El reportaje literario

Cela, el Nobel de Literatura que se llevó toda su vida pidiéndolo para Baroja

Mañana se cumplen 20 años de la muerte del polifacético Camilo José Cela, de personalidad inolvidable y muy diferente a Pío Baroja, quien nació hace justamente 150 años

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
16 ene 2022 / 12:36 h - Actualizado: 16 ene 2022 / 12:42 h.
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  • Un joven Camilo José Cela.
    Un joven Camilo José Cela.

Tiene su encanto, desde la perspectiva que da la Historia literaria, contemplar a dos escritores de personalidades tan radicalmente distintas y que estuvieron unidos, sin embargo, por muchos más motivos que el de la admiración del joven hacia el maestro. Es el caso del gallego Camilo José Cela (1916-2002), que tuvo como referente durante toda su vida al vasco Pío Baroja (1872-1956), uno de los pilares –pese a que él mismo lo negara- de la llamada Generación del 98. Resulta que mañana se cumplen exactamente 20 años de la muerte de Cela y el próximo día de los Inocentes, 150 años del nacimiento de Baroja.

Las vidas de ambos pusieron en común casi dos décadas, y fueron muchas las veces en que el joven Camilo departió con el viejo Baroja en la mesa camilla de la casa madrileña de este último. En una de las primeras ocasiones, el escritor gallego se presentó en la casa de Baroja con el manuscrito de la que iba a ser su primera novela, La familia de Pascual Duarte. Hacía apenas un año que había terminado la Guerra Civil y Baroja lo miró de reojo. “¿Quiero hacerme un prólogo?”, le preguntó Cela. Cuenta él mismo en Recuerdo de don Pío Baroja –publicado por primera vez en Mallorca en 1957 y reeditado en 2015 por Fórcola Ediciones- que don Pío lo miró como si hubiera oído la cosa más rara del mundo. “¿Y usted para qué quiere un prólogo mío?”. Con todo, le dijo que dejara allí las cuartillas. A la semana siguiente, en cuanto Baroja vio entrar al jovenzuelo Cela le espetó: “Oiga usted, si quiere usted ir a la cárcel, vaya solo, yo ya no tengo edad para que me lleven a la cárcel. Yo no le hago el prólogo, yo no tengo ganas de ir a la cárcel ni con usted ni con nadie”. A continuación -cuenta Camilo-, como lo vio triste por la respuesta, lo invitó a buñuelos y a vino de Oporto. Y concluirá Cela en aquella larga reflexión al año de morir Baroja: “Les aseguro a ustedes, señoras y señores, que cambié gustosamente el prólogo por aquellos momentos”.

Cela, el Nobel de Literatura que se llevó toda su vida pidiéndolo para Baroja
Baroja, en sus últimos años.

Baroja creyó, nada más terminar aquella novela, que era buena, pero impublicable porque la censura acabaría con todas sus páginas. Con lo que no contó el autor de El árbol de la ciencia era con que su joven discípulo, ingresado en el sanatorio de Hoyo de Manzanares por sus dolencias pulmonares, trabase amistad con Felisa Ibáñez de Aldecoa, la hermana del editor Rafael Aldecoa, que accedió a publicarle la novela aquel mismo otoño de 1942. Tampoco contó con que el intrépido Cela se ofreciera a ocupar un puesto en el Cuerpo Policial de Investigación y Vigilancia del Ministerio de Gobernación del régimen franquista, donde comenzó a trabajar como censor. Y, por supuesto, tampoco podía imaginar que el libro inaugurase la novelística española de posguerra con un membrete a posteriori, el tremendismo, surgido de la yuxtaposición de tanta sangre y tanta violencia como aparecía en la historia del presidiario Pascual. El caso es que la novela salió a la luz y tuvo éxito, incluso muchísimo antes de que en 1975 la llevara al cine Ricardo Franco y que el actor protagonista, José Luis Gómez, se hiciera con el Premio a la Mejor Interpretación Masculina en el Festival de Cannes. Todo eso vino después, cuando Cela era ya un escritor fundamental en el panorama de las letras españolas.

