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El reportaje literario

El ‘Discurso de la mentira’ de Romero Murube, 80 años después

En 1943, Joaquín Romero Murube era ya el sabio que, desde su atalaya del Alcázar, mejor había entendido a Sevilla sin haber cumplido aún los 40 años

Álvaro Romero @aromerobernal1 /
13 ago 2023 / 12:41 h - Actualizado: 13 ago 2023 / 12:44 h.
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Hace ahora 80 años, Joaquín Romero Murube (Los Palacios y Villafranca, 1904-Sevilla-1969) había hecho con su Discurso de la mentira lo mismo a lo que se había acostumbrado con aquel periodismo literario que lo convirtió en la principal pluma de la ciudad que él comprendió mejor que nadie: agavillar varias docenas de artículos y transformarlos en un libro ensayístico que perseguía ser un tratado que arrojara luz sobre Sevilla. Le dio la vuelta al Discurso de la verdad de Miguel de Mañara y se aplicó sobre el ojo izquierdo el catalejo al que tenía derecho por ser el alcaide del palacio real más antiguo de España, el Real Alcázar, a cuyo puesto de conservador había accedido interinamente en plena II República.

A la altura de 1943, quien fuera a revolucionar al año siguiente la mirada sobre la Semana Santa con su Pregón no solo era ya un consolidado poeta al que no le hacía falta reivindicar su lugar en el 27 porque había sido él quien recibió a los colegas de Madrid en la estación de tren que los atrajo a la hospitalaria ciudad en la que el torero Ignacio Sánchez Mejías vino a completar la abierta generosidad del Ateneo, sino porque ya había publicado el mejor poemario de posguerra hasta entonces, Canción del amante andaluz. Para colmo, Joaquín formaba parte de la corporación municipal del Ayuntamiento hispalense después de haber publicado en plena guerra civil Sevilla en los labios, su primer tratado para indagar en los íntimos e históricos secretos de una ciudad que parecían haber descubierto los forasteros que se habían topado solamente con sus azulejos. En aquel primer ensayo, quien había sido redactor jefe de la principal revista literaria de la Generación del 27 en el sur, Mediodía, partía de la Puerta de la Carne para dilucidar a continuación sobre lo esencial de la ciudad en lo material -sus jardines, sus huertos y sus barrios- y lo inmaterial: el rey Almotamid, la Semana Santa, Bécquer y un ramillete de intelectuales que se acababan de convertir en voces eternas, desde su admirado Gabriel Miró hasta su compañero Alejandro Collantes de Terán, pasando por el también ganadero Fernando Villalón...

En 1943, cuando aún no había cumplido los 40 años, el edil, articulista, conservador, jardinero y poeta Joaquín ordena cuanto había escrito en la prensa desde el fin de la guerra –en este mismo periódico, decano de la prensa de Sevilla, pero también en El Liberal, en El Noticiero sevillano y en ABC- y construye su más elegante alegato sobre una ciudad a la que había que liberar de tanta mentira, tanto tópico y tanta inconsciente destrucción. En rigor, es lo que siguió haciendo hasta su muerte con otros títulos fundamentales para quienes hoy quieran seguir hablando con propiedad de Sevilla, como Memoriales y divagaciones (1951) o Los cielos que perdimos (1964). Pero la colocación de Sevilla fuera de esa onda de la exageración, del chiste y de hablar de oídas comenzó con la publicación, hace ahora 80 años, del Discurso de la mentira.

La mentira turística

¿Qué hubiera dicho y escrito hoy Joaquín sobre la turistificación? No lo sabemos, pero algo podemos intuir -al margen de su comentario sobre tan terrible palabro- si evocamos con él su “primer encuentro con Europa”, como se titula esa especie de introducción al libro en el que recuerda la primera vez que visita Sevilla acompañando al manijero de su casa de Los Palacios, Fernando. El delicioso relato comienza con ciertas concomitancias con la mayor obra de Romero Murube, Pueblo lejano, aquella profunda elegía andaluza de 1954 capaz de superar en sentido social y profundidad psicológica al Platero de Juan Ramón. “Tendríamos nosotros cinco o seis años de edad y algunas veces veníamos a Sevilla desde nuestro pueblo blanco y tranquilo, perdido al borde de las inmensas marismas del Guadalquivir...”. En aquella primera década del siglo XX, el niño descubre la ciudad a la que le iba a dedicar todos sus desvelos de la mano del manijero Fernando, “cargado de bultos, canastos, cajas y paquetes”. “Todo nos asombraba: la longitud de las calles, el río, los barcos, Cristina, los tranvías con mulas, los sombreros de las señoras, más de dos o tres curas reunidos y, sobre todo, el guirigay y la espesura humana de la calle de las Sierpes”. El meollo de la atípica introducción llega al darse de bruces el niño con “una extraña caravana; mujeres de falda muy corta y trajes de colorines llamativos, hombres con un cristal ante un ojo y fumando en largas pipas; otros con sombreros blancos como canoas de sacerdotes que las hubieran metido en la tinaja de cal de Morón; los había hasta en calzoncillos y con bastones de cantera de acero, como picos. Y más mujeres, viejas, jóvenes, de todas las edades, ligerísimas de trapos y coberturas”.

