Desvariando

Baile de película sin esencia

Siempre se ha dicho que el baile es la locomotora del flamenco, y es cierto. Ya a mediados del XIX iban las boleras por el mundo representando al arte dancístico andaluz, artistas como Petra Cámara y Manuela Perea La Nena

Manuel Bohórquez @BohorquezCas /
29 feb 2020 / 10:41 h - Actualizado: 29 feb 2020 / 10:46 h.
"Desvariando"
  • Baile de película sin esencia

Siempre se ha dicho que el baile es la locomotora del flamenco, y es cierto. Ya a mediados del XIX iban las boleras por el mundo representando al arte dancístico andaluz, artistas como Petra Cámara y Manuela Perea La Nena, dos grandes olvidadas por Sevilla, de donde eran. Revolucionaron no solo el baile en sí sino el teatro en Europa. Era imposible llevar una compañía de cante por el mundo, y de hecho no pasó nunca. Sí en Andalucía, con la compañía de Silverio, en la que iban José Lorente y El Cuervo Sanluqueño como cantaores, pero siempre con Antonio el Pintor de bailaor, que era un sevillano de San Juan de la Palma, padre del también bailaor Lamparilla, de la calle Alcalá, hoy Divina Pastora.

El baile era ya el motor del flamenco, y lo sigue siendo. También en los cafés cantantes andaluces como los de Silverio y El Burrero, y cuando abrió El Novedades fue fundamental en su programación con La Macarrona, La Sordita y el jerezano Ramírez como estrellas indiscutibles del género. En aquellos años, en las dos primeras décadas del nuevo siglo, el baile se hizo imprescindible en el teatro y no se entendía sin él una compañía de flamenco. Era impensable llenar un teatro solo con cantaoras o cantaores, aunque fueran de primera línea.

En la llamada Ópera Flamenca, que se inició a mediados de los años veinte del pasado siglo, el cante comenzó a tener un enorme protagonismo y cuando Vedrines hizo aquel grandioso espectáculo de 1928, con el que se despidió Don Antonio Chacón de los escenarios –murió en 1929–, el baile era solo algo testimonial. A pesar de las grandes bailaoras que había, como Pastora Imperio, La Argentinita y su hermana Pilar, antes de que llegara una gitana de Barcelona, Carmen Amaya, a revolucionar de nuevo la danza flamenca y llevarla por el mundo con una fuerza sobrenatural. O la célebre pareja de Rosario y Antonio, quizá una de las últimas revoluciones del baile sevillano.

Cuando languidece la Ópera Flamenca, en los cincuenta, y nacen los festivales de verano, el cante sigue teniendo una gran fuerza, pero salen unas bailaoras y unos bailaores que se lo ponen muy difícil a las grandes figuras del cante. En los festivales de los pueblos se hicieron imprescindibles Matilde Coral, Trini España, Isabel Romero, Farruco o Rafael el Negro, hasta que llegaron Manuela Carrasco, Pepa Montes, El Mimbre, Angelita Vargas, Milagros Mengíbar, Carmen Montiel, Rocío Loreto o Merche Esmeralda. Esa fue una época, los años sesenta, de pura esencia, y luego estaban Antonio Gades, Mario Maya, El Güito y Cristina Hoyos, que volvieron a asombrar al mundo con sus compañías, llegando después fenómenos como Antonio Canales y Joaquín Cortés, dos nuevos revolucionarios.

Se dice que el baile atraviesa una nueva época de oro, con grandes compañías que recorren el mundo durante todo el año, tales como las de María Pagés, Eva la Yerbabuena, Farruquito, Israel Galván, El Grilo o Rocío Molina. Llenan teatros en ciudades como Nueva York, Londres o París y tiran de todo el flamenco, porque en una buena compañía de baile siempre hay grandes artistas del cante y la guitarra. Sin embargo, y leyendo estos días algunas críticas sobre obras presentadas en Festival de Jerez, el baile pierde esencia jonda o pureza, aunque esto de la pureza parece que ya no interesa como antes, cuando Matilde y Farruco paraban los relojes en tablaos y festivales con un solo quiebro.

Hace años que, con tanto espectáculo de baile teatralizado en la Bienal, me hice esta pregunta en un titular: “¿Qué hacemos con el arte?”. Me la sigo haciendo cada vez que voy a un espectáculo de baile, sobre todo cuando veo a Rocío Molina, Belén Maya, Olga Pericet o Israel Galván. Está claro que el baile flamenco ha evolucionado y que lo seguirá haciendo, pero es que todo se queda en unas luces de cine, alucinantes trucos escenográficos, coreografías sin coherencia alguna e historias novelescas. ¿Qué hacemos con el arte?

A veces nos consolamos con grandes bailaoras como Pepa Montes o Carmen Ledesma, a las que cuesta ya verlas bailar en un teatro de Sevilla. Ellas sí tienen esa esencia que tanto echamos de menos. Y Manuela Carrasco, claro está. Están saliendo algunas bailaoras nuevas como María Moreno o Gema Moneo, que huelen a esa esencia antigua. Farruquito aún huele a pureza, y poco más. Cuesta, sinceramente, salir de casa y ver una buena obra de baile. Cada día más.