“No tengo afición a falsificar”

Era extraño que un escritor estuviera mucho más apegado a la realidad que a la ficción. Pero así fue Baroja, autor de más de cien novelas y que encontró constantemente en el paisaje y el paisanaje reales la fuente de inspiración de cuanto contaba. Sus propias memorias, Desde la última vuelta del camino, las abre con una frase inquietante para un novelista: “Yo no tengo la costumbre de mentir”. A juicio de Ortega y Gasset, “Baroja es un hombre limpio y puro, que no quiere servir a nadie ni pedir a nadie nada”. Y añadirá el propio Cela: “En la vida española –tan dada a la fluctuación y la inconsciencia- Baroja representa la honestidad, ese raro concepto determinado, a partes iguales, por el culto a la sinceridad y a la independencia. Baroja es, probablemente, el hombre más fiel a sí mismo que a todos nos haya sido dado conocer, y sus detractores podrán culparlo de lo que quieran, pero no, de cierto, de arribista, de confusionista, de pescador en las turbias aguas de los ríos revueltos, de arrimador de su sardina literaria y humana al ascua tentadora del favor y de los hombres”.

Cela, el Nobel de Literatura que se llevó toda su vida pidiéndolo para Baroja
‘Recuerdo de don Pío Baroj’a, un libro de Cela reeditado por Fórcola Ediciones.

Si se piensa que, muy al contrario de Baroja, Cela consiguió el marquesado de Iria Flavia de manos del propio rey Juan Carlos; que se había hecho censor del franquismo por voluntad propia, como había de recordarle el escritor sevillano Joaquín Romero Murube años después, cuando fue menospreciado por él al calificarlo de “funcionario”; que fue senador durante dos años en la Transición; o que ganó un pastizal por escribir una novela encargada por el propio dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez para promocionarse, La catira (1955), está mucho más clara la admiración de Cela por Baroja.

Una carta al rey de Suecia

Para un escritor tan prolífico y tan honrado como Baroja, que había dejado su profesión de médico para dedicarse a escribir sin atender a modas ni consejos ni intereses personales, había pedido el Premio Nobel de Literatura incluso el norteamericano Ernest Hemingway, que llegó a visitarlo en su propio lecho. Pero también Cela, que no solo se conformó con reivindicar la distinción en los periódicos, sino que envió una carta abierta al mismísimo rey de Suecia para que fuera publicada en el diario Arriba. La misiva llegó, en efecto, a la redacción del periódico en noviembre de 1946, después de haberse llevado el Nobel el escritor alemán Hermann Hesse, pero la censura franquista la prohibió y el texto no vio la luz hasta 30 años después... “Cuando alzo la vista y miro las dos fotos de Baroja, él –que en una tiene la noble mirada perdida y en la otra el inquieto, penetrante mirar clavado en quien lo contempla, y que está en ambas tocado con la boina de su país un poco echada hacia atrás- muestra su surcada frente huérfana de algo que por esta vez –¡otra vez será!- la Academia del país de V.M. no ha creído oportuno conceder”, reprochaba Cela, que entonces, evidentemente, estaba muy lejos de imaginar siquiera que él mismo conseguiría el máximo galardón en 1989.

Dos bodas y la construcción de un personaje

Cela solo había escrito un poemario antes de su famosa novela sobre Pascual Duarte, un libro de poesía surrealista titulado Pisando la dudosa luz del día y escrito en plena guerra civil, aunque no sería publicado hasta después, cuando ya había editado también su novela Pabellón de reposo. En 1944, el año que publicaba asimismo Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes, Camilo José Cela había sembrado al menos la primera semilla de su nombre propio en el panorama literario nacional. Y ese año se casó con María del Rosario Conde Picavea, una maestra con quien tuvo su único hijo, al que llamó como él. Para entonces, el poeta Dionisio Ridruejo ya había vislumbrado el plan de Cela y lo había definido como “una estrategia de la fama, el culto a la personalidad y la voluntad imperativa”. Desde luego, no se parecía a Baroja, a quien el mundo dejó de interesarle y él mismo se dedicó a crear mundos nuevos surgidos de su propia imaginación.

