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El reportaje literario

Cuando el crimen se hace literatura

Hasta que Sherlock Holmes no fue resucitado por su creador, el relato policial convertido en arte por el impulso de la ciencia y el folletín no estuvo a salvo, aunque antes y después contribuyeron a ello una pléyade de autores sin parangón, desde Edgar Allan Poe hasta Agatha Christie, y hoy es un género imprescindible

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
18 jun 2023 / 04:55 h - Actualizado: 18 jun 2023 / 04:55 h.
"El reportaje literario"
  • Dashiell Hammett
    Dashiell Hammett

El detective privado más famoso de la historia, Sherlock Holmes, le debe su vida eterna a quien había parido a su creador, pues fue Mary Foley, la mismísima madre de Arthur Conan Doyle (1859-1930), quien se empeñó en que su hijo resucitara a aquel personaje convertido en hito irrepetible de la literatura policial después de haberlo eliminado en un solo párrafo en aquel relato que finalmente no fue el último, El problema final, donde Holmes se precipita por unas cataratas abrazado a su archienemigo, Moriarty... Tanto protagonismo había alcanzado el inteligente investigador de la lupa y la pipa, tanto creían los lectores en su existencia –muy por encima de la de quien lo había creado por primera vez en 1887, con una aparición fugaz en Estudio en Escarlata-, que Conan Doyle determinó quitárselo de en medio. Sin embargo, las presiones de su propia madre, el enfado de sus lectores, que alcanzó dimensiones nacionales, y, por supuesto, la compensación económica incomparable que le proporcionaban sus casos hicieron posible el milagro de la resurrección. Ya sabemos que la literatura lo puede todo.

El caso es que en aquel tránsito entre los siglos XIX y XX, o entre la fecha de publicación de Las aventuras de Sherlock Holmes, 1891, y el estallido de la I Guerra Mundial, 23 años después, el auge del relato policial se había consolidado como el subgénero literario más popular de la modernidad. A ello habían contribuido, claro, el definitivo crecimiento de las aglomeraciones urbanas, tanto en Europa como en EEUU, pero también el consiguiente aumento de la criminalidad, la organización sistemática de la policía, el auge de la prensa de folletín y sensacionalista y, por supuesto, el empeño de algunos de los mejores escritores decimonónicos en convertir el crimen en irresistible literatura. El lector moderno, antes de la irrupción del cine, había empezado ya a sentir una satisfacción intelectual sin parangón al vislumbrar, desde cualquiera de las perspectivas –la del policía o la del criminal-, las claves de una investigación centrada, quizá, en liberar el sentimiento de culpabilidad que convierte en inquietante la lectura, y ese escalofrío que siente el doctor Watson cuando su amigo se entrevista con el cliente que lo visita por primera vez habría de extender su poderosa electricidad hasta hoy. La mezcla de suspense y raciocinio que desemboca en la explicación de Holmes cuando tiene todos los cabos atados es impagable para un lector ávido de otra historia más.

Cuando el crimen se hace literatura
Arthur Conan Doyle

Más allá de exageradas exégesis a este respecto, que puede vincular la novela policial hasta con los mitos griegos, el primer antecedente de lo que puede considerarse el género policial propiamente dicho podamos encontrarlo tal vez en las Memorias del francés Eugéne-François Vidocq (1775-1857), inolvidable ladrón reconvertido luego nada menos que en jefe de la policía francesa, primer director de la Seguridad Nacional que inspiró a algunos compatriotas fundamentales de la narrativa como Victor Hugo u Honoré de Balzac. La mezcla de realidad y ficción y ese sustrato de morbo en la trayectoria del personaje fue determinante para una generación de literatos empapada de romanticismo. El realismo consiguiente –de Dumas, de Dickens, de Twain o de Dostoievski- se encargará de consolidar la descripción determinista de los bajos fondos en las grandes metrópolis, aunque el criminal fuera aún en el siglo XIX una víctima de las injusticias sociales. Esta consideración irá evolucionando, pero décadas después de que el género del que nos ocupamos cristalizara en los irrepetibles cuentos del norteamericano Edgar Allan Poe (1808-1849), y no solo los que forman parte de una joya como Los crímenes de la calle Morgue... El inolvidable caballero Auguste Dupin no es exactamente un detective, pues ni siquiera era conocido aún ese término, pero sus motivaciones para resolver misterios, haciendo uso del raciocinio y de la creatividad poniéndose en la piel del criminal, constituyen un antecedente clarísimo de los más célebres detectives del género policial clásico.

