- Imagen Carson McCullers
La escritora norteamericana Carson McCullers (Columbus, 1917 – Nueva York, 1967) vivió y escribió tan deprisa que cuando murió de su último ataque al corazón con solo 50 años no solo se había convertido ya en un clásico de la novela contemporánea (comparable a Faulkner, dicho por Graham Greene), sino que había demostrado con su propia vida el título de su ópera prima, El corazón es un cazador solitario, escrita mientras se recuperaba de una enfermedad respiratoria en aquellos meses en que se aclaró definitivamente que el fascismo iba a ganar nuestra guerra civil española. Esta circunstancia ni siquiera se menciona en la novela, cuya trama transcurre entre los veranos de 1938 y 1939, en una ciudad del sur de EEUU, pero sí la II Guerra Mundial a la que solo le faltaban unos días para explotar cuando ella había puesto ya su punto final. Hoy en día, parece increíble que una chica de 22 años, escribiendo sobre una pequeña ciudad sureña y sobre un reducido grupo de personas en torno a la figura emblemática de un sordomudo, John Singer, fuera capaz de conjugar tan poética y originalmente las circunstancias de su propia vida con el panorama global que estaba por hilvanarse aún.
Es más comprensible si se atiende al desbordado talento de aquella chica, la mayor de tres hermanas, que para entonces acababa de casarse con James Reeves McCullers, de quien tomará el apellido con el acuerdo de que él dejara su empleo de cobrador de deudas en Carolina del Norte cuando ella terminara el libro. Él no solo no cumple con su parte, sino que mantiene un romance con un chico y se separa de Carson cuando ella había terminado ya su segunda novela, Reflejos de un ojo dorado, en 1941. Se divorcian, ella se integra en el círculo artístico de Brooklyn, traba amistad con Truman Capote y Tennesse Williams y jamás deja de escribir, pese a recaer en sus enfermedades respiratorias. Cuando termina la II Guerra Mundial, se reconcilia con su exmarido y vuelve a casarse con él. Se instalan en París, donde ella es recibida como la gran escritora que ya era, y al poco publica su tercera novela, Frankie y la boda. Será en la capital francesa donde sufra un accidente cerebrovascular, pierda la vista del ojo derecho y quede paralizada de medio cuerpo. Intenta suicidarse y cae en el alcoholismo, un reflejo de la depresión que comparte con su marido, que le propone un suicidio doble. Ella lo abandona y regresa definitivamente a Estados Unidos, pero él se queda en un hotel parisino y se suicida en soledad...
De vuelta a su país, Carson era solo una treintañera pero ya había sido señalada por revistas como Mademoiselle como una de las diez mujeres más importantes de EEUU, se prepara la adaptación teatral de Frankie y la boda y es nombrada miembro del Instituto Nacional de las Artes y las Letras. En 1951 publicará otra de sus mejores novelas, la cuarta, La balada del café triste, y se vuelca con más cuentos e incluso ensayos, mientras recibe premios y condecoraciones y se acostumbra a pasar más tiempo en el hospital que en casa y, en silla de ruedas y con un cáncer de mama, escribe y publica la última de sus novelas y la que peores críticas recibió: Reloj sin manecillas.
Tan atormentada y vertiginosa vida conecta, sin embargo, con que los temas recurrentes de todos sus libros sean siempre los marginados, los inadaptados, los solitarios y un íntimo deseo de comunicación que suele frustrarse en el cenit de su propia prosa, tan lúcida y austeramente poética. En cualquier diálogo entre los personajes de su primera novela se advierten descarnados trozos de su propia vida, incluso visionariamente: “Te casaste con ese individuo cuanto tenías diecisiete años, y a partir de entonces no hubo más que disgustos entre vosotros. Te divorciaste, y luego, dos años más tarde, te volviste a casar con él. Y ahora se ha ido nuevamente, y no sabes dónde está. Parece como si estos hechos demostraran una cosa: no estáis hechos el uno para el otro”.

Imagen Fotograma de la adaptación cinematográfica
Virtuosa de la música
A Carson McCullers le hubiera bastado su primera novela para haberse convertido ya en la cima de la literatura contemporánea que es. En aquella novela hay tanto de sus primeros años de vida, que el mérito mayúsculo que se advierte en ella es que ninguna de aquellas circunstancias concretas achatase, sino todo lo contrario, su vocación desatada de literata universal. Su padre, Lamar Smith, era relojero y joyero, precisamente como el dueño del negocio en el que trabajaba el mudo protagonista de la novela. Se había trasladado a Alabama para prosperar y se casó con Vera Marguerite Smith, de ascendencia irlandesa, como algunos de los personajes principales de su primera novela que reclaman, sin embargo -tan adelantada y valientemente- sus orígenes tan diversos.
