El reportaje literario

Alana S. Portero publica una Biblia de la transexualidad

La escritora madrileña se estrena en la novela con ‘La mala costumbre’, el desgarrador viaje vital de una niña atrapada en un cuerpo que no sabe habitar, poblado de reinas de la otra acera que nos obligan a remirar el mundo para hacernos tolerantes con los diferentes

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
28 may 2023 / 11:47 h - Actualizado: 28 may 2023 / 11:50 h.
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La mala costumbre (Seix Barral, 2023), la primera novela de la madrileña Alana S. Portero (1978), se han convertido en un fenómeno editorial internacional antes de publicarse en países tan diversos como el trasfondo de la obra, desde Estados Unidos hasta la República Checa, pasando por Francia, Reino Unido, Alemania, Brasil, Grecia, Holanda o Italia. El orgulloorgullo, sí- es que esta Biblia de la transexualidad universal haya sido inspirada en nuestro país, y concretamente en uno de esos barrios madrileños marginados de raíz durante el franquismo como el de San Blas, que es el territorio verdadero e íntimo a la vez, desgarrador por realista, en el que una niña exactamente como la autora –aunque ella insista estos días en que la novela no es exactamente autobiográfica- lucha por sobrevivir en un cuerpo que no es el suyo, sino el de un niño gordito, tartamudo, con un parche en el ojo y unas gafas demasiado grandes. Desde la infancia a la treintena, la narradora cuenta en primera persona el periplo “hermosísimo, cruel y redentor sobre el camino que recorremos hasta convertirnos en quienes somos”, como dice Elena Medel en una de esas frases que la editorial destaca estos días para promocionar una novela que, verdaderamente, no se parece a nada de lo que hemos leído, aunque el valor de estas páginas no radique solamente en la valentía de su temática, en la acidez de su trasfondo considerado tabú incluso por las mejores literaturas que lo han usado siempre como complemento mágico de su propio hechizo, sino en lo bien escrita, literariamente hablando, que está. Alana S. Portero no va a ser solo una de esas escritoras que da el salto a la fama por la valentía de atreverse a tocar un tema intocable hasta el momento, sino por hacerlo con una pluma digna de la más brillante tradición intimista de la novelística occidental, esa que convierte en dolorosamente universal cualquier capítulo tremendamente personal, doméstico y localizado.

Por La mala costumbre desfila una galería de antihéroes con sobrenombres tan rotunda, que precisamente lo que engancha de la novela no es tanto el argumento catártico de su protagonista como el retrato ácido de cada una de estas brujas, putas, travestis o dragones que consiguen configurar “un canto para las arcángeles derribadas que se alzan con audacia fraternal, sostenida, libre”, tal y como sostiene Belén Gopegui después de haber disfrutado de este libro absolutamente inolvidable. El primero de esos personajes redondos es La Peluca, “la Bruja del final de la calle” en la que se cría la protagonista de la historia. “Olía a flores muertas abandonadas en un cajón y siempre iba musitando en voz baja alguna retahíla de palabras ininteligibles, como una oración secreta con cierta dosis de veneno. Lo del veneno tenía que ver con su forma de mirar, esquinada y burlona. Su seriedad no era de esas que juzgan, más bien era la que precede a la carcajada, como si cada vez que mirase a alguien le fuese revelado algún secreto vergonzoso de quien tenía delante”. Con ese retrato estremecedor basta para que nos hagamos una idea de uno de los primeros personajes que aparecen por la novela, tan marginado en la propia incomprensión ajena que solo un niño que quiere ser niña como la protagonista es capaz de espetarle la verdad de lo que dicen de ella con una ingenuidad tan desprovista de aristas que la propia Peluca no tiene más remedio que compartir carcajada con la criatura. Esta obtiene, a cambio, un primer referente vital, un ejemplo de dolor a destiempo para ir configurando su precoz capacidad reflexiva, esa misma que, dando el salto del personaje a la narradora y de la narradora a la autora, le iba a permitir, con el tiempo, convertirse en dramaturga y escritora sobre feminismo y activismo LGTBIQ+ con un enfoque concreto en la realidad de las mujeres trans para diversos medios de comunicación actuales, como Eldiario.es, El Salto Diario, SModa o Vogue. Volviendo al texto, el primer estremecimiento del lector ocurre al final de este segundo capítulo, cuando la narradora evoca el tiempo grisáceo de su propio embarazo, cuando su madre y una amiga se ríen de la Peluca mientras sueñan con tener un niño “muy guapo, guapísimo, rubito y de ojos claros” o “uno torero para que le comprase un chalet”. La mirada de la narradora sobre su propia madre y la amiga basta para demostrar que es una gran escritora: “Eran dos chicas que apenas habían cumplido los veinte años desplegando toda la crueldad de la que la juventud es capaz, que es mucha. Los remordimientos y la contención llegan con la decrepitud, como el egoísmo, cuando se habita el reverso de la vida y se entiende que casi nada feo existe que no nos termine por alcanzar”.