Cuando el crimen se hace literatura

El detective profesional

La sustitución del aficionado por un detective profesional se moldeará a este lado del Atlántico, de la mano del inglés William Wilkie Collins (1824-1889), el autor de La piedra lunar (1868). Maestro indiscutible del relato corto y del suspense melodramático, escribió además 27 novelas e incluso obras de teatro. Wilkie Collins, hijo de un paisajista del mismo nombre y con igual talento para la observación, demostrará muy pronto, en relatos como Una cama terriblemente extraña, su capacidad para la recreación de personajes típicos de la sociedad victoriana y para idear tramas ingeniosísimas a las que tendrá que hacer frente, por ejemplo, su sargento Cuff. En aquel relato de la cama, por ejemplo, es el protagonista quien narra minuciosamente su propia pesadilla en un antro de apuestas en la que termina envenenado por el dueño y sobreponiéndose luego a sus propias fiebres en una cama cuyo techo amenaza con aplastarlo antes de que él logre huir por la ventana, en una trama que parece que adelanta, por el fondo, los diálogos y los giros lingüísticos, al propio siglo XX...

El también británico Henry Thomas Blyth (1852-1898), por su parte, pasaría a la historia con su seudónimo Hal Meredith y, sobre todo, por haber creado a un médico criminólogo de nombre Sexto Blake, muy habilidoso con el maquillaje y que resultará una de las réplicas más conocidas de Holmes. Al margen del norteamericano Edgar Wallace (1875-1932), que creó los cuatro hombres justos y fue capaz de publicar casi 200 libros, o de la baronesa húngara Emmuska Orczy (1865-1947), madre del Viejo del Rincón, que da con las claves de difíciles casos sin levantarse del velador de un bar mientras bebe vasitos de leche, seguramente el primer profesional más bien definido como genio del mal es Arséne Lupin, al que muchos conocerán ahora por la famosa serie de televisión francesa pero que creó hace más de un siglo el francés Maurice Leblanc (1864-1941). Se trata de un caballero –ladrón de guante blanco, más bien- tan aficionado al vino como a las mujeres y que desprecia el método hasta el punto de disfrutar confundiendo a la prensa con declaraciones que no son sino pistas para desorientar a sus adversarios. Otro pintoresco personaje nacerá de la imaginación del inglés Arthur Henry Sarsfield Ward, mucho más conocido como Sax Rohmer. Se trata del chino Fu-Manchú, luego aupado por el cine, sobre cuyo terror en el corazón de sus historias siempre sobresale su sueño de restablecer el poderío de la antigua China.

Más recorrido parece haber tenido el curiosísimo sacerdote creado por el inglés Gilbert K. Chesterton (1874-1936) llamado el Padre Brown, ese cura católico y bonachón, tan aficionado a la resolución de crímenes no con el cientificismo de Conan Doyle, sino con la fina intuición de quien solo va armado con su propia ironía y está convencido de que el delincuente, en rigor, no es más que un enfermo espiritual.

Cuando el crimen se hace literatura

El cenit de aquella primera edad de oro de la novela criminal lo alcanzará una superventas británica llamada Agatha Christie (1891-1976), a quien se le ocurre la primera de sus muchísimas novelas cuando ejercía de enfermera voluntaria en plena I Guerra Mundial. Aquella joven que acabaría publicando en 1920 El misterioso caso de Styles se había inspirado en un laboratorio en el que no faltaba todo tipo de venenos. Con todo, el éxito le llegaría a Christie con El asesinato de Rogelio Ackroyd, en 1926, en medio de cuyo triángulo amoroso aparece ya el orondo detective belga Poirot, tan dado a los interrogatorios de los sospechosos. Este Poirot, protagonista de casi 40 novelas y medio centenar de relatos cortos, ha gozado, además, del trampolín que le ha supuesto el cine y la televisión en el último medio siglo.

