El ‘Barroco de las cosas’ hermana a dos genios

Velázquez y Murillo se encuentran en los Venerables. La Fundación Focus abre el Año Murillo en Sevilla con una exposición irrepetible integrada por obras procedentes del Prado y otros museos del mundo

07 nov 2016 / 17:29 h - Actualizado: 08 nov 2016 / 07:07 h.
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En Sevilla es fácil, casi inevitable, reconocer a Murillo y a Velázquez en cualquier parte. En el silencioso camino mañanero hacia los Venerables, tras el jaleo de las troupes turísticas, ambos se respiran por cada esquina de la ciudad vieja. Quizá esa percepción solo sea el espejismo de un tópico tempranamente aprendido: aquí nos enseñan desde chicos a distinguir cielos murillescos y a ver sudar a los cántaros de los aguadores con mirada velazqueña. Espejismo... puede. Quizá este mismo discurso podría aplicarse a cualquier otra luminosa y augusta ciudad de España. Pero tras callejear sobre el empedrado de Santa Cruz, degustar sus ecos y sus susurros, asomarse a sus zaguanes y atravesar luego el recio portón tachonado del edificio de una cuarta de espesor, donde aguarda esta colección de maravillas reunidas por la Fundación Focus, uno tiene la sensación de que por el camino ya ha visto media exposición de esa que, bajo el lema Velázquez, Murillo, Sevilla, ofrece desde hoy en dicho enclave un hermanamiento nunca visto entre los dos grandes pintores que ha dado esta ciudad al mundo.

Aunque aquí estamos ya inmunizados de escalofríos, la sacudida está cantada ante las diecinueve obras maestras reunidas en ese salón que se asoma al patio de la fuente escalonada. Dijo ayer la consejera de Cultura, Rosa Aguilar, una cosa que suena obvia y un poco folclórica: que esta exposición solo podría haberse hecho aquí... pero es que dio en el clavo con el tópico. Si el tan cacareado Marshall McLuhan dijo aquello de que el medio es el mensaje y todavía se están derritiendo con la frase todos los profesores de periodismo de España, esto de que Sevilla es la exposición lo mismo no llega tan lejos, pero, como verdad, es un templo de dimensiones parecidas al del Salvador. Una afirmación compartida en cierto modo por el comisario de la muestra y director de la National Gallery de Londres, Gabriele Finaldi, cuando construye esta exposición sobre algo tan intangible y tan impreciso como la relación entre ambos pintores, el nexo de unión, que no es otro que Sevilla. «La exposición lleva a Murillo a enfrentarse con Velázquez, a Velázquez a enfrentarse con Murillo», señaló Finaldi, ayer. «Son dos grandes maestros procedentes ambos de esta ciudad, con una visión y una habilidad fuera de lo ordinario. Son de una generación distinta; Murillo nace casi veinte años después; Velázquez es pintor de corte en Madrid y Murillo se queda en Sevilla haciendo fundamentalmente obras religiosas. ¿Qué relación personal hubo entre ellos? Poco sabemos, pero la exposición plantea que Murillo se interesó muchísimo por lo que había pintado Velázquez y sobre todo por lo que este había dejado en su ciudad natal». Pero añadió de refilón el comisario una palabra que le añade enjundia hispalense al asunto: las cosas. Efectivamente, en este salón, tanto Velázquez como Murillo muestran objetos, chismes, espacios, telas... Si ahora se habla con rabioso frenesí de la utilidad de la internet de las cosas, como si fuese el último berrido de la civilización, la exposición de la Fundación Focus exhibe el Barroco de las cosas. Una comprensión de aquel tiempo a través de los objetos vistos desde el arte.

Josep Borrell como vicepresidente de la fundación; los citados Rosa Aguilar y Gabriele Finaldi; la directora de la fundación, Anabel Morillo; personalidades de todos los ámbitos y hasta el mismísimo duque de Wellington acudieron ayer a solemnizarse junto con una exposición probablemente irrepetible que estará abierta al público hasta el 28 de febrero.

Para quienes aún no sepan qué obras se han reunido en los Venerables ni por qué, conviene decir que se trata de la primera gran convocatoria del llamado Año Murillo en Sevilla. Por primera vez se pueden ver juntas las dos Inmaculadas de Velázquez (la de la National Gallery y la de la propia Fundación Focus) más una de Murillo procedente del Nelson Atkins Museum de Kansas City (la ciudad, no la avenida). Otro trío –porque la exposición está estructurada en grupos de cuadros– es el de las santas Justa y Rufina. Las lágrimas de San Pedro de Velázquez y el San Pedro penitente de los Venerables de Murillo se añaden a esta temática religiosa, junto con el Santo Tomás de Velázquez y el Santiago Apóstol de Murillo.