La ferocidad de los 80

El espacio madrileño de la novela, desde El Cerro de la Vaca hasta la capital –con Chueca en su corazón- coincide en su arranque con los ángeles caídos como moscas por la heroína. “Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes en las piedades renacentistas”, escribe Portero casi en el arranque del libro, evocando aquella atmósfera asfixiante de jóvenes mártires de las jeringuillas, el mono y los atracos de poca monta. “Lo hacían volcadas sobre los cuerpos, a gritos, despeinadas, con los ojos hinchados y babeando. Cubriendo a sus criaturas como podían, arropándoles como bestias desesperadas, llamándoles hasta dejarse la voz en la acera, clavándoles las uñas en la carne, yéndose con ellos de alguna manera”. El retrato ochentero de aquel Madrid –de aquella España incivilizada aún, recién salida del letargo fascista- incluye a todos los seres desvalidos de una sociedad que se llamaba democrática en su propio papel mojado: las viudas, las maltratadas, los huérfanos, los drogadictos, los maricones sin paliativos, los enfermos de sida, las putas a tiempo parcial, los pobres a tiempo completo, tras el olor a “potaje de garbanzos con arroz” y “la válvula de la olla exprés” girando deprisa y dejando escapar “ráfagas cortas de vapor que empañaba los cristales de la cocina” para envolver de sufrimiento retorcido aquella incapacidad del chico para confesar que quería ser una niña, una adolescente que se maquillaba a escondidas en el cuarto de baño, que se disfrazaba oyendo a Madonna, que se desesperaba mientras mamá comentaba que los machotes eran más noblotes, y ella no se sentía capaz de respirar en aquel ambiente de “hombres que no se hacían hombres”, sino “que se instruían en la masculinidad” ni en el de las mujeres, porque “no podía ser una de ellas”, aunque les abriera el camino a la metáfora de sus propios mitos aprendidos en los libros de una niña lectora: “Era parecido a sacar los mitos más delicados y poderosos de las páginas de los libros y echarlos a andar para contemplarlos, el camino de la ninfa, de la bruja, de la dama blanca o de la arpía me seguía quedando lejos, pero algo adaptado a mí me permitía tejer aquella atención polizona que les dedicaba. Un traje de feminidad hecha a escondidas y a mi medida”.

Margarita

Margarita era “una punzada de realidad llamando a la puerta. Una confirmación de lo que no quería ver ni saber”, dirá la narradora del que es tal vez el personaje más trascendente, aparte de ella misma, de toda la novela, que atraviesa el propio periplo de la protagonista desde su propia inconsciencia hasta su descubrimiento final de que a todos los armarios se le pueden romper las puertas. “Cuando me asomaba al jardín de las travestis o de las transexuales famosas, porque yo podía negarme tres veces diarias a mí misma, pero estaba sedienta de referentes y resulta que casi todas eran de la misma naturaleza, todas parecían criaturas de otro mundo, perladas, inmensas y fascinantes. Sylvester, Bibi, Amanda Lear, Tula Cossey, Cris Miró. No me atrevía a pensar que esa era la que quería que fuese mi vida, aunque una punzadita de euforia me llenaba el pecho solo mirándolas. No podía desearlo. Todo lo que había oído sobre ser como ellas contenía palabras que se parecían a las que se usaban cuando se hablaba de alguien que está enfermo”. El referente a ras de suelo que encuentra la protagonista es Margarita, en su propio barrio, para su propio desaliento. “A las mujeres como Margarita se las utilizaba en los chistes que me cortaban la respiración, eran la caricatura, a las que se imitaba poniendo voz de tiarrón y las que me hacían sufrir con su presencia por la coartada que proporcionaban al mundo entero para humillarnos sin remordimientos. No me daba cuenta de que unas y otras eran la misma cosa, mujeres que habían conquistado la poca o mucha libertad que tenían con garras y dientes y eso es lo que las hacía tan aterradoras”.

Margarita, la vecina trans a la que se le propone socialmente la sumisión como única fórmula de supervivencia, se va a convertir muy pronto en el asidero de la narradora protagonista, hasta el final, y va a dar en la novela para el retrato mordaz y entrañable a la vez de un personaje que evoluciona hasta su propia decrepitud, pasando primero por la de su madre, a la que cuida, y así le da la oportunidad de aparición a otros personajes del barrio como Sebastián el gitano, henchido de dignidad en su pobreza solidaria; o Agustina y Merceditas, humildes madre e hija que en el tercero tenían, además de su vivienda familiar con un loro, “su pequeño negocio de atenciones sexuales”; o Asunción “la Cojita”, que “quiso ser cantante de rumba pero que había terminado siendo lotera” y cojeando por culpa de una vacuna contra la polio...