Alcohol y novela negra

Dashiell Hammett (1894-1961), primero detective de la agencia Pinkerton y luego convertido nada menos que en el padre de la novela negra norteamericana, a través de sus personajes Sam Spade o Continental Op, habrá asumido ya a finales de los años 20 el lenguaje callejero por experiencia propia, antes de consagrarse definitivamente con El halcón maltés (1930), una historia que llevaría en 1941 John Huston a la gran pantalla para inaugurar el más elegante cine negro protagonizado por Humphrey Bogart. Hammett depura tanto su narración e imprime a sus diálogos tanto ritmo, que estos bastan para definirlos y para facilitar la conversión de sus historias en puros guiones cinematográficos o, incluso antes, en historietas de cómics en las que colaboró tan decisivamente el dibujante Alex Raymond.

Previamente a las carreras literarias de Hemingway, Steinbeck o Faulkner –los tres Premios Nobel-, la realidad estadounidense va a zarandearse por la promulgación de la ley Volstead, popularmente conocida como la “ley seca”, lo que provocará, a su vez, el contrabando de alcohol en antros y prostíbulos que, desde nuestra perspectiva empapada de cine, todavía evocamos en blanco y negro. Ese comercio siempre clandestino dará lugar a la aparición de los gángsters, cuyos asesinatos no solo va a alimentar los periódicos sino también una literatura empeñada en analizar, desde esa perspectiva tan brutal y normalmente empapada de whisky, el fondo de la naturaleza humana. La acción trepidante a que obligan estos nuevos escenarios se reflejará en los mejores títulos de Hammett, desde La maldición de los Dain (1929) hasta El hombre delgado (1934). Y como de los peores años de la ley seca se pasa, tras la terrible II Guerra Mundial, a los años de la “caza de brujas” y la guerra fría, si hemos de señalar a un novelista fundamental de estos años, más de Hammett, será Raymond Chandler, y aunque solo sea por haber creado al personaje de Philip Marlowe, de cuya encarnación en la gran pantalla también se encargará Bogart como hombre solitario, algo cínico, pero obsesionado con la verdad. Son los años, desde luego, en que una mujer, Patricia Highstmith, se hará su sitio en la novela negra (de psicología criminal) desde que escribiera Extraños en un tren en 1950 y Alfred Hitchcock no tardara ni meses en llevarla a la gran pantalla. La producción de esta inquietante novelista norteamericana que se vino a vivir a Europa continuó por la senda de la psicología del mal, con aquella saga tan recomendable del peculiar delincuente Tom Ripley, y no solo él, que van a demostrar que las relaciones humanas no son tan simples como aparentan.

Cuando el crimen se hace literatura
Manuel Vázquez Montalbán

De aquel último tercio del siglo XX serán hijas, también, las historias del detective Pepe Carvalho, creado por nuestro Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003) para dar contenido a más de veinte novelas protagonizadas por el pintoresco detective privado tan aficionado a la buena gastronomía como su creador. Fue nuestro prolífico novelista –y poeta y ensayista y tantas cosas más- catalán quien le dio una vuelta de tuerca a los protagonistas de la novela negra para convencernos de que no solo estaban dispuestos a pensar en el crimen sobre la barra de un bar, sino también dando buena cuenta de un delicioso ajoarriero, antes de quemar libros en la chimenea como el barbero amigo de Don Quijote hiciera en un patio de la Mancha hace más de 400 años... Al fin y al cabo, ese delicioso nexo entre la vida y la muerte a través de la investigación de un crimen seguirá teniendo mucho que ver con la degustación de la propia vida, como demostrará otro investigador, el comisario Salvo Montalbano que, en honor del Montalbán real y español precisamente, crearía el italiano Andrea Camilleri. Pero esos nuevos protagonistas darían por sí mismos para otro reportaje literario, mucho más mediterráneo, ¿no creen?


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