Aunque Carson McCullers se llamó al principio Lula Carson Smith, descartó muy pronto su primer nombre y no tardó en demostrar un inusitado talento para la música que le permitió tocar complejas partituras en muy poco tiempo. Estudió concienzudamente piano y su madre estaba convencidísima de que iba a ser una gran concertista. Con todo, cuando cumplió los quince años, más o menos la edad de uno de los principales personajes de su primera novela, la chica Mick, su padre le regala una máquina de escribir y ella escribió su verdadera primera novela –extraviada-, Una caña de pan y de la que solo se tiene constancia porque ella misma la referirá en su interesante ensayo de 1948, Cómo comencé a escribir. Mick, el personaje que sin duda es un trasunto literario de ella misma, tendrá una especial relación con la música y el secreto deseo de comprarse un piano. “Aprendió mucho sobre la música durante aquellas noches veraniegas que andaba en libertad”, se lee casi al comienzo de la obra. “Cuando paseaba por los barrios opulentos de la ciudad, todas las casas tenían radio. Las ventanas estaban abiertas, y ella podía oír toda clase de música maravillosa. Al cabo de un tiempo supo qué casas sintonizaban los programas que ella quería oír. Había en especial una casa que siempre ponía las buenas orquestas. Y por las noches iba hasta esa casa y se deslizaba en la oscuridad en el patio para escuchar. (...) Aquella era la parte más real de todo el verano: escuchar música por la radio y estudiarla”.
La Carson de carne y hueso tuvo una relación tan difícil con su dominante madre, empeñada en su carrera musical, que cuando con solo diecisiete años viajó en barco hasta Nueva York, para matricularse en una prestigiosa escuela –para lo que su madre había vendido hasta sus joyas-, perdió el dinero y esa fue la única forma que encontró de dedicarse a otra cosa. Comenzó a tomar clases de escritura en las Universidades de Columbia y Nueva York, mientras ejercía de camarera y hasta de paseadora de perros para mantenerse. Fue después de aquella primera época, cuando regresó a su ciudad afectada por una enfermedad pulmonar, cuando se dispuso a escribir en serio la novela inolvidable, capaz de cambiarle la vida a cualquier lector atento y que llegó a la gran pantalla de la mano de Robert Ellis Miller en 1968, un año después de morir Carson McCullers, hace ahora 55 años, y que se tituló originalmente The Heart is a Lonely Hunter. La traducción española es literal: El corazón es un cazador solitario.

magen El corazón es un cazador solitario
Una obra universal...
“En la ciudad había dos mudos, y siempre estaban juntos”. Así comienza la novela y esta historia que transcurre a lo largo de solo un año transformador para todos los personajes, que no son muchos, y para el mundo entero. Toda la trama gira en torno a uno de los dos sordomudos, John Singer, enamorado del otro, el griego Spiros Antonapoulos, que no tarda en cometer varias fechorías hasta el punto de que su primo, el frutero para el que trabaja y que en realidad lo tutela, lo manda a un manicomio, para desesperación de Singer, que se queda más mudo y sombrío aún por la ciudad, entre su empleo de relojero y la habitación que les tiene alquilada a los Kellys, la familia de Mick, que es esa muchacha que a lo largo de la novela evoluciona desde sus rasgos de marimacho hechizada por la música hasta convertirse en una empleada de una tienda, lo suficientemente madura como para comprender que madurar es precisamente conformarse con cierta rutina. Extraordinariamente delicioso será aquel episodio en el que su hermanito casi mata de un disparo de veras a la pequeña vecina Baby Wilson, que estaba siendo criada por su mamá para que se convirtiera en una estrella de cine, con las consecuencias familiares, judiciales y económicas que se derivarían de todo aquel susto... Los otros protagonistas son el dueño del café Nueva York, Biff, que enviudará de Alice y cuya mirada de los demás personajes que desfilan por su local le sirve al propio lector para indagar más profundamente en sus dolorosas realidades; el vagabundo alcohólico Jake Blount, que alterna sus obsesiones de predicador con el trabajo que encuentra como encargado de unas atracciones de feria; y el doctor Copeland, quizá el más rotundo de todos, un negro con una voluntad de hierro que llega a médico y que, mientras trabaja visitando a enfermos y sufre en silencio la tuberculosis y la difícil relación con la familia que ha creado y en la que puso tanta esperanza, sueña terriblemente con la liberación real de su raza, profetizando no solo el episodio histórico de Rosa Parks en aquel autobús, sino incluso la presidencia estadounidense de otro negro como Barack Obama... Una de sus hijas, Portia, con tanto protagonismo, y otro de sus hijos, William, a quien terminan cortándoles los dos pies por verse inmiscuido en una refriega en su condición de negro, asientan la trama en el fondo reivindicador de igualdad de toda la historia...
