otoño de 1929 y el invierno de 1930 en la ciudad de Nueva York, adonde había recalado con la excusa de una beca para estudiar inglés y con el corazón roto por el desamor y algunas amistades marchitas.
Federico había sido el alma de la madrileña Residencia de Estudiantes, donde era conocido a partes iguales por sus grandes veladas al piano y por sus hoscos silencios, había impulsado la dignidad del flamenco con aquel primer concurso de cante organizado en 1922 en el patio de los Aljibes de la Alhambra junto al compositor Manuel de Falla, había catapultado la poesía popular en algunos poemarios que antecedieron al gran Romancero gitano, y precisamente con este había llegado al culmen del reconocimiento a un poeta que no había sido entendido hasta entonces.
Porque el neopopularismo que afectó a toda la Generación del 27 en aquellos comienzos entusiastas por recuperar la tradición sin que ninguno se bajara del caballo veloz de las vanguardias había supuesto en el caso de Lorca un injusto encasillamiento que el poeta granadino solo pudo sacudirse cuando regresó de Nueva York, ya en la primavera de 1930, y se centró en su faceta de dramaturgo, la misma que le iba a dar la oportunidad de llevar teatro clásico por toda España con su compañía La Barraca y que fue capaz de regresarlo allende el Altántico para triunfar en Buenos Aires con Bodas de sangre, aquella tragedia suya de gitanos devastados por el fatum del amor para cuya historia se había inspirado en un suceso real ocurrido en Níjar (Almería). Para entonces, Federico, que había vuelto por la Residencia para pronunciar alguna que otra conferencia y que se había dado su imprescindible baño de cosmopolitismo, ya había experimentado con gacelas y casidas en Diván del Tamarit, de perfume tan árabe, y le había escrito la más inolvidable elegía de la poesía española (con permiso de Manrique) al torero que financió la creación del 27, pero tenía en el cajón un poemario que había escrito durante su estancia en la gran metrópoli del mundo que ya lo había cambiado a él y que estaba llamado a cambiar la poesía hispánica.
Poeta urbano
Lorca había sido hasta entonces, aparentemente, un poeta del campo, de las jacas negras y las lunas grandes, de los gitanos y los aljibes, de los arroyos y las vegas, de las palomas y las adelfas. Pero casi nadie había leído aquel poemario que él concibió y fue escribiendo, a rachas, durante su estancia en esa gran ciudad donde se concitaron las grandes paradojas del capitalismo moderno, donde el hombre había conseguido llegar al cielo con sus rascacielos de babel para, a continuación, en pleno crash de la Bolsa, usarlas para arrojarse al vacío. Allí, bien acogido por la Universidad de Columbia, había coincidido con el también exiliado León Felipe, había conocido a Gardel y se había empapado de jazz y de Harlem, pero, sobre todo, había utilizado el surrealismo para agrandar la llaga de su propia poética: comprobar que, en la redondez del mundo, todo se reducía a que una mitad de la humanidad se dedicaba a machacar a la otra mitad, compuesta en su época por gitanos, mujeres, homosexuales, negros, niños o pobres.
Tal día como hoy, de 1940, es decir, casi cuatro años después de su asesinato por los fascistas en Granada, apareció The poet in New York and other poems, una edición bilingüe de la editorial Norton. Tres semanas después, en México, Bergamín publicaba, con la editorial Séneca y acompañado de un prólogo suyo, el mismo poemario que él había recibido de su compañero de generación, que incluía cuatro dibujos originales y un poema de Antonio Machado, el otro gran poeta español que se fue a morir al otro lado de los Pirineos y que dejó escrito para vergüenza de la memoria histórica aquello de: “Muerto cayó Federico / -sangre en la frente y plomo en las entrañas- /... Que fue en Granada el crimen / sabed -¡pobre Granada!-, en su Granada”.
A Nueva York, precisamente después de la guerra civil, se fueron los padres del propio Federico, y allí fueron enterrados en 1945, después de que don Francisco García hubiera decidido no regresar jamás “a este país de mierda”, según le confesó a su mujer, doña Vicenta, en el barco que tomaron sin billete de vuelta... Pero una década antes le había servido a su hijo para constatar, lírica y hasta filosóficamente, la vida alienante de la sociedad de aquel país en efervescencia a costa, como siempre, de los más débiles, la gran crisis existencial de la modernidad que iba a integrar para siempre una poesía que no podía continuar hilvanándose en las torres de marfil del extinto modernismo... “Asesinado por el cielo, / entre las formas que van hacia la sierpe / y las formas que buscan el cristal, / dejaré crecer mis cabellos”, escribirá en clave surrealista que no era, sin embargo, escritura automática, sino escritura consciente de que también el surrealismo podía servir para subrayar sus eternas preocupaciones: “Tropezando con mi rostro distinto de cada día. / ¡Asesinado por el cielo!”.
Allí verá Lorca amanecer y personificará a la Aurora, que “tiene cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas”. Allí vería a “los primeros que salen” que “comprenden con sus huesos / que no habrá paraíso ni amores deshojados; / saben que van al cieno de números y leyes, / a los juegos sin artes, a sudores sin fruto”. Federico había encontrado su propia voz interna, depurada de su propia cultura materna; había descubierto el versículo de Walt Whitman (“Ni un solo momento, Adán de sangre, macho, / hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman, porque por las azoteas, / agrupados en los bares, / saliendo en racimos de las alcantarilas, / temblando entre las piernas de los cahuffeurs / o girando en las plataformas del ajenjo, / los maricas, Walt Whitman, te señalan”); y había desatado su verso clásico para convertir la ciudad en “Oficina y denuncia”: “No es el infierno, es la calle. / No es la muerte, es la tienda de frutas. / Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles en la patita de ese gato quebrada por el automóvil,/ y yo oigo el canto de la lombriz en el corazón de muchas niñas. / Óxido, fermento, tierra estremecida”. Lorca había modernizado la poesía española sin ser probablemente consciente.
Siempre los débiles
En “Grito hacia Roma (desde la torre del Chrysler Building)”, se acuerda de “los negros que sacan las escupideras, / los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores, / las mujeres ahogadas en aceites minerales, / la muchedumbre de martillo, de violín o de nube”, que “ha de gritar aunque le estallen los sesos en el muro”.
A su regreso, pasó por Cuba, la colonia que el imperio español había perdido precisamente el año de su nacimiento: “Cuando llegue la luna llena / iré a Santiago de Cuba. / Iré a Santiago de Cuba. / En un coche de agua negra / iré a Santiago. / Cuando la palma quiere ser cigüeña. / Iré a Santiago. (...) ¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro! / Iré a Santiago!”.
Aquel libro quedó inédito, como una semilla revolucionaria de un poeta al que le bastó el resto de su obra para revolucionar la literatura española. Pero el año de 1936 debió de ser terrible para Federico. Dos meses antes de ser asesinado, en la que tal vez es la última entrevista que le hicieron, declaró al diario madrileño El Sol: “Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo. Canto a España y la siento hasta la médula; pero antes que esto soy hombre de mundo y hermano de todos. Desde luego, no creo en la frontera política”.