Es impagable el final de la anécdota, cuando el chiquillo le insiste al criado de la casa de sus abuelos en que quiénes eran aquellos señores... Y el criado, con gesto de mal humor, y arrancando presuroso con sus paquetes, le contesta: “Esos son tíos tauristas... Gente sucia y fea. Ellas toas pintás y medio en cueros, como barraganas... ¡Anda, niño, vámonos!”.

Quien había publicado su primera novela, La tristeza del conde Laurel, en 1923, hace ahora justamente un siglo, comienza a contemplar la ciudad de su vida –a la que se traslada con nueve años para estudiar aunque nunca deje definitivamente el pueblo- desde el Aljarafe, y no tarda en preguntarse por “la fácil, cacareada y turbia leyenda de la alegría de Sevilla”. “¿Hasta qué punto no ha perturbado y oscurecido las clásicas y genuinas valoraciones del alma hispálica?”, escribe Murube, antes de quejarse de “la sede de la flamenquería trasnochada, rincón propicio a todos los fetos del ingenio teatral mercantilista o escenario de copla de organillo, con gitanos amadamados, toreros dulces de salones elegantes, sin olvidar a María de la O y a toda su filarmónica parentela”. El escritor está seguro de que “hay un proceso de decadencia y suplantación que convendría analizar y remover, pues la capa de falsedades y pseudo interpretaciones sevillanas llega ya a ser tan compacta y extensa, que aquellos que no conozcan bien a nuestra ciudad fácilmente podrán creer que aquí toda tontería sensiblera asonantada, engendro escénico o memez con estribillo tuvo su amparo y su asiento”.

Tras el esplendor renacentista de Sevilla, y hasta la última gran figura que supone Alberto Lista, a Joaquín le parece que “la confusión”, la “panderetada” surge mucho después, ya bien iniciado el siglo XIX, por “el fabuloso y grotesco descubrimiento que ingleses, y principalmente franceses, hacen de Andalucía en las primeras décadas de aquel siglo” y, por otra parte, “por el auge del periodismo unido a la política, que arrastra a Madrid y desvincula de sus tierras natales –hay meritísimas excepciones; don Luis Montoto, por ejemplo- a los mejores ingenios y plumas de aquella época”.

Romero Murube lo tiene claro ya a comienzos de la década de los 40. “A los franceses e ingleses que llegan a Andalucía a principios o mitad del siglo pasado no les interesan mayormente las disciplinas artísticas españolas, ni nuestro prestigio intelectual; ellos vienen a su avío. Hay que buscar platos fuertes para el gusto ya estragado de París. En ello, es cierto, influye poderosamente la caracteología peculiar del Romanticismo. Pero por la misma razón hubo en Alemania quien se fijó en Lope de Vega o en Calderón de la Barca. A los franceses lo que les encanta, y ellos elevan al primer rango de sus producciones, son los gitanos, las majas, los toreros, los mendigos, los contrabandistas y demás comparsas. Y surge la gran españolada a base de Andalucía y, principalmente, de Sevilla”. En este sentido, el irónico Joaquín se referirá a Borrow, “D. Jorgito, tan frágil y con sus cabellos de niebla”, que “viene a España a evangelizarnos y, si se descuida, termina de gitano en la Cava”... Y en todo caso, que esa fácil pintura a trazo gordo la hayan ejecutado desde afuera tiene cierto pase, concederá Murube, pero “lo que indigna es que por catetería espiritual, por incultura, el capricho romántico e interesado de los franceses haya sido tomado como pasto de tres al cuarto; el sainetero madrileño sin pudor y sin respeto hacia Sevilla, hacia Andalucía; el coplero catalán o sevillano, ¡que es lo peor!, al cabo de un siglo, aún no estén dando versiones sintéticas de Carmen, o la historia íntima de toreros que ya no son ni toreros”.