En realidad, las discusiones entre el predicador Blount y el médico Copeland suponen un riquísimo debate sobre la intención libertadora del ser humano en el cenit del esclavizador capitalismo, encarando en el momento histórico de la novela en las hilanderías que ya conseguían millonarios beneficios a costa de tanta explotación... El predicador confía en el milagro mesiánico de Jesucristo, mientras que el médico ha estudiado apasionadamente la obra de Karl Marx –hasta el punto de bautizar así a uno de sus hijos-, pero ambos sufren igualmente la indiferencia de sus semejantes, atrapados por otras esclavitudes domésticas, sociales, económicas, políticas y hasta de inercia religiosa. “Cuando nuestro pueblo oyó hablar por primera vez del nacimiento de Jesucristo era una época oscura. Los nuestros eran vendidos como esclavos en esta ciudad en la plaza del palacio de justicia. (...) Hace ciento veinte años otro hombre nacía en el país conocido actualmente como Alemania..., un país situado muy lejos, al otro lado del Atlántico. Este hombre comprendía, lo mismo que Jesús, pero sus pensamientos no guardaban relación con el cielo con el futuro después de la muerte. Su misión era para con los vivos. Para con las grandes masas de seres humanos que trabajan y sufren hasta morir. Para con aquellos que lavan y trabajan de cocineros, que recogen algodón, y los que trabajan en las ardientes cubas de teñido de las fábricas”, dirá el doctor en una de las pocas posibilidades de dirigirse a una muchedumbre.

Imagen Otro fotograma de la película de 1968
Como la novela es en el fondo un tratado de la incomunicación humana, es realmente mágico el hecho de que todos los personajes ansíen hablar con el mudo Singer, que es a la postre quien los entiende a todos y los tranquiliza. Todos suben a su habitación a hablar con un hombre que solo se expresa con las manos en su idioma de signos pero que es capaz de leer los labios. La chica Mick, el hostelero Biff, el empleado de la atracción de feria Blount, el médico Copeland y algunos más sienten que es posible la comunicación –empezando por sí mismos- cuando los escucha el sordomudo Singer, que se limita a contestarles afirmativamente con la cabeza y, a veces, a explicarse escribiendo alguna nota en un papel. El propio Singer le escribe muchas cartas a su amor, el otro mudo encerrado en el manicomio, aunque no envía ninguna. No importa, porque todos los personajes buscan conciliarse consigo mismos cosechando oportunidades de íntima comunicación. Y ningún instante es comparable al que consiguen en esa especie de confesionario que es la habitación del mudo, gran sabio silencioso que solo ejerce de profeta cuando le escribe a su amigo... “Hoy vinieron todos a mi habitación al mismo tiempo. Se quedaron sentados como si pertenecieran a distintas ciudades. Se mostraron incluso groseros, y tú sabes como he dicho siempre que ser grosero y no preocuparse de los sentimientos de los demás está mal. (...) Tengo extraños presentimientos”.

Imagen Carson McCullers
... y tremendamente adelantada
McCullers escribe esta novela cuando aún no había comenzado la II Guerra Mundial y cuando ni siquiera los grandes estadistas de la talla de Churchill habían podido anunciar y denunciar lo que estaba por llegar. Sin embargo, una chica de 22 años del otro lado del mundo es capaz de trazar una conversación entre su alter ego literario, Mick, y su amigo Harry... “Una tarde le había explicado todo lo referente a los fascistas. Le contó cómo los nazis hacían andar a los niños judíos a gatas obligándoles a comer hierba del terreno. Le contó cómo había planeado asesinar a Hitler. Lo tenía todo muy bien preparado. Le explicó la falta de libertad y de justicia que había con el fascismo. Le dijo que los periódicos escribían mentiras deliberadamente y que la gente no sabía lo que estaba pasando en el mundo”. Por otro lado, en un arrebato de feminismo increíble para la época, ella le dirá a Harry: “Un chico tiene más ventaja que una muchacha. Quiero decir que un chico por lo general consigue un trabajo a horas que no le impide ir a la escuela y le deja tiempo para otras cosas. Pero no hay trabajos así para las muchachas. Cuando una mujer quiere un empleo tiene que dejar la escuela y trabajar todo el día. Tanto como me gustaría a mí ganar un par de dólares a la semana, como tú, pero no hay manera”.
El final de la novela es mucho más tremendo que el del tremendismo que estaba por cocinarse aquí algunos años después. Tremendamente real, será Biff, el del café Nueva York, quien resuma en sus postreras sensaciones el alcance de la propia obra maestra que McCullers estaba terminando en aquel verano de 1939 en el que todo estaba por explotar aún: “El corazón le dio un vuelco, y apoyó la espalda contra el mostrador para sostenerse. Porque en un fugaz resplandor captó una vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. De aquellos que trabajan y de aquellos que –tan sólo una palabra- aman”.