- Gustavo Adolfo Bécquer
De cuando Bécquer era solo un plumilla
La exquisita editorial Athenaica le publica al también poeta sevillano José María Jurado un paseo literario por la Sevilla de los Montpensier, con el título de ‘Bécquer, 1862’, tras el hallazgo de seis cartas que pudieron ser del poeta de las ‘Rimas’ al hacer de cronista de las fiestas de primavera
Pudo ser Bécquer, aunque el libro, huyendo de la tesis categórica, se introduzca justamente con una cita de Juan Ramón Jiménez sobre la nebulosa conciencia de un poeta que revolucionó la poesía contemporánea y sin embargo murió, jovencísimo, sin haber publicado un poemario. “Hay por Sevilla como un jirón de niebla que el sol más claro no acierta a disipar. Se va de un lado a otro, pero nunca se quita, algo así como esas estrellas que ven ante sí los ojos confusos. Es Bécquer. ¿Es Bécquer? ¡Es Bécquer!”. Pudo ser Bécquer, por qué no, y José María Jurado juega a creérselo y hacérnoslo creer después de descubrir seis cartas a modo de crónicas desde Sevilla publicadas anónimamente en el periódico madrileño El Contemporáneo entre el 17 de abril y el 10 de mayo de 1862, un año en el que la ciudad estaba presidida ya, desde el Palacio de San Telmo, por esa Corte Chica que supuso aquí la familia de los Montpensier.
Al fin y al cabo, el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer se había ido con solo 18 años a Sevilla en 1854, en busca de una gloria poética que no consiguió sino después de muerto, y ya en la década siguiente, recién casado con la soriana Casta Esteban y cuando estaba a punto de nacer su primer hijo, Gregorio Gustavo, pudo haber bajado por su ciudad natal en plenas fiestas de primavera para enviar algunas crónicas –cartas- sobre realidades que solo entonces estaban empezando a convertirse en verdaderamente castizas: la Semana Santa y, justo continuación, la Feria de Abril. Entre una celebración y otra, el cronista anónimo no puede sustraerse a esos ritos profundamente andaluces que eran ya las corridas de toro en la plaza de la Maestranza y el flamenco que aún no se había terminado de profesionalizar...
Para entonces, Bécquer acababa de cumplir los 26 años, había escrito ya algunas de sus más famosas leyendas y es posible que algunas de sus rimas, aunque en la capital de España de poco le servía nada de esto si no fuera por el sustento que le suponía trabajar en los periódicos. Una de esas cabeceras, de las más importantes en las que el autor de Maese Pérez el organista iba a trabajar como cronista, reportero y hasta inflador de teletipos, que hubiéramos dicho luego, era El Contemporáneo, que se estuvo publicándose entre 1860 y 1865, afín a la línea más conservadora del Partido Moderado, sufragado por aquel omnipresente magnate que fue en aquella época el Marqués de Salamanca y que, a la postre, servía como órgano de comunicación de los entramados políticos de Luis González Bravo, aquel político que llegó a escribir hasta un prólogo a las Rimas que Gustavo Adolfo conservaba en el llamado Libro de los Gorriones pero que nunca llegó a publicarse porque la Revolución contra Isabel II, en 1868, dio al traste con el ministro y hasta con el manuscrito de Bécquer, que luego tuvo que reescribir de memoria...
El caso es que, a la altura de la primavera de 1862, El Contemporáneo, donde también firmaban o escribían sin firmar nada menos que el cordobés de Cabra Juan Valera, el sevillano Antonio María Fabié, el gaditano Arístides Pongilioni –también poeta, considerado prebecqueriano por Rafael Montesinos- y el algecireño Manuel Ossorio, entre otros, funcionaba medianamente bien y alojó entre sus primeros números, de hecho, las Cartas literarias a una mujer de Bécquer y luego sus Cartas desde mi celda, que el poeta había remitido a la redacción desde el monasterio zaragozano de Veruela.

1862, el último libro de José María Jurado García-Posada.
