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La Gazapera

Cantando las penas y las fatigas

El dolor parece que es la clave de cantes como las seguiriyas y los martinetes. Mi madre pasó las de Caín toda su vida y cuando cantaba, que lo hacía solo en casa, su voz no era de dolor, sino de almíbar...

Manuel Bohórquez @BohorquezCas /
04 oct 2019 / 08:43 h - Actualizado: 04 oct 2019 / 08:49 h.
"Flamenco","Teatro","La Gazapera"
  • Manuel de la Tomasa. / El Correo
    Manuel de la Tomasa. / El Correo

Uno de los argumentos que esgrimen los flamencólogos o investigadores gitanistas para decir que el cante jondo es creación gitana, es el asunto de las penas, la persecución, las fatigas y necesidades vitales. Algo hay de cierto en la afirmación, claro. Pero y los andaluces, los no gitanos, ¿no sufrieron hambre, fatigas, persecución por motivos religiosos o políticos, y, sobre todo, explotación? Un jornalero andaluz, si canta, es para divertirse. Y si lo hace un gitano, es por las penas que han pasado los de esta etnia en Andalucía desde que llegaron hace ya muchos siglos.

El dolor parece que es la clave de cantes como las seguiriyas y los martinetes. Mi madre pasó las de Caín toda su vida y cuando cantaba, que lo hacía solo en casa, su voz no era de dolor, sino de almíbar. Cantaba como un pájaro herido, pero pájaro al fin y al cabo. Era pura melodía y no un desgarro. Los flamencólogos de la parte gitanista han ido coleccionando frases de cantaores o cantaoras calés para apoyar sus teorías. La Periñaca: “Cuando canto a gusto, la boca me sabe a sangre”. Manolito el de María: “Canto porque me acuerdo de lo que he vivido”. Y otras como “el cante es un dolor ancestral”, o “sin fatigas no hay cante gitano”.

La teoría tenía cierto sentido en los tiempos de El Fillo y Juan Pelao, en el XIX, pero hoy no. Con una buena cuenta en el banco y un Mercedes en el garaje, las seguiriyas no tienen por qué ser un dolor en el alma. Se puede hacer una interpretación del cante con dolor y fatigas, como algo mimético, pero nada más. Hace unos días le escuché cantar a Mayte Martín unas seguiriyas del jerezano Manuel Molina -A clavito y canela, en versión Tomás Pavón-, y no había dolor, solo melodía y dulzura. Y eso era flamenco también.

El Chocolate llegó a decirme, en un ataque de sinceridad, que a veces cantaba por seguiriyas echándole teatro a la cosa, porque no siempre estaba motivado. Se quejaba, se retorcía de dolor y echaba el alma por la boca, sí, pero de mentirijilla, echándole teatro. “¡Ojana, se llama!”, me dijo. Para confesarme luego que a veces se encerraba en un cuarto de su propia casa, se acordaba de su papa y de su mama y cantaba que le crujían los huesos. “Y lloraba cantando, Manué”.

Escucho cantar hoy a jóvenes gitanos como si estuvieran en un penal. Jóvenes de veinte o treinta años. Es como si echaran por la garganta las penas y fatigas de sus antepasados. Como una manera de rendirles culto. Puedo poner como ejemplo a Manuel de la Tomasa, el nieto del maestro José el de la Tomasa. No tiene ni veinte años aún y a veces parece que es Agujetas el Viejo. Hace una interpretación del cante de dolor, puede que magnífica, pero solo eso. Y tiene un gran valor, qué duda cabe. De hecho, el tataranieto de Pepe Torres es uno de los más firmes valores del cante actual.

Cuando el que canta no es gitano y se desgarra, está imitando. Sí, es lo que dicen los analistas de la cantelogía. “Canta agachonao”, esa es la expresión. También hay mimetismo, pero es otro mimetismo. Es como si el chaval no sufriera por nada, por algún desengaño amoroso, la enfermedad de algún familiar cercano o algún tipo de complejo físico.

Cuento una anécdota histórica. Antonio Páez Castro El Pintor, era un bailaor sevillano de San Juan de la Palma, padre de Lamparilla, otro bailaor de postín, este nacido en la calle Divina Pastora, en el Barrio de la Feria. El Pintor vio morir a todos sus hijos, entre ellos al citado Lamparilla, que falleció con 18 años. ¿Puede haber una pena mayor para un padre, que perder a todos sus hijos?

El guitarrista Antonio Peana, de la Macarena, me contó que El Pintor, ya viejo y enfermo, bailaba a veces en los tabancos de la Alameda y que lo hacía llorando y dándose cachetazos en la cara para producirse dolor. Se acordaba de sus hijos, claro. No era gitano.