El reportaje literario

¿Dónde está el niño que yo fui?

Cualquier literatura hunde sus raíces en la propia infancia, como atestiguan Machado al acordarse del limonero; García Márquez al afirmar que no le ocurrió nada extraordinario después de los nueve años; o Umbral, quien afirmó que la novela de la infancia se nos hace sola

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
19 feb 2023 / 11:34 h - Actualizado: 19 feb 2023 / 11:41 h.
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  • Pablo Neruda.
    Pablo Neruda.

En aquel Libro de las preguntas que le publicaron a Pablo Neruda póstumamente, hace ahora medio siglo, hay un poema precisamente titulado “¿Dónde está el niño que yo fui?”. La pregunta se la ha hecho todo escritor que por el mundo ha sido, aunque no todos lo verbalizaran de ese modo tan radical en que lo hizo el chileno: ¿Sigue dentro de mí o se fue? / ¿Sabe que no lo quise nunca / y que tampoco me quería? / ¿Por qué anduvimos tanto tiempo / creciendo para separarnos? / ¿Por qué no morimos los dos / cuando mi infancia se murió?”. Aunque parezca mentira, este pensamiento de literatos es tan recurrente que, mucho antes, el poeta sevillano Joaquín Romero Murube lo había resumido también así: “¡Yo debí morir de niño, / con nueve años! / ¡Cuando mi pena era un ángel / ajena al llanto!”. En Sombra apasionada, aquel libro que quien iba a convertirse en conservador del Alcázar sevillano le dedicó a Gabriel Miró, dirá: “Toda mi niñez estuvo, ansiosa, asomada al hondo pozo de aquel patio de mi casa del pueblo, como si su entraña de agua guardase ese secreto impreciso que clava la primera espada de amargura en la aurora de la adolescencia, como si en su sepulcro de reflejos se hubiera hundido, ahogado, la heroína de algunas de mis leyendas infantiles...” (...) “Cuando ya, camino de mocear, tuve que irme de mi pueblo, me despedí del pozo como de un amigo, como de una amante buena (...) Y el pozo me devolvió mi voz, más triste y más dolorosa. Me dijo un adiós largo, nacido de honda entraña, húmedo de llanto. Un adiós cuyo eco resuena siempre –como en el pozo- en el fondo de mi vida de pueblo, de mi niñez”.

¿Dónde está el niño que yo fui?
Antonio Machado.

Sería el propio Gabriel García Márquez quien diría, en referencia al origen verdadero de todas sus historias, que, después de los nueve años, no le ocurrió nada extraordinario en su vida, y que por tanto fue hasta ese momento, en casa de sus abuelos, donde aglutinó todo el realismo mágico que luego pudo hacerse palabra escrita en su obra. Esa infancia como fuente de inspiración para quien se dedica a escribir la selló, tal vez más poéticamente que nadie, Antonio Machado al comenzar así su libro capital, Campos de Castilla, con verbos en presente: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero”. Un maestro de la elegía como Juan Ignacio Ferreras dirá en “Un camino de entonces”: “Desandar el camino no es posible, / los caminos se trazan con los años, / con las vidas se abren, en un tiempo / que fue gozoso entonces, y es ahora / y de nuevo, gozoso, triste, tuyo”. En Manera de silencio, escribirá el malagueño Manuel Alcántara para comenzar un gran soneto: “Tengo un niño olvidado en la memoria / juvenilmente antiguo como un río; / regresa de un remoto tiempo mío / tan lejano y azul como la gloria”.

¿Dónde está el niño que yo fui?
Luis Cernuda.

Eternidad o patria

El territorio temporal de la infancia, que siempre se pierde, ha sido interpretado por muchos escritores como la verdadera patria. Y alguien tan extraordinariamente sensible como el poeta Luis Cernuda habría de reflexionar, en su soledad de Glasgow, sobre sus propias reflexiones infantiles de un modo profundo y bellísimo: “Poseía cuando niño una ciega fe religiosa. Quería obrar bien, mas no porque esperase un premio o temiese un castigo, sino por instinto de seguir un orden bello establecido por Dios, en el cual la irrupción del mal no era tanto un pecado como una disonancia. Mas a su idea infantil de Dios se mezclaba insidiosa la de la eternidad. Y algunas veces en la cama, despierto más temprano de lo que solía, en el silencio matinal de la casa, le asaltaba el miedo de la eternidad, del tiempo ilimitado...”. El propio Cernuda, en esa maravilla sobre la infancia que es Ocnos, escribirá sobre el tiempo: “Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?”.

Más allá de todo el viaje interior de Marcel Proust para hacer al fin y al cabo su gran obra sobre el tiempo perdido, en el prólogo que el mismo Francisco Umbral se hace para su novela Los males sagrados, explica: “Me he referido más de una vez a un ensayo de Marthe Robert, Novelas de los orígenes y orígenes de la novela, donde se explica muy bien la relación entre infancia y novela, que es una relación esencial, ya que todo novelista lírico, intimista o hijo pródigo, vuelve siempre a sus vivencias infantiles (o adolescentes) y con ellas hace sus novelas, no solo por el excelente material literario, rico, fresco y de primera mano, que la edad primera ofrece al escritor, sino por una necesidad o huida del escritor y el hombre hacia la isla de oro que para el poeta era la infancia”. Y añade, quizá pensando en sí mismo también: “El novelista moderno suele ser el hijo pródigo freudiano que está volviendo siempre a sí mismo, a su interior, y, en consecuencia, aunque no lo diga ni lo sepa, a su infancia”.

¿Dónde está el niño que yo fui?
Felipe Benítez Reyes.

