Aute nos prometió que siempre quedaba la música pero de él ha quedado, además, su pintura, su cine y su poesía. Aute se marchó con pálidas campanas a mediodía un 4 de abril de esa primavera en la que anduvo suelto Satanás, un poco antes de las cuatro y diez de la tarde, pero sigue, de alguna manera, entre nosotros.
En noviembre, la editorial Ya lo dijo Casimiro Parker publicó Auténtico Aute, una retrospectiva de la obra gráfica de Aute (de sus cuadros, dibujos y pinturas) y de su obra poética que constituye, en palabras del editor Marcos Almendros, un “repaso a toda su vida, pero también un repaso a la historia sociocultural de la España en la que vivió”. Porque Aute fue un hombre que siempre estuvo de paso, y que defendió que el pensamiento no podía tomar asiento. Y eso puede verse en sus pinturas, que van desde Gauguin al expresionismo, y del erotismo más turbio a la infancia más tierna. Algo podía uno ya imaginarse al escuchar aquello de: “No quiero salir de ti/ que hace mucho frío afuera/Deja que me instale aquí/donde siempre es primavera/como Tahití”.
“Al final de su vida”, dice Miguel, “Aute volvió a su propio origen, buscando a su Aute niño, pintando con bolígrafos de colores y después, sólo con un bolígrafo azul y por último, con lápiz”. La carrera de Aute es una carrera física cuyo destino no era la cumbre sino el mar, o sea, la belleza. Como nunca se olvidó de Antoine Doinel, Aute se encontró, al final de su vida, junto al niño que miraba el mar. Esta canción, que pertenece a su último disco, surge de una fotografía. En ella, se ve a un niño observando el océano. Ese niño es Aute, en Filipinas (porque Aute viene de Manila, como los mantones). Durante los conciertos, contaba que, en uno de sus cumpleaños, le regalaron esta fotografía “que huye del cliché del álbum familiar” junto a otra, también de él, ya mayor, en una posición y en un lugar similar. Aute pasó por el mundo como una estrella fugaz, cruzando generaciones como un albatros o como un país. “Aute perteneció a una generación”, comenta Miguel, “en la que todos sus miembros lo querían mucho: Silvio Rodríguez, Sabina, Serrat... Pero, hasta el final de su vida, estuvo tendiéndole la mano a los nuevos artistas, como Rozalén o Marwan. Era un hombre muy generoso”.
Decía Juan Ramón Jiménez que si pudiese pedir un deseo, este sería el de reescribir toda su obra justo antes de morir para que de ella quedase una imagen más exacta y homogénea. La de Aute habría requerido de una pirueta aún más difícil: No le bastaría con reescribirla, sino que también tendría que recantarla y repintarla. Y, aún así, el Aute que ha llegado a este siglo XXI de taquicardia, miedo y Ridley Scott es uno solo, porque ya desde los ochenta, cuando llevó a cabo su exposición Templo, este artista total se dedicó a trenzar sus poemas con sus canciones, y estas con sus pinturas. El resultado es una balada de Babel que va más allá del amor, del viento y del tiempo.
Asomarse a Auténtico Aute es hacerlo a una época de cantautores, de poemas escritos en el atelier y de carreras frente a los grises. Es ver cómo gira este mundo (su mundo; también el nuestro) de la luz a la sombra, y de la sombra a la luz. Un mundo del que siempre puede haber algo más, a pesar de que nos veamos ya rodeados por esa noche más larga que presentía él cuando aún no estábamos sin su latido. Este libro no es otra cosa, en definitiva, que unas señales de vida que Aute nos envía por si tenemos un día de esos en que mandaríamos todo a hacer puñetas. Porque, ya lo dijo él, las historias no acaban porque alguien escriba la palabra fin. Aleluya.