Cela, el Nobel de Literatura que se llevó toda su vida pidiéndolo para Baroja
Camilo José Cela.

En 1951, Cela publicó en Buenos Aires su novela La colmena, ya definitivamente decidido a hacer de la novelística un género en libertad. Aquí en España, la cegata censura solo había advertido el peligro de ciertos pasajes eróticos, y por eso la prohibió; desde luego que no por el símbolo de sociedad anclada en el franquismo paralizador. El propio Cela la definió como “una crónica amarga de un tiempo amargo” en el que el principal protagonista era “el miedo”. La crítica la terminó considerando como una de las mejores novelas españolas del siglo XX. Y cuando, ya en 1982, la llevó al cine Mario Camus, el propio Cela metió baza al participar no solo como guionista, sino también como actor.

En 1957 ingresó en la Real Academia Española y, curiosamente, a su discurso de ingreso le respondió el mismo académico que lo había hecho con Baroja en 1935: don Gregorio Marañón.

Un Cela ya maduro, con Baroja en el recuerdo, abundó en otras novelas pobladas por cientos de personajes pero con técnicas caóticas que la convertían en vanguardia de la narrativa. Así fue en 1969 con San Camilo, 1936, una obra ambientada una semana antes del estallido de la Guerra Civil y que era un monólogo interior continuo. Así fue también con Cristo versus Arizona (1988), otra novela enigmática como una larguísima oración hasta su punto final.

Para entonces, Cela se había convertido en un auténtico personaje buscado con cierto gusto por las cámaras de televisión. Antológica fue aquella respuesta suya al quedarse dormido en una sesión del Senado, en plena Transición. Cuando Lluis María Xirinacs le preguntó si se estaba quedando dormido, él contestó que no, que estaba durmiendo. Al advertirle Xirinacs que era lo mismo, él arremetió: “No es lo mismo, monseñor, de la misma manera que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo”.

La concesión del Premio Nobel -dos años después de recibir el Príncipe de Asturias de las Letras- terminó de catapultarlo. Se divorció de su mujer de toda la vida y se casó en cuestión de dos meses con la periodista Marina Castaño. Y después de haber repetido que el Premio Cervantes estaba “cubierto de mierda”, lo recibió con gusto y negando que dijera aquello en 1995, justo al año de haber recibido también el Planeta por una novela, La cruz de San Andrés, sobre la que llegó a haber un juicio por presunto plagio denunciado por una de las participantes en el certamen.

Cela murió el 17 de enero de 2002, recién estrenado el euro. Había conseguido en el mundo de aquí abajo mucho más que su maestro Baroja, pero seguían resonando sus reflexiones al respecto de un escritor al que admiró incansablemente precisamente por no parecérsele en nada: “La difícil prueba de morirse la aguantan muy pocos escritores”, había escrito Cela en 1956, cuando se marchó al otro mundo, tan ligero de equipaje como vino, el autor de La busca. “A la muerte de un escritor –quizá por miedo de quienes quedamos vivos- sucede, según costumbre, una supervaloración del muerto seguida de una rápida vuelta de hoja, de un veloz olvidarse. Don Pío ha hecho excepción a estas dos costumbres y yo bien sé por qué. A don Pío, recién muerto, lejos de supervalorarlo le han tirado a dar. También es cierto que a continuación, lejos de olvidarlo, algunos seguimos recordándolo y yo, más de vivo que de muerto. Eso que dicen de que los grandes escritores son inmortales, resulta que es verdad aunque, a primera vista, parezca una estupidez, una frase hecha o un lugar común”.