Joaquín considera un fenómeno literario explicable “que se haya creado la Sevilla de pandereta a base de circunstancias indígenas o internacionales”, pues “interesaba en aquel momento de Europa, por culpa del romanticismo, no ver más que determinados aspectos de las ciudades (...) y Sevilla dio entonces –recordemos en este momento la deliciosa colección de grabados de don José Domínguez Bécquer- El bandido, El campesino, Curra la graciosa, El torero, El contrabandista, El mendigo, La hermosa Rafaela, etcétera”. Ahora bien, que “en nuestros días se esté creando una Sevilla fácil y relumbrona, a base de azulejitos, retablos, pantomimas y farolería de oropel, es pecado mayor del peor gusto, es falta imperdonable”. Y el autor se muestra categórico: “¡Olvidemos ya, en beneficio de poetas de ocasión, recién casados en viaje de luna de miel, propietarios del quiero y no puedo, y arquitectos relamidos, indoctos o desaprensivos, tanta plaza de doña Elvira, tanto callejón del Agua, tanta barreduela bellísima y almibarada! Sevilla es algo más que una decoración, algo más que un muro con flores”. Y ese es precisamente el cometido del libro, pues aunque haya una Sevilla “de pandereta, de azulejos, turística y relumbrona” -¡Discurso de la mentira!- “hay otra de sangre, miserias, pasiones y difíciles verdades que es la que está esperando, intacta, que un día llegue el artista, el escritor, que sepa descubrir su belleza peregrina, su hondísima sabiduría...”.

El ‘Discurso de la mentira’ de Romero Murube, 80 años después

José María Izquierdo

La elegante humildad de Romero Murube le impide señalar que ese escritor sea precisamente él. Y por eso recurre a la figura señera de José María Izquierdo (1886-1922) para referirse a “la Sevilla de verdad”, pues en el autor de Divagando por la ciudad de la gracia (1914) encontrará un preclaro ejemplo de “aquellos que lograron unir su vida y sus facultades al recóndito fluir del espíritu de la urbe, que lograron ellos mismos hacerse carne de Sevilla, sustantivándose con la ciudad de tal forma que la ciudad y el escritor logran un solo tono expresivo y conceptual, nos dan literariamente la medida de este valor imponderable que es el alma sevillana”.

Entre las profundas y prístinas descripciones que Murube nos hace del silencioso, triste e intelectual Izquierdo, sin haberlo conocido más que en los últimos meses de su vida, nos encontramos algunas joyas como esta: “Vemos aún a Izquierdo, fino, enlutado, con su cara de cristo moreno y las patilletas largas, que le imprimían al rostro un perfil de vieja estampa andaluza. Siempre pensativo y solitario. Estaba en todas partes, aunque no se le veía entrar en ninguna: en la Universidad, en la calle, en la Biblioteca, por la orilla del río. Iba siempre rápido y pesaroso, como a algo que le esperase misteriosamente. No hablaba; cuando tenía que decir algo hacía un esfuerzo supremo que, en algunas ocasiones, llegaba a descomponer sus facciones. Era que todo el alma se le venía a los labios, y su voz no era voz, ni sus palabras eran palabras; entre temblores y silencios, se veía fluir la idea, el concepto, la gracia, por sus labios grandes de novio de Sevilla”.

Joaquín escribirá que “se habla mucho de la alegría sevillana... Es lo que se ve desde fuera; porque el sevillano tiene siempre la suprema elegancia de callar el dolor”. Y a continuación indaga en la Sevilla de 1907, en la que Izquierdo se convierte en veinteañero, en esa búsqueda -a través de su prosa grácil y densa a la vez- de la Sevilla auténtica, la de los soportales como elemento de defensa del peatón que los nuevos modos constructivos habían ido ya destruyendo, y con ellos sus arcos, capiteles y columnas; la de los pregones callejeros que eran “verdaderas obras de arte”; la de las riadas... “El barrio de la Alameda era el más castigado...”, contará Joaquín... “Una mañana de lluvia amanecía todo aquello convertido en río ancho y caudaloso. Para nuestro infantilismo eran aquellos unos días felices. Las barcas bajaban por las calles, solemnes, majestuosas, igual que en aquellas tarjetas enviadas desde Italia por ese amigo de todas las familias que pasó por Venecia, camino del Santo Padre. Parecía Sevilla una ciudad nueva labrada sobre el agua. Había la calma, el reposo, el silencio mortal de las tardes de Jueves Santo”. Y añadirá, ya en el acuático regusto de la recreación poética de su mejor prosa: “La lluvia constante sumergía en un cristal de ensueño el horizonte, a los árboles, a las fachadas de las casas lejanas. Quedaba muerto todo el tránsito, y sólo los lancheros se movían, lentos o raudos, con sus barcas oscuras, sobre los fingidos canales de las calles anegadas. Cuando el agua comenzaba a descender y aparecía el feo sedimento de barro, nos entristecíamos como si nos hubieran escamoteado uno de nuestros juguetes predilectos”.