El Contemporáneo fue la plataforma en la que aparecieron por primera vez algunos de los textos más valiosos de Bécquer, especialmente todos esos que hoy nos sirven para configurar su propia poética, explicada minuciosamente por él mismo. En este sentido, en la primera de aquellas Cartas desde mi celda, habría de escribir Bécquer: “El Contemporáneo no es para mí un papel como otro cualquiera, sino que sus columnas son ustedes todos, mis amigos, mis compañeros de esperanzas o desengaños, de reveses o de triunfos, de satisfacciones o de amarguras. (...) Hasta el olor particular del papel húmedo y la tinta de imprenta, olor especialísimo que por un momento viene a sustituir al perfume de las flores que aquí se respira por todas partes, parece que hiere la memoria del olfato, memoria extraña y viva que indudablemente existe, y me trae un pedazo de mi antigua existencia, de aquella inquietud, de aquella actividad, de aquella fiebre fecunda del periodismo. Recuerdo el incesante golpear y crujir de la máquina que multiplicaba por miles las palabras que acabábamos de escribir y que salían aún palpitando de la pluma; recuerdo el afán de las últimas horas de redacción, cuando la noche va de vencida y el original escasea; recuerdo, en fin, la veces que nos ha sorprendido el día corrigiendo un artículo o escribiendo una noticia última, si hacer más caso de las poéticas bellezas de la alborada que de la carabina de Ambrosio”.
El libro de José María Jurado se basa en la elucubración de que esas seis cartas halladas, en el buceo de la hemeroteca digital de El Contemporáneo, sean realmente del autor de las Rimas, y más allá de que se aportan pruebas semánticas y estilísticas que resultan bastante creíbles, el libro se antoja en cualquier caso una delicia porque, además de estar exquisitamente editado –ideal formato, buen papel, envidiable diseño y fantástica impresión-, está trufado de estampas, litografías y pinturas a todo color de la época, muchísimas de ellas de otro Bécquer que conoció bien las realidades de las que habla el Bécquer periodista y poeta que indaga en el folklore: su padre, José Domínguez Bécquer, autor de muchas de las más bellas estampas costumbristas del romanticismo sevillano. Otras muchas pinturas o grabados que aparecen en el libro son nada menos que de su hermano Valeriano, del francés Gustave Doré, incluidas en su célebre Viaje por España -¡precisamente en 1862!-, y de sus contemporáneos Jenaro Pérez Villaamil, José Roldán Martínez, Manuel Cabral y Aguado Bejarano, Alfred Dehodecncq, Joaquín Guichot, José Jiménez Aranda, Manuel Rodríguez de Guzmán, Andrés Cortés y Aguilar, además de referencias al fotógrafo Luis Leon Masson, que trabajó para los duques de Montpensier y realizó la primera fotografía de la Semana Santa de Sevilla, del Gran Poder en la plaza de San Lorenzo, el Domingo de Ramos de 1962, solo algunas horas después de que Bécquer hubiera podido descender del tren en la Estación de Córdoba...
Una ciudad de contrastes
Evidentemente, la mirada de Bécquer (o del cronista anónimo que pudo ser) refleja una Sevilla -120.000 habitantes- de contrastes en aquel año de 1862, gobernada por el alcalde Juan José García de Vinuesa y que supone en todo caso una transición en toda regla entre la tradición y la modernidad, entre los corrales de vecinos y la creciente línea férrea hacia Cádiz y hacia el norte, entre la artesanía y la industria, entre la alfarería trianera y la fina de la cerámica y la loza de los Pickman en la Cartuja. Sería precisamente en 1862 cuando se derriba el viejo murallón de la Fábrica de Tabacos y se sustituye por una verja inglesa fundida en los talleres de Portilla & White...
Sobre ese escenario, Jurado indaga en las seis cartas que él atribuye a Bécquer y que, desde luego, constituyen un testimonio más que valioso sobre lo que suponía el sustento folklórico de la ciudad, que es como decir su alma, sobreviviente hasta nuestros días y que en aquel año de 1862 no estaba sino perfilándose... En la primera de las cartas, por ejemplo, del 17 de abril, escribirá el anónimo Bécquer: “Hubo gran animación y concurrencia en las calles del tránsito, mayormente en la de la Sierpe, cuyos balcones y aceras estaban ocupadas por las más bellas y elegantes damas de la capital y de su comarca, lo cual hacía que estuviesen en penitencia, sufriendo las más atroces apreturas, los individuos del sexo feo que allí habían acudido en crecidísimo número a contemplar tanta maravilla”.
