Ángeles Blancas amadrina el arranque del curso

Comienza una temporada tan llena de incertidumbre como de ilusión y esperanza, y la soprano Ángeles Blancas fue en cierto sentido la encargada de amadrinarla

10 sep 2020 / 09:11 h - Actualizado: 10 sep 2020 / 12:45 h.
"Real Orquesta Sinfónica de Sevilla"
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La situación es alarmante. Los teatros, los cines y demás espacios culturales son los más sometidos a las restricciones del coronavirus. En ellos las precauciones y las medidas de seguridad se extreman, como debe ser, mientras asistimos atónitos cómo otros pilares de la economía sufren menos estas restricciones, la vigilancia se torna más laxa y la acumulación de despropósitos se hace más palpable. Así ocurre en medios de transporte, y de forma más empírica que normativa también en la restauración, por mucho que el sector proteste y apremie a buscar soluciones más drásticas para no fenecer, que también están en su derecho. Ayer el Teatro de la Maestranza reabrió sus puertas para su público más habitual, que para el flamenco ya lo han hecho otros espacios con anterioridad para celebrar una Bienal que no ha corrido la misma suerte que el Femás, otra paradoja inexplicable. Un pequeño y doméstico festival que han denominado muy significativamente Start (Arranque) se encargó de hacerlo, y para ello se contó con la excepcional presencia de la soprano Ángeles Blancas y la ROSS bajo la dirección del fiel, artesano y apañao Juan Luis Pérez. Éste acudió una vez más a la llamada de socorro de teatro y orquesta ante la imposibilidad de que Manuel Busto, el director inicialmente anunciado, se encargara de la dirección del concierto, confinado por cuarentena en Taiwán, donde interpretará junto a su Orquesta Sinfónica Nacional obras también de Falla. Además de las sillas deshabilitadas, hubo muchos huecos en la sala. Al público también se le ha espantado, y solo con eventos muy publicitados y vendidos como imprescindibles – en el cine ha ocurrido con Tenet – se ha atrevido a llenar hasta lo posible las salas. Los gestores culturales se ven obligados una vez más a atraer afición.

Reencuentro con un temperamento fogoso

Descubrimos a Ángeles Blancas a finales del pasado siglo en el Teatro Villamarta de Jerez, dando vida a una Violeta Valéry generosa en temperamento y voluptuosidad. Sea como fuere nos enamoró enseguida y le auguramos una carrera floreciente y triunfal que solo se ha cumplido en parte. No obstante son muchos los teatros y batutas que se han rendido a sus pies durante estas dos décadas que llevamos de siglo veintiuno, pero no ha recibido en nuestra tierra el reconocimiento que esperábamos. De hecho creo que nunca antes había cantado en el Maestranza, y sin embargo lo trató con tanta pasión y candor como cuando canta. Hizo propio un discurso de reconciliación con el arte y la belleza que a muchos nos llegó al corazón, y otros vitorearon con nuestra particular idiosincrasia andaluza. Lo cierto es que Blancas afrontó las Canciones Populares de Falla con la fuerza y el temperamento que le caracteriza, pero con un alarmante defecto de dicción que hizo incomprensible casi la totalidad de sus textos, con todos los inconvenientes que ello provoca. Solo acertamos a seguir casi en su integridad la Asturiana central, no obstante atisbar que su voz ha evolucionado suficientemente como para abordar estas páginas en un estricto registro grave y con una carnosidad extraordinaria. No le faltó ni un ápice de la pasión que presuponíamos y ofreció un Polo final desgarrador, no sin antes entonar una Nana con el punto de sentimiento y expresividad justo. Pérez acompañó con buen gusto y discreción, haciéndose valer de unas bellísimas orquestaciones de Ernesto Halffter, de inconfundibles mimbres impresionistas y siempre respetuosas con la gramática del compositor gaditano.

En El amor brujo sin embargo esa misma discreción en la batuta se volvió en su contra, ofreciendo una lectura de la partitura en algunos pasajes lánguida, y casi siempre al borde de la fuerza y el empuje que la pieza reclama. Hubo solos de trompeta, clarinete y violín sobresalientes, y un soberbio empaste en la cuerda, capaz de ofrecer pasajes llenos de ternura y emoción, como la Pantomima. En sus intervenciones la soprano ahondó en el registro grave de su voz e intentó con soltura combinar el canto aflamencado y racial con el más académico mezzosopranil, hasta que en la propina, un aria de La vida breve, recuperó su tesitura natural y, desde muy atrás y con el impagable acompañamiento de Tatiana Postnikova, demostró la soberbia proyección de su voz y el talante temperamental con el que afronta sus papeles, que a estas alturas abarca desde el clasicismo a la música contemporánea con absoluta profesionalidad.