Cuando Joaquín habla de Izquierdo, parece estar haciéndolo de sí mismo: “Izquierdo pasea por aquella Sevilla que tiene la transparencia de un cristal y un piso abominable. Él sueña con una Sevilla universal que pueda ser algo así como la novia del mundo...”. Y el discurso de Izquierdo se entrelaza con el suyo propio porque ambos –atrapados por esta urbe- son escritores concatenados en el tiempo y en la búsqueda de una Sevilla bien alejada de las mentiras. “Sevilla es la ciudad menos localista de España. Es una ciudad abierta, confiada y aparentemente alegre. Quien besa los labios de esta diosa indolente, ya nunca más puede huir de la seducción de sus encantos. Todos los pueblos, todas las razas pasaron por aquí, y a todos sedujo el sortilegio de la ciudad”. Y ambos coinciden plenamente en un curso ideológico que encuentra como valores sevillanos su “hondo y vasto sentido religioso” y la “humildad”, para terminar asegurando que “Don Juan [Tenorio] está muy lejos de representar lo genuinamente sevillano. A Sevilla la representa todo aquel que en su oficio o profesión logra captar e infundir el espíritu de la ciudad. Cada cual en su esfera, por modesta que sea. Y no olvidemos que este espíritu es la gracia sobrehumana, que nunca muere porque reside sólo en Dios, y Dios la da y otorga cuando le place”.

Tiernas arqueologías

El capítulo central de este libro que a todo sevillano le conviene leer –o releer- se titula “Los arqueólogos”, y empieza con las exageraciones humorísticas de quienes aquí “terminan generalmente en la búsqueda de la mansión en que vino al mundo, en Itálica, Poncia Pilato”. Y añade: “Y ya entonces, casi no hay nada que hacer; un paso más y traspasamos la linde de los psicopáticos, es decir, de aquellos que creen que no hay alcantarilla, piedra, rincón, monumento o residuo sevillano que no esté unido –caprichosamente- a historia de fenicios, griegos, romanos, San Isidoro, Almotamid o el rey don Pedro. Y Sevilla, una ciudad de vestigios y fantasmas...”.

Esa arqueología se torna seria cuando recuerda, del invierno de 1940, el hallazgo de una Venus en Santiponce que, según el alcalde, era “una muñeca de mármol, muy grande y en cueros”. De la Venus romana, que debió decorar el suntuoso pórtico del teatro, relata Murube el jolgorio de las gentes del lugar primero, y luego el silenciomisterioso, indefinible”... “No era escándalo, puesto que nada lúbrico ni torpe perturbaba aquella maravilla de formas nobilísimas; era el prodigio del Arte, la suprema emoción de la belleza conseguida”.

El libro, en fin, se va completando –entre lírico e intencionadamente descriptor de la Sevilla de veras- con recuerdos de su propia infancia, como aquel capítulo de su primera vecindad con las tres hermanas Luna –Justa, Virtudes y Araceli- en el sevillano Compás de Santa Inés, cuando por subir con su hermano a un árbol cae desde una de sus últimas ramas al propio convento y ambos tienen que ser liberados por las monjas a través del cajón del torno por el que despachaban los bollitos... O ese recuerdo del anuncio de una tienda en una calle muy céntrica de Sevilla que en rigor era “un poema modernista”: “La tienda de las Flores. Coronas naturales y artificiales. Efectos de novia y primera comunión. Alas para ángeles. Moñas y banderillas de lujo”. Y se preguntará Murube: “¿Cabe algo más sublime que vender alas para ángeles? ¿Hay algo más íntimo, más inefable, que tener en su casa un almacén de ‘efectos de novias’?”