Las dos siguientes cartas también versan sobre la Semana Mayor, y dirá a este respecto Jurado: “Ya se identifican casi todos los rasgos de su actual carácter: desde la inquietud climatológica y la preocupación por el nivel de ocupación de los alojamientos, a la algarabía y agitación de las vísperas; o la afluencia masiva del público, tanto al Miserere de Eslava como al paso de las cofradías más esperadas por su boato...”. “Sigue la de San Lorenzo, en cuyo primer paso va un Cristo con la Cruz a cuestas, que se llama del Gran Poder, a quien los sevillanos tienen especial y grandísima devoción; lo cual se explica, aparte de otras razones, por la belleza y majestad de la efigie”, se lee en la crónica, y más adelante: “Por último, de la parroquia de San Gil sale otra cofradía en la que llevan un paso que representa a Pilatos lavándose las manos y otro con la Virgen de la Esperanza, especial patrona y abogada de los macarenos”.
Las descripciones de aquella Feria de Abril que apenas tenía cinco lustros suponen una demostración de impresionismo literario: “A otro lado de la alameda están colocados los vendedores de avellanas, de cocos, de turrón y otras golosinas, entre las cuales ocupan el primer lugar las renombradas bocas de la Isla, que se consumen en cantidad prodigiosa durante estos días. En frente de la puerta, formando ángulo recto con la alameda que se extiende a la izquierda y abocando a una ancha plaza en cuyos lados están situadas las tiendas de los señores infantes, la del ayuntamiento, la del círculo mercantil, la del gobernador de la provincia, la del cuerpo de artillería y otras, se ha formado un ancho y espacioso arrecife por el cual pasean los carruajes y a uno y otro lado corren dos larguísimas filas de tiendas de campaña de diversas formas y colores, adornadas muchas con muebles de lujo, y en todas ellas grandes mesas cargadas de manjares, porque estos días es el Prado de San Sebastián un festín continuo, y no he visto nunca nada que recuerde tan exactamente la descripción que hace Cervantes en su libro inmortal de las bodas de Camacho”.
En la tarde del primer día de feria, el cronista acude a los toros. “La plaza, que es sin duda la mayor de España, estaba tan llena de gente que para llegar a mi asiento después de muchas e infructuosas tentativas tuve que impetrar el auxilio de la autoridad, viniendo el señor alcalde en persona a colocarnos en nuestro sitio, no solo a mí sino a algunos amigos que me acompañaban y a otras muchas personas que no habían podido conseguir ocupar sus localidades”. También en la corrida están los duques de Montpensier, acompañados de su servidumbre. Torean Manuel Domínguez Desperdicios, Antonio Sánchez El Tato y José Giráldez Jaqueta. Los picadores, el utrerano Antonio Pinto y José Barrera Trigo, del barrio de San Bernardo. La conclusión del cronista en la última carta denota que el debate estaba ya sobre la mesa: “A pesar de la cruzada que se ha levantado contra los toros, la afición no decae por aquí y el domingo próximo habrá otra corrida, habiendo sido, como llevo dicho, grandísima la concurrencia que asistió a la de ayer. De aquí se infiere que no está próximo el fin de este espectáculo, que el público, y solo el público, es quien puede desterrar de nuestras costumbres”.
¿Le gustaban a Bécquer los toros?, se pregunta Jurado en la larga glosa a las seis cartas que constituye el núcleo del libro. Y se contesta con una reflexión: “Esa pregunta no es posible responderla en los términos actuales. En la España del siglo XIX los toros eran ineludibles. Si revisamos la prensa y la literatura de la época, comprobaremos lo animadas que eran las disputas a favor y en contra de los toros, aunque incluso los más avezados antitaurinos no dejaban de acudir a la plaza, lo que una y otra vez les era reprochado en las disputas dialécticas. Toda la vida social de la España decimonónica acontecía en la plaza de toros, extensión de la casa y de la calle, del Palacio Real y del Congreso, donde súbditos y potentados eran convocados para la celebración de un rito de reconocimiento mutuo. Ver y ser visto, tanto o más que en el Teatro Real, como repetidamente nos cuenta Galdós en sus novelas de Madrid”. Y añade, en clave local: “En Sevilla, los Montpensier, monarcas de la ciudad, presiden las corridas desde el palco real y fomentan la celebración de estos festejos que procuran, sobre la diversión, una forma de paz social”.