Pero si hay un duelo especialmente despampanante en la muestra, es el que se libra en un rincón entre La adoración de los magos, del autor de Las meninas, y la Sagrada Familia del pajarito, de su paisano. Una conjunción estelar de la que los organizadores destacan el «juego sutil» que se da entre estas obras del Museo del Prado, restauradas precisamente para venir a Sevilla a lucirse, y que revelan «cómo ambos empleaban un lenguaje naturalista similar y una paleta comparable, explorando la psicología de las relaciones familiares, más contenido en Velázquez y más emotivo en Murillo».

Escenas infantiles, como ese celebérrimo Niño espulgándose, de Murillo; los autorretratos; la Infanta Margarita con vestido blanco recién llegada de Viena con la firma de Velázquez; la tiernísima Santa Ana enseñando a leer a la Virgen, de Murillo... en resumen: que en este espacio del Barrio de Santa Cruz se ha creado un microcosmos sevillano que dejará de existir a finales del invierno y que abre los ojos a verdades que el ciudadano con inquietudes no puede pasar por alto.

Pero la exposición ni empieza ni termina ahí. Su ámbito es mucho más extenso y también más sutil. Podría empezar, por ejemplo, en la esquina de la calle de Ensissos –como indica el antiguo rótulo– con la de las Cruces, donde un azulejo reza Ave María. Y comprendería por supuesto los troncazos blancuzcos que empiezan a musguear en los parterres más oscuros de los Jardines de Murillo, sombreando bancos en los que ayer solo se sentaban, de paso, las hojas amarillas de un otoño que al fin se ha dignado aparecer. Y las servilletas de papel de la Casa Román, junto a la Hostería del Laurel, otro monumento a la Sevilla de las cosas donde un nuevo Murillo abocetaría sin duda nuevas vírgenes o nuevos chiquillos gamberros. Forma parte también de la muestra el resol de las paredes blancas de ese mismo barrio, unos muros que expelen olor a guiso más murillesco que velazqueño mientras hordas de orientales desgastan el patrimonio a fotos limpias («Hay mucho coreano hoy», observa un veterano camarero, mientras seca las tazas de café, «y esa gente no se toma ni un vaso de agua», con lo que de nuevo asoma la imagen de Velázquez a la imaginación). Sin ser por supuesto pícaros, pero con una sonrisilla zalamera robada de cualquier anónimo barroco sobre el asunto, los loteros serpentean por entre los extranjeros prometiéndoles un premio acabado en trece, en una escena que quizá tuvo también entonces, en tiempos de ambos pintores, algún probable correlato.

Y si la calle habla de pintura, la pintura habla de la gente y de sus cosas, y se pone metafórica perdida: los cantarillos de la Santa Rufina de Murillo son los que venden en el Jueves, desportillados como manda el lugar. La palma de la patrona pintada por Velázquez es exactamente la misma que se ostenta en los balcones de Santa Catalina. Los cachetes de la Virgen niña aprendiendo a leer son dos melocotones del Mercado de Triana. El canasto de los Tres muchachos de Murillo se ha visto mil veces en la cestería de la Encarnación. Y ese perrito blanco, ese tan gracioso que salturrea bajo la manita del niño Jesús que ha atrapado a un pájaro, es el mismo perrito que se viene cagando por toda Sevilla sin que los municipales pongan remedio desde que aquí mandaban los llamados Caballeros Veinticuatro. Y la intimidad doméstica que reflejan muchos de estos y otros cuadros señalados no es ni más ni menos que lo mismo que mirar desde la calle por una ventana de la Sevilla antigua a ver qué se cuece –literalmente– por allí.

Así que cuando Gabriele Finaldi dice que gracias a esta exposición se ha descubierto una relación mayor de la que se suponía –hablando de los dos genios de los pinceles–, cabe aplicar esa misma conclusión al vínculo entre estas obras y la ciudad a la que ontológicamente pertenecen, de la que cobran su sentido y a las que describen. No puede empezar mejor el Año Murillo que de esta manera, alimentando el universo expandido hispalense con nuevas razones, con un spin-off de tipismo, con arte de primera. Una exposición verdaderamente irrepetible tantas veces como vaya uno a verla.