Creación de Sevilla

El capítulo que cierra el libro, “Creación de Sevilla”, había sido solo meses antes, en diciembre de 1942, una conferencia en el Sindicato Español Universitario de Sevilla. Y no solo reivindica en este último texto las obligaciones municipales para que la ciudad no se convierta en “un poblachón monstruoso, híbrido y desaforado”, sino que protesta porque el “concepto claro, ordenado, de Sevilla, como categoría artística” haya desaparecido, si bien la capital hispalense no una “ciudad museo” –o sea, muerta- como Salamanca, Toledo y Nuremberg, “que viven más de su gloria y esplendor pasados, de su evocación, que de sus posibilidades actuales”. Murube hará entonces un exquisito recorrido histórico desde la época romana, si bien reconoce que “la que sí conocemos a la perfección es la Sevilla musulmana de los últimos tiempos, es decir, después del gran esplendor del Rey Jusuf, (...) la Sevilla del siglo XIII, la Sevilla de la conquista”. A estas alturas de nuestro siglo, no deja de llamar la atención que Murube no escriba “reconquista”, sino, tan acertadamente, “conquista”. “Fue una suerte que entre las tropas de Fernando III viniese un intelectual, el príncipe Alfonso, más tarde Alfonso X el Sabio”, dice, y añade: “Ya en la capitulación de la ciudad se hace constar como condición inexcusable, en la que juega la vida de los sitiados, ‘que no se ha de tocar una teja’ de la gran Aljama con su torre y su Alcázar. Así se cumple. Y las tropas del Rey Santo reciben con las llaves de Axataf una ciudad intacta y maravillosa: Sevilla blanca, como una rosa de África, hecha de cal y de jardines”.

El ‘Discurso de la mentira’ de Romero Murube, 80 años después

Es la Sevilla llena de mezquitas que, ya cristianas, se llamaron de Santa Catalina, de San Marcos, de Santa Marina, de San Gil. Y así hasta la puerta Macarena. “La Sevilla africana se ha convertido en una ciudad castellana sin perder un ápice de su belleza y atuendo oriental”, escribe Murube, antes de referirse a que “los judíos –hasta su expulsión- quedan concentrados en un amplio sector amurallado, del suroeste de la ciudad, con cuatro sinagogas: las iglesias hoy de San Bartolomé, Santa María la Blanca, la que hubo en la actual plaza de Santa Cruz y el convento de Madre de Dios”. Luego se referirá Murube a la Sevilla del Renacimiento, con “la primera gran transformación y mejora pública de Sevilla: la Alameda de Hércules” y a la Sevilla de las Indias, con “el río, Lope, el Arenal... Sevilla, centro del mundo” y el paso de tener 20.000 habitantes a contabilizar 300.0000... En esa época, ya empezado el siglo XVII, los palacios rivalizan en grandiosidad con los de siglos anteriores, “se ha ampliado la catedral, surge San Telmo como escuela náutica, el palacio arzobispal, iglesias que pueden ser catedrales, como la del Salvador, sobre los cimientos de la gran mezquita de los abbaditas...”, tanto tiempo antes de que el asistente marqués de Monte Real ordene una ciudad limpia en el siglo XVIII, cuando surge la Fábrica de Tabacos, “uno de los edificios más enormes de España”, cuando el Terremoto de Lisboa de 1755 completa, tan paradójicamente, el embellecimiento urbano de Sevilla, aunque la transformación “más esencial y terrible” tenga lugar cuando la invasión francesa, el primero de febrero de 1810, que es cuando llega a Sevilla el mariscal Soult con sus saqueos y demoliciones e incendian “el convento Casa Grande de San Francisco donde luego ha de surgir la plaza Nueva” y “las zonas verdes que antes eran patrimonio de las comunidades, los jardines de los nobles, estancias de algunas casas señoriales se han incorporado a la vía pública”.

El relato sintético de esa creación de Sevilla continúa con las figuras eminentes del urbanismo sevillano en pleno siglo XIX: José Manuel de Arjona y García de Vinuesa... El primero es quien derriba el murallón que unía la Torre del Oro con la de la Plata y construyó el Salón de Cristina. El segundo “trae el agua, dota a Sevilla de luz, levanta el plano de la ciudad y ordena acertadísimos ensanches interiores”. Y de Vinuesa habrá que pasar, en la historia de la formación de la ciudad, a la Exposición Ibero Americana que el propio Murube vive poco después de aquellos días felices en que se formó, sin que sus miembros fueran del todo conscientes, la Generación del 27... otra creación de Sevilla, aunque desde otros lugares –también- se encargaran más tarde de construir otro discurso de la mentira que daría para otro de nuestros reportajes literarios... El deseo de Romero Murube para Sevilla al final del libro sigue resonando hoy, 80 años después, para que tomemos nota... “Como a una mujer, la llevamos en el fondo de nuestros ojos y, al mismo tiempo, entre las manos para acariciarla. ¡Que no seamos tan torpes amantes que el cuerpo maravilloso de esta diosa nos huya y desaparezca!”.


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