Imagen Billetes de cien pesetas con el retrato de Gustavo Adolfo, de 1965
Extasiado con las seguiriyas gitanas
Del último día de feria, y después de los toros, Bécquer asiste a una fiesta flamenca “en la sala alta de una taberna”. El cronista se refiere en ella a “Rivas, heredero de las glorias del Planeta, del Tillo (sic; según Jurado, El Fillo, por error tipográfico), del Pelado (sic) y del inolvidable Juanelo”. En ella se sorprende con “la letra de estos cantares”, que es “por muchos conceptos notabilísima y aun cuando estoy muy acostumbrado a oírla, todavía no he podido averiguar en qué consiste ni cuál es la forma rítmica de algunas coplas; las cuales, o no están en verso, o la medida y combinación de los que las componen no se ajustan a los que se conocen en castellano, allá va para muestra de tales extravagancias la siguiente: Compañera, el favor que te pido, / si llego a morir, / es que vayas a la sepultura / a despedirte de mí”.
A este respecto, comenta Jurado que “en cuanto Bécquer regrese a Sevilla con La Venta los Gatos incorporará a la narración uno de los poemas populares que Ferrán había incluido en la sección que abría el libro Cantares del pueblo”. Se refiere Jurado a esta cuarteta: “El carrito de los muertos / ha pasado por aquí; / llevaba la mano fuera / por eso la conocí”. Sin embargo, Jurado hace notar –sin mencionar que el texto aparece precisamente a finales de noviembre de 1862 en El Contemporáneo- que la letra del libro de Augusto Ferrán aparece con la métrica propia de la seguiriya gitana, es decir, estirando hasta el arte mayor su tercer verso: “El carrito de los muertos / pasó por aquí; / como llevaba la manita fuera / yo la conocí”. Insiste Jurado en que, cuando en 1871 la Imprenta Fortaner publique la primera edición de sus obras gracias a la suscripción promovida por el pintor Casado del Alisal en aquella triste Nochebuena, dos jornadas después de la muerte del poeta, “la estrofa será sustituida por los editores al cargo, los poetas amigos Narciso Campillo y el propio Augusto Ferrán, por la cuarteta que le había dado origen, considerando la extravagancia becqueriana un error y condenando la seguiriya original al limbo de las hemerotecas”. En aquella misma leyenda, por cierto, habría de incluir Bécquer otra letra flamenca, esta vez por soleá: “Compañerillo del alma / mira qué bonita era: / se parecía a la Virgen / de Consolación de Utrera”.
En este sentido, Jurado insiste en que después de Estébanez Calderón –quien había tratado probablemente al padre de Bécquer al viajar juntos a la feria de Mairena que este pintó- y antes de Demófilo y Rodríguez Marín, “solo Bécquer había prestado atención al cante gitano”. Rogelio Reyes habría de abundar en lo mismo, ya en el año 2000, en Sevilla en la obra de Bécquer: “Tal vez el lado más fecundo del tradicionalismo becqueriano sea la preocupación por el folklore y la poesía popular. En ese terreno su tradicionalismo no tiene nada de arqueológico. Le interesa menos la canción o la poesía del pasado que la de su propio tiempo. Recoge letras que canta el pueblo; alude, como Estébanez, a formas y letras del flamenco entonces reducido al mundo de la fiesta gitana o la reunión de amigos, antes de que Silverio Franconetti lo sacara de los cafés; y sobre todo pondera el valor de la poesía popular como la quintaesencia de la verdadera poesía”. Se refería entonces Reyes a la reseña que había de publicar Bécquer el 20 de enero de 1861 en El Contemporáneo sobre el libro La Soledad de su amigo Augusto Ferrán y donde Bécquer diferencia entre “la poesía magnífica y sonora” y “la natural, breve, seca, que brota del alma”, para quedarse con esta última “porque son populares, y la poesía popular es la síntesis de la poesía”. Precisamente Bécquer contribuyó como ningún poeta moderno de nuestra literatura a sintetizar esa poesía desde aquella probable vuelta a Sevilla en la primavera de 1862... Aunque entonces, para el mundo, fuera solo un plumilla.