Alana S. Portero publica una Biblia de la transexualidad
‘La mala costumbre’, de Alana S. Portero.

El descubrimiento

La narradora va aportando, en justas dosis de vidas retratadas, nuevos personajes que le sirven para descubrirse a sí misma, y uno de estos es Jay, un chico al que conoce en la escuela de artes marciales y con el que aprende otras técnicas de autodefensa muy distintas, e incluso las disfruta por Chueca y en el Figueroa, donde Antonio, el camarero, los bautiza con su propia historia de novio muerto por el sida y con una ristra de condones que llevaba aparejada la sagrada defensa de todo un colectivo abrasado en aquella época por el peor infierno de las maledicencias. Solo con Jay descubre el lector que la protagonista se llamaba en casa Alejandro y, después de una breve época feliz por sus propios descubrimientos, terminan delatados ante un beso por el propio maestro de la escuela de artes marciales, “que convirtió nuestro gesto de ternura en un relato de saliva y sodomía animal”, pues “era el tipo de persona que necesitaba ver el placer y el amor de los demás como actos asquerosos porque ambos le estaban vedados”.

A partir de ese momento de la historia, a la mitad del relato, la voz de la narradora se va perdiendo en favor del retrato social y de la travesía por el desierto de muchos años entre su propio barrio y la penumbra de su disimulo... “Pero el abismo que se había abierto entre el mundo y yo era infranqueable. Solo era otra maricona amargada, otra transexual derrotada demasiado pronto, otra travesti trágica, otra historia sin importancia a la que nadie querría ni sabría ayudar. Carne de vías de metro. Durante ese año fue la primera vez que pensé con seriedad en triturarme la carne debajo de unas ruedas de hierro”... Si no lo hace es porque todavía conservaba un hilo de afecto por parte de sus padres y de su hermano, tan dolorosamente ciegos, y porque encuentra, pese a la hostilidad horrorosa de un Marrano –dejamos al lector al descubrimiento de este personaje-, a Eugenia, la Moraíta, “que era la mejor alimentando el fuego de la conversación con las intervenciones precisas, añadiendo maderitos justo cuando hacía falta para que prendiesen despacio”. Es Eugenia, entre cliente y cliente, quien la va educando en esa difícil asignatura de comprenderse a sí misma en esa doble vida que a la protagonista le resulta insoportable hasta la consumación de sí misma, o a la transformación definitiva después de un camino tan infernal. “No hace falta que salgas corriendo al médico mañana mismo, date tiempo para pensar si ese es tu camino”, le dirá Eugenia. “Que eso calma pero no cura. Tampoco te digo que reúnas a tu familia cuando vuelvas a casa y se lo cuentes todo, tú sabrás por qué no puedes hacerlo. A veces sorprenden, pero una sabe con quién convive, para bien o para mal. Eso no le incumbe a nadie, que de verdades están los bajos de los puentes llenos. Asúmelo tú, no como hasta ahora, que te atrevías a estar contigo misma por las esquinas y a escondidas, como los hombres cobardes que nos desean pero que preferirían matarnos antes que llevarnos agarradas del brazo por el parque. No seas tu propio chulo, marica. No dejes que un cabrón te domine así. No te hagas eso”. Por eso la historia se alarga lo suyo... entre una vida fantasmal y fantasiosa hasta la corporeidad de una mujer que se ve en el reflejo de los escaparates o de las marquesinas de las paradas de autobús...

Librera, e Ítaca

La narradora cuenta su paso por muchos oficios fugaces, incluido el de librera, que le da para bucear en tantas vidas ajenas dentro y fuera de las páginas que iba repasando, también sus calvarios de trans, incluida alguna paliza en el contexto de los forofos del fútbol más antideportivo, hasta que “en marzo de 2012, con treinta y cuatro años, tuve volver a San Blas por ser incapaz de mantener yo sola un techo el que caerme muerta, aun con un contrato indefinido a jornada completa”. Toda una declaración de principios frente a este capitalismo asfixiante que tuvo su cenit en la crisis de antes de la pandemia. El final del libro es tan profundo, tan lírico, tan cruelmente desconsolador como el principio. Pero contiene tal catarsis personal sin triunfalismos que no solo va a ayudar a tantas mujeres como Alana S. Portero, sino a tantos otros seres humanos que van a comprender, por fin, por qué el resentimiento y la rabia contra el sistema son completamente válidos para sobrevivir en una sociedad, la nuestra, que no acepta a los que son diferentes. Qué oportuno que hoy toque votar.