Fantasía voladora

Ese territorio infantil, tan eterno en su propia limitación, les ha dado a todos los poetas para cierta recreación fantasiosa que empieza en el recuerdo. Desde “la niña del bello rostro” que “está cogiendo aceituna” de Lorca, a aquella otra “niña niña rosa, sentada. / Sobre su falda, / como una flor, / abierto, un atlas. / ¡Cómo la miraba yo / viajar, desde mi balcón!”, sobre la que escribirá Rafael Alberti en su primer poemario, Marinero en tierra. “Su dedo –blanco velero- / desde las islas Canarias / iba a morir al mar Negro”. Y un paisano suyo, de Rota, como Felipe Benítez Reyes, titulará precisamente “El Atlas” un poema de Los vanos mundos tantos años después: “Se alejaban los barcos cargados de tesoros / y el niño señalaba con mano desvaída / las regiones lejanas de nombres eufónicos / suaves como versos de cadencia elegíaca: / Alejandría , Córcega, Tornea, mar de Banda, / Majach-Kala, Karat, Begasi, Esmirna...”. Esa niña contemporánea surge, tal vez, de la lejana princesa de Rubén Darío: “La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color. / La princesa está pálida en su silla de oro, / está el mudo el teclado de su clave sonoro, / y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor”.

¿Dónde está el niño que yo fui?
José Luis Rodríguez Ojeda.

El poeta cubano afincado en Chile Aramís Quintero tendrá visiones de su propia infancia estudiantil en Imágenes: “Vas por la calle, pensando / en la clase de historia. / Qué raros los fenicios, / qué lejanos / sus barcos y su gloria. / De pronto, se ilumina / la calle extrañamente. / La luz viene de arriba / de una nube / fantástica. / ¡Qué suerte! / Es una nube áurea, / encendida, / que llegó de repente: / un barco de oro / con la vela de nácar y de fuego / desplegada en el viento. / Y sobre el puente, / con los brazos cruzados, / un fenicio. / Navegando en el tiempo, / sonriente”.

El dolor indeleble

Mucho más recientemente, en el tiempo y en el espacio, el poeta de Carmona José Luis Rodríguez Ojeda, más conocido por sus letras flamencas, volverá a su tierra natal para rescatar mitos: “Seguramente habrá muy pocos pueblos / con tanta Historia como tiene el mío, / que de todas las civilizaciones / bien puede verse en él más de un vestigio: / turdetano, cartaginés, romano, / visigótico, árabe, judío, / cristiano de Castilla... (sin contar / el tiempo que no se medía en siglos). / Y, de todos los pueblos de mi pueblo, / dos son los que mejor yo me imagino: / Carmo la de La Bética y Carmona / a la que El Trastámara puso sitio”. En rigor, toda la obra poética de Rodríguez Ojeda tiene que ver con su infancia, como demuestran tantos de sus títulos: Consecuencia de andar, Canción del camino, De los primeros años, Sin pensar en el final o, precisamente, Carmona en mi canción del camino..., por donde pasea, nostálgico: “Otra vez el verano / me devuelve a tus calles, / hoy sin alba ni sol de mediodía. / Recuerdos en relámpago de niño / me detienen. En broma te pregunto / por la blanca pelota que el colegio / desde su patio daba a la plazuela. / Qué fue de aquel maestro, / de su voz como río... / Aquellos limpios versos que arrastraba”. El poeta, instalado en Sevilla desde hace tantos años, escribirá: “Yo era un niño de campo, / ni siquiera de pueblo; / que vivía en un mundo, / para mí, ya completo”.

¿Dónde está el niño que yo fui?
José Manuel Begines Hormigo.

De esa fantasía de barrio rescatará Juan José Téllez su “Matarile” en su libro Daiquiri: “San Juan de Villa Naranja bebía vino azul / en los balcones que el cielo alquila / para un casamiento. / Por la mar, corrían liebres, / veinticinco y una rosa, botas de siete leguas. / Sentábanse los gatos en el tejado del tiempo / y contábamos mentiras, al pasar la barca”.

Más joven, el poeta sevillano de Los Palacios y Villafranca José Manuel Begines Hormigo recordará en su primer poemario, Mañana será nada, de 2013, todo el ímpetu de su añoranza cuando recuerda: “Las vecinas curiosas de mi calle / que sienten cierto orgullo de ese triunfo / modesto de saber latín un poco, / los vivos gorriones que saltaban / de miga en miga los domingos por la tarde, / la siesta soporífera en agosto / y las fachadas blancas de mi pueblo, / las charlas en un banco de los hombres / que persiguen la brisa en el verano / y el aterido sol de los inviernos, / las caras familiares en las cafeterías / y ser reconocido a cada paso, / la marisma que acoge cada tarde / la esperanza dormida del mañana / en sus entrañas rojas, / el azahar de los naranjos que perfuman / de amor las primaveras / y, en fin, todas las cosas que tenía / -la vida sin sorpresas ni fracasos- / París las ha mordido. (...) / Me ha exiliado París de donde vivo / y ya no puedo más que la añoranza”. El poeta palaciego volverá sobre sus pasos perdidos para indagar en la propia muerte de su juventud: “Algunas veces pienso / en volver y encontrar aquellas caras / cómplices de mi juventud. / Algunas veces vuelvo / pensando pero duele / el pecho y el vacío / y la congoja rinden / porque no están allí aquellas caras / y la vida me echó un puñado de arena / en los ojos y yo / no soy el mismo”.

Al fin y al cabo, como escribirá el sanluqueño Juan Antonio Gallardo en Pasto de las llamas, pensando en todas las relaciones del poeta con su infancia, “Hay una diferencia que es fundamental / entre el hombre que tiene un lugar al que volver / y el hombre que huye del